LA DAMA DE LOS ZUECOS.                                                                

 

Hubo una vez una dama del Sur de un reino no muy lejano, que cada verano partía desde su calurosa llanura en busca de la felicidad y la calma que encontraba en la playa junto al mar, tras las arduas labores del invierno. 

 

En aquella andadura durante años bajo el ardor del sol, unos zuecos de madera y cuero, ribeteados de filigrana de flores y embriagados como ella, de arena y sal, vistieron sus pasos.

 

Con el transcurrir del tiempo, el viaje que los había unido y llevado de una playa a otra tocaba a su fin. Había llegado el momento de dejarlos, ajados tras años de uso, en los dorados estíos que compartieron. 

 

Pero antes de decirles adiós, necesitaba hallar para recubrir sus pies otros zuecos semejantes en belleza -peliaguda misión- por lo que se dispuso a recorrer con esmero todos los mercados de la zona donde antaño encontró los que ahora se disponía a cambiar.

 

Mientras que la esperanza de continuar unidos se desvanecía, resignada ante la infructuosa búsqueda, compró por cansancio a un mercader unos que no colmaban su ánimo pues no dejaba de compararlos y sabía que siempre añoraría el contacto de su piel con los viejos, recordando toda la felicidad que había vivido junto a ellos. Dando así por finalizada la búsqueda, pensaba que a partir de ahora, con los nuevos, solo lograría arrastrar pesadamente sus huellas por la arena de la playa.

 

A pesar de tener ya recambio para ellos, algo en el corazón de la dama hacía que retrasara el instante y se resistiera a tomar la decisión de reemplazarlos definitivamente.

Pero necesitaba dar fin a tanta zozobra. El plazo de su andadura juntos expiraba y un atardecer, sin dejar de volverse para mirarlos apesadumbrada mientras se marchaba, los abandonó a su suerte, con manos temblorosas, colocándolos con suma delicadeza al borde del camino, esperando en el fondo de su corazón que algún caminante pasajero reparara y viera en ellos la misma belleza que advertía ella, llevándoselos a cualquier otro lugar y concediéndoles así la posibilidad de una nueva vida.

 

Lo que no sabía la abatida dama era que a partir de aquel preciso instante la magia se apoderaría de cuanto sucediera a su alrededor.

 

Como por encanto, embajadores de tierras cercanas comenzaron a contactar con ella haciéndole llegar mensajes cargados de esperanza y buenos augurios para los nuevos pasos que la llevarían a continuar contemplando estelas en el mar, revestida con sus nuevos zuecos.

 

De entre ellos, hubo un mensaje llegado de las más lejanas tierras que avivó su corazón. Era de otra dama perteneciente a su familia, quien desde la capital del reino, le rogó que hiciera lo posible por recuperar los zuecos abandonados. De encontrarlos, le pedía que se los hiciera llegar sin dudarlo, pues ella se encargaría de transformarlos con sus poderes mágicos y darles una nueva vida, otorgándoles un lugar especial en los jardines de su casa de descanso. Allí podría acudir la dama del Sur siempre que quisiera y así continuaría teniéndolos.

 

Ante el inesperado ofrecimiento, la esperanza brotó de nuevo en su ánimo pero debía actuar rápido si quería hacer posible aquel encantamiento. Tras el abandono se había ido lejos a pasear para distraer su mente y olvidar lo que había hecho. Tenía que volver a toda prisa al borde del camino junto al que había abandonado sus apreciados zuecos. Al llegar al lugar, el manto de la noche lo cubría todo e impedía ver si aún permanecían donde hacía unas horas los había dejado. Asustada por la oscuridad que le impedía ver y ante la posibilidad de que no estuvieran, con el corazón acelerado se agachó y tanteó hasta que sus manos al tacto al fin los reconocieron, por fortuna los había recobrado.

 

Agitada por los nervios y la emoción, corrió hacia la casa guiada por misteriosas luces de luciérnagas, al tiempo que los protegía con su cuerpo, no podía volver a perderlos. 

 

Ahora les esperaba un largo viaje, desde las tierras del Sur hasta la capital del reino donde impacientes, les aguardaban el corazón y las manos de la otra dama, quien desde que conoció los hechos tuvo el firme propósito de hacer magia con ellos. 

 

En el fondo de su corazón las dos sabían que lo lograría. Convertiría algo inservible como un apego insensato por unos moribundos zuecos, en algo irrepetible como el despertar del amor, adormecido por la distancia, entre las dos damas de la familia. 

Solo ellas sabían qué hadas maravillosas y amados espíritus guiaron sus manos para escribir esta historia y hacer posible tal encantamiento. 

 

María José Aguayo.

 

 


 

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