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Mostrando entradas de mayo, 2024
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                                                                      Y TÚ, ¿CUÁNTOS TENDRÁS…?    Mi hermana se llamaba Esperanza. Llegada la hora, su nombre no le garantizó el deseo de vivir. Con treinta y cuatro años, el 18 de mayo del año 2000, se suicidó.   No fue posible adivinar su escondido sufrimiento. Ni familiares ni amigos tuvimos señales, pistas, indicios, que nos avisaran de su intención. Su pérdida fue inesperada y repentina para todos quienes la queríamos, hasta para Luis, su pareja. Ni padres ni hermanos vivíamos a su lado. No pudimos reaccionar. Supuse, en ausencia de la más mínima certeza, que lo que le arrastró a su irreversible decisión fue una infinita tristeza. Con treinta y cuatro años, se quitó la vida, fechando un antes y un después en las nuestras.   Su imprevisible muerte, me dejó como si me hubieran amputado un miembro. Ya no estaba y sin embargo yo la sentía. La siento.  Así me lo expresó Juan Carlos, mi marido, cuando recibimos la noticia, sujetándome por
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“RECUÉRDAME”   ¡Corre que viene! ¡Chilla, llora, escapa! Agudizas todos tus sentidos. Lo primero que adviertes, aparte del galopar de tu corazón, es el olor a desinfectante que anticipa su llegada por la empinada escalera. Después la chicharra del timbre que suena. Alguien acude a abrirle la puerta y ves como entra. No das crédito. El miedo te conmina a protegerte, a huir. Pero ¿a dónde?, ¡si esta es tu casa y no estás a salvo en ella! El dolor llegará, no es un riesgo posible, es una certeza y tienes que protegerte como sea. Comienzas a dar carreras, saltos y alaridos por los pasillos, sin rumbo fijo.   Conoces de memoria todos sus movimientos. Con sus dedos finos, transparentes y nudosos, de un bolsillo de su chaqueta saca con parsimonia su pequeña cartera de piel marrón, abre la cremallera y comienza el ceremonial.  Extrae la temida cajita metálica con forma de cápsula alargada. Quita la tapa, vierte alcohol en ella. Echa el agua en la cajita con la jeringuilla de cristal y la punza
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DE LA TIERRA AL CIELO —¡Venga, Manuel, espérame! Juego una ronda a la rayuela con mis amigas y después nos vamos. —Con los rizos en su cara y una sonrisa abierta, Carmen, se fue con ellas corriendo.               —¡Vete a la porra, yo otra vez no te espero! —Manuel, enfurruñado, con el flequillo metido en los ojos, cogió su balón de fútbol y sin despedirse, se fue pateándolo hasta el campo viejo.    Aquello lo resolvieron más tarde. Juntos, de casilla en casilla, continuaron atravesando los nueve mundos hasta alcanzar el Paraíso en la Tierra, bordeando sus infiernos en ocasiones tambaleantes a la pata coja otras, con ambos pies asentados  con firmeza en el suelo, durante cuarenta y cinco años de vida en común. Desde que Carmen falta, cada mañana, Manuel, acude al parque. Frente a la rayuela, ahora es él quien lanza el tejo vigilando que no caiga en el pozo ni en ninguna línea, como tantas veces vio hacerlo a Carmen, mientras la esperaba escondido en cuclillas tras su árbol. Impaciente,