LA EXCURSIÓN

 

Mi marido no asistió a mi boda.

            Siempre fui una chica de dudas muy claras. Me casé con otro. Era el primer día de octubre de 1978. Fue una boda campera, en Gaucín, junto al río. Yo tenía quince años; él, unos años mayor. 

            Mis revoltosas damas, como hadas traviesas, se afanaron en improvisar el mejor de los atuendos de novia, dadas las circunstancias. Cogían prendas de aquí y de allá, que con decisión quitaban a unas y a otras. Me colocaban complementos encima mientras yo, como un maniquí sepultado por aquella alegre algarabía, con los nervios propios de mi boda improvisada, me dejaba hacer; casi cualquier cosa servía. Apartados en otra zona del campo, donde no los podíamos ver, los chicos, ocultando sus secretos, hacían lo propio con el novio.

            Sobre mi media melena ondulada, un pañuelo azul marino liso que sobrepasaba mi cintura hizo las veces de velo, prendido de una corona de alegres adelfas rosa fucsia.

            El vestido, vanguardista. Un dos piezas. Un pijama, varias tallas mayor que la mía, de color rosa claro. Cedido por una de las damas de nombre compuesto. Mis flacas piernas se perdían entre las bermudas anchas que me cubrían en parte las rodillas. Remataban el conjunto unos calcetines blancos, altos, calados, subidos hasta arriba sin sombra de arrugas. Calzada con unas polvorientas alpargatas azules de plantilla de goma parduzca.

            La ceremonia estuvo oficiada por un cura revestido según la liturgia campestre con poncho castaño y gorra calada en la cabeza. Escoltado por dos monaguillos de largo, a tal efecto vestían, deportivos por el torso y sendas mantas de cuadro y rayas que fluían tiesas, por textura y polvo, desde la cintura hasta los pies.

            Cogidos del brazo, fuimos acompañados hasta el altar por madrina y padrino compuestos con atuendos dignos del lugar y la ocasión. Avance de moda que superó en atrevimiento a Ágata, para ella, y a Jean-Paul, para él. Al final del camino que me conducía hasta mi futuro esposo, me encontré con una suerte de Robin de los Bosques. Calzado deportivo, pantalón de chándal rojo ceñido remetido por las calcetas blancas, camisa del mismo tono con cuellos y faldón asomados al exterior de un ajustado jersey verde, ceñido con cinturón elástico con una marca vaquera repetida en letras rojas por todo el contorno. Un arco artesanal en su hombro derecho y un gorro vaquero ladeado que le quedaba pequeño cubría las candelas de su cabello rubio. Tan cual era: divertido, travieso, alegre, vital, detallista. Le gustaba cantar, aunque como suele decirse, tenía un oído enfrente del otro.

            El momento de intercambio de los anillos, aunque no se lo crean, se realizó bajo una gran expectación. Todas las miradas estaban clavadas en las manos de los novios subyugadas por un silencio solemne, roto por las risas divertidas en la entrega de las arras.

            Aunque no llegamos a nadar en el río aquel —había pasado la temporada—, volví cargada de imágenes para recordar, como ahora hago.

En la foto de grupo de las chicas, situadas a mi derecha, se encuentran mis amigas, la ficha amarilla y la roja, a la azul, aún no la dejaban dormir fuera de casa. Cuando uníamos los cuatro colores, el resto del grupo nos llamaban Parchís. Centrada a la izquierda, una niña más pequeña, dos años y medio menor que yo. Era preciosa: melena suelta, gran sonrisa. Era mi hermana Esperanza. Tan llena de vida como todas nosotras. 

            Mientras caigo al vacío, por un agujero negro, la realidad del pasado vuelve a convertirse en presente dentro de mi sueño. Atravieso un diorama tridimensional de profundidad abisal. Floto ingrávida entre retazos de aquel paisaje. Sus árboles, la roca grande del río sobre la que nos hicieron una foto en blanco y negro como pareja, aquellas figuras de dimensiones reales. Observo planos de mí que había olvidado.

            La liebre ha saltado mostrándome el retal que debo coser a esta colcha artesanal, a esta almazala colorida, estampada, de formas diversas, con la que, sin darme cuenta —desde que comencé a escribir—, estoy ilustrando mi vida. El parecido del protagonista de la serie que acabamos de ver, con el novio de aquella boda —cuarenta y siete años después—, despertó en mí la memoria dormida, y me arrastró en sueños hasta aquellos días.

No hizo falta solicitar la nulidad del enlace rural. Años después de aquella excursión de una noche y dos días, mi marido, el real, si asistió a mi boda, esta vez ante un juez de verdad.

Ya tenemos bastante tiempo recorrido tras nuestras espaldas. Mi tiempo de casada con el otro iba y venía —entre el que fue y el que sería—. Fue fugaz. Mis quince años, las dudas…Entre la boda campera y la real transcurrieron once primaveras. Tomándonos algún que otro descanso, las recorrimos caminando de la mano. En mi contabilidad, se suman a las que llevamos viviendo juntos, treinta y seis años oficiales: él, un hombre de certezas; yo, una mujer con dudas muy claras. 

El espíritu de aquella quinceañera aún sigue latiendo en mí. Lo noto cada vez que coso recuerdos: me cambia el gesto, se me ilumina la cara, como si con cada puntada me hiciera un peeling profundo. No sé si los lectores lo ven, pero yo lo siento, y con eso me basta.

 

 

María José Aguayo 

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