INSTANTE DE MAR INTENSA 


Son las dos de la tarde. Estoy sentada en mi escritorio cuando entra en el salón con el sueño pegado aún en la cara. Vestida por abajo con pantalón de pijama y por arriba con sudadera grande del novio salpicada de agujeros en las costuras y bordes de los puños. Pone morritos mimosos. Con los brazos abiertos me pide que la estreche en los míos al tiempo que disimula el desperezo. Ayer lunes no durmió en casa.

            —¡Muchas gracias, mami! —me dice con tono zalamero. Me levanto con una sonrisa y la abrazo.

            —He ido a Hipercor y me he pasado por la oferta textil del hogar —le cuento mientras subimos juntas las escaleras para colocar en su cama el edredón que le he comprado.

            —En la bolsa pone, 190 x 270 —con un tono un tanto suspicaz insinúa que, tal vez, me he equivocado de tamaño y no sirva.

            —Es la medida del largo y el ancho para la cama individual de 90, la tuya. ¿Ves el 90 junto al dibujo de la cama? —replico condescendiente.

            Al volver de la compra la puerta de su dormitorio está encajada. Entro con sigilo. Duerme cuando puede, la siesta del carnero, encima de su colcha edredón. Usa la sufrida cama de sofá, para ella y sus visitas; de banco para dejar todo tipo de objetos y materiales. Así está la colcha, descolorida, gastada, con desgarros de tela que vomitan el poliéster aborregado del relleno. Suelto el paquete sobre la alfombra y salgo de puntillas. 

 

En el dormitorio, Marieta quita el edredón viejo y lo deja caer al suelo tan a gusto. El suelo continúa siendo uno de sus espacios favoritos como cuando era niña. 

            —He aprovechado antes de que termine la oferta de Blancolor. La tela es resistente. Imita a tapicería. Llevo tiempo buscando algo así. ¡Como usas la cama para todo! Queda uno más mono… —a estas alturas de la oferta no hay mucho donde elegir—, pero de tejido sedoso y color más delicado, que aquí no aguantaría ni un asalto… También más caro, —le suelto del tirón la información anticipando nubarrones de rechazo.

            —¿Desde cuándo tengo esta colcha? ¿Desde 4º de la ESO?... No es que lleve tan poco tiempo con él, —me contesta como un resorte que se despierta de golpe—. Este año cursa un máster después de graduarse en Bellas Artes.

            —Ya lo sé, pero como usas la cama para todo… —se me escapa otra vez el retintín. Los morritos mimosos se esfuman. Observo como empieza a extenderlo con desgana. La forma de diván con respaldo central pegado a la pared y dos brazos en los extremos dificulta hacer su cama entre dos personas. Me quedo por detrás. El ambiente de forma inesperada se enrarece. Predice marejada.

            —Mmm, la verdad es que no veo que pegue con mi cuarto —comenta desengañada. Se refiere al colorido. —Aunque es bonito, me gusta, pero… —dice con la boca chica.

            —Mira, las flores del estampado son del mismo tono de verde que la pared —pintada a medias del mismo color. Se lo señalo como si necesitara demostrar la evidencia.

            —No tiene nada que ver con el resto de los colores de la habitación. No hay nada rosa. —Está claro, ella no quiere ver el verde ni aunque se lo señale—.

            —Blancolor se acaba. Quería aprovechar la oferta. Me ha parecido buena idea.

            —No sabía que fuera un problema que hay que arreglar ahora. Puedo esperar hasta encontrar otra cosa. No hay prisa. —Hace rato que sus tiempos y los míos no coinciden. Las prioridades tampoco—.

            —¿Has visto cómo está de vieja? ¿A qué vas a esperar, a que se descomponga? —mantenemos la conversación ocultando nuestras miradas en los objetos que nos acusan. 

—Me hubiera gustado poder opinar. Ves, tampoco va nada con la manta que tengo doblada a los pies —dice alzándola, esa de cuadros escoceses que le regalé por navidad hace dos o tres años y que usa para taparse cuando se tumba encima del edredón casi a diario. 

Lo sé. Lleva razón. Siempre vamos juntas a comprar sus cosas. Pero en esta ocasión he decidido tirar por la calle de en medio. Llevo cediendo varios años, haciendo como que no veo de puertas para dentro de su dormitorio. Acostumbrándome a sus nuevas rutinas, a su nueva imagen, desde que comenzó con las particularidades propias de una vida… más creativa, más bohemia. Desde que soy espectadora de su devenir, a veces, me cuesta seguirla. 

Sé que lo compensa con creces con su responsabilidad, con sus razonamientos juiciosos. Me admira su sensibilidad, a la vez que intento protegerla, no quiero que su don la quiebre.  Por encima de todo, estoy orgullosa de ella.

Se detiene cuando llega a la almohada. Veo la decepción en su cara, aunque esté de espaldas. 

—No sigas poniéndolo. Lo doblamos y lo guardamos otra vez en la bolsa. —Se da la vuelta. Llega a ver de soslayo que mi semblante no armoniza del todo con lo que digo. —Hay uno beis… Los pespuntes dibujan cuadros…

—Igual uno beis queda mejor… —dice sin convicción mientras se gira y continúa tapando con el edredón la almohada, alisando las arrugas por debajo con las palmas de las manos.

—Lo doblamos y lo devolvemos —repito.

—Da igual —responde con voz débil.  Ahora es su rostro el que no concuerda con lo que dice.

El diálogo no es agrío, pero nos agita el ánimo con pesar. En este punto dejamos la conversación a la deriva. Mi hija, hecha de palabras, calla. Supongo que no quiere parecer desagradecida. Yo me repliego en mis silencios. Salgo del dormitorio. No quiero apagar más su alegría. Necesito encontrar los cabos que nos devuelvan el punto de amarre perdido. 

Antes de acostarme, al pasar por su dormitorio entro. Y entonces —«la veo»—. Lee metida en la cama, —«al abrigo del edredón nuevo»—. 

 

María José Aguayo

 



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