ALGO PEQUEÑO.

Rescatado por el técnico que hurgaba al tacto en la hendidura con la yema de los dedos, buscando la posible causa de la fuga de agua, me entrega un céntimo tornasolado por los baños de agua jabonosa, encontrado en un pliegue de la goma gris de la puerta de la lavadora.

 

La pequeña moneda por tamaño y valía, puede que fuese un estorbo en el bolsillo delantero del pantalón de un caballero que se liberó de ella echándola junto con otras monedas, en el pañuelo rojo que un pintor callejero había colocado en el acerado frente a la catedral, donde dibujaba sobre el suelo con tizas de colores, el retrato de una famosa virgen dolorosa.

El artista pudo usarla en el quiosco de la esquina para pagar una botella fresca de agua que aliviara el calor de su trabajo, bajo un sol de justicia, en el tórrido verano.

 

El dueño del quiosco, tal vez la entregó como vuelta a un chiquillo que de puntillas, agarrado al mostrador, le pidió sin saberlo el último polo de hielo que quedaba en el fondo de su arcón refrigerado. El crío la guardó en su bolsillo roto y la moneda silenciosa se le cayó en el felpudo verde del portal de su casa.

 

A la vuelta de misa, la vecina del primero, la abuela del niño, la recogió guardándola en su antiguo monedero con cierre de beso que metió en su bolso beige de ganchillo. Al día siguiente la usaría en el obrador del barrio para comprar un tierno mollete artesano recién hecho, de forma ovalada y color dorado, su pan preferido que cada mañana después de tostarlo, se tomaba en el desayuno mientras miraba el ajetreo mañanero de la calle por la soleada ventana de la cocina.

El panadero del obrador, envió al joven dependiente con una pesada bolsa de monedas al banco para cambiarla por billetes pequeños.

 

La atareada cajera entregó al cliente chino, dueño de un bazar, un montón de paquetes transparentes cilíndricos de dinero suelto, donde nuestro céntimo encontró de nuevo  su lugar, en el casillero adecuado de la caja registradora sobre el mostrador de cristal del comercio.

 

Cuando fui a comprar a su establecimiento coleteros, una bobina de hilo de hilvanar y un cuaderno para mis ejercicios de escritura, guardé el cambio en mi monedero y el céntimo lo metí en el bolsillo para monedas de mi vaquero, para echarlo en el bote de vidrio de los céntimos cuando llegara a casa.

 

Me puse cómoda cambiándome de ropa y llevé el pantalón al lavadero. Al levantar la tapa del bombo para ponerlo con lo sucio, decidí que había suficientes prendas para poner la lavadora, olvidando registrar los bolsillos antes de meterlo en el tambor.

Quizás en una de las numerosas vueltas del programa de lavado, el céntimo se salió del bolsillo alojándose en el pliegue de goma gris, hasta que finalmente acabó entre los dedos del técnico que acudió a reparar la avería del aparato.


María José Aguayo.

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