REBAJAS
Advertencia. Lo que vas a leer podría alterar la sensibilidad de las personas que llevan una conducta intachable… o al menos eso creen. Si decides seguir adelante, es bajo tu propia responsabilidad.
Después no digas que no te lo advertí (con cariño, eso sí).
¿Alguna vez has peleado con otra chica —como en las películas— por conseguir llevarte la misma prenda de ropa en las rebajas?
Hoy no puedo ir a nadar a la piscina antes de comer. La moto de mi marido —su vehículo habitual de desplazamiento— está en el taller para su revisión anual. Necesita que lo lleve y lo recoja del trabajo en coche. No quiero salir precipitada del club, a la carrera, con los pelos mojados y el cuerpo engrasado por la protección solar para ir a buscarlo. Volveré a nadar mañana.
Aprovecho que me he levantado temprano. Después de dejarlo en el hospital, regreso a casa para desayunar. A continuación, llevo al taller de costura un vestido que me compré en Marbella. Espera desde hace varios días echado del revés, sobre el respaldo del sillón de lectura del salón. Aguarda que encuentre la ocasión de acercarlo.
Aunque estaba pendiente de arreglo, lo usé. Volvió en el equipaje con sus finos tirantes anudados para acortarlos. Al ser talla única necesitaba ajustar a mi medida: la altura del escote, las sisas y el largo. He tenido suerte. El taller, a pesar de ser agosto, está abierto. Las modistas se van de vacaciones el próximo jueves día catorce.
Tiene corte lencero. Es bonito, cómodo y fresco. Blanco de raso. Estampado con grandes flores en diferentes tonos marrones, caldera, azul y tallos con hojas verdes. Cuando lo compré decidí que era perfecto para estrenarlo el día de mi aniversario. Después, ante la duda de si lo celebraríamos o no, me lo puse el día de antes —por si acaso—, para la comida familiar con la que celebramos el cumpleaños de mi hijo. Lo usé con cinturón estilo bohemio de macramé, caído sobre las caderas del mismo color que los stilettos de talón descubierto y el bolso de piel rectangular, con asa larga, color camel. Adorné el cuello con una gargantilla étnica. Una gran pluma de plata engarzada en cordón de cuero marrón, rematado con pequeñas plumas adicionales. Reafirmaba el toque deseado de imagen bohemia, con aire llamativo, pero elegante. Iba libre y despreocupada, como a mí me gusta. Aunque, glamurosa para unas o pija para otras —según quién y el cariño o el desprecio con que me miren— piensen lo contrario.
Al día siguiente, finalmente, hubo celebración de aniversario y, no tuve problemas con repetir. Iría a otros lugares, el vestido me gusta mucho y cuando lo compré lo quería para la ocasión. Le di otro aire. Me lo puse suelto y sin gargantilla. Con unos pendientes colgantes plateados de la conocida marca austríaca de cristales de alta calidad, para realzar e iluminar el rostro y la imagen al completo.
Salgo contenta del taller de arreglos de costura. Lo tendré listo en unos días, a punto para volver a usarlo sin los nuditos que lo desmerecen. Para mí, se ha convertido en una prenda fetiche de este verano.
Aún es temprano. Decido darme una vuelta por las rebajas de unos de los centros comerciales que frecuento, cercano a casa. Por las escaleras mecánicas, subo hasta la primera planta, la de deporte y moda. Me dirijo al espacio destinado al área de una marca de fabricación provincial —de auge galopante— de ropa y complementos para hombre. Voy a tiro hecho, en busca por tercera vez, en esta ocasión sola, de una mochila, una fragancia masculina, con «notas florales y amaderadas, que deja en el aire aroma de frescura y limpieza»—. Según el fabricante, evocan la sensación de pureza y serenidad —todo este despliegue de diccionario por un módico precio— y, unos zapatos deportivos. En dos ocasiones anteriores, mi marido encaprichado por estos productos, no se decidió a comprarlos. De paso le cogí también unas bermudas celestes para sustituir a las que recientemente ha tirado estropeadas por el uso.
Cargada con una gran bolsa de papel roja y blanca donde guardo también mi bolso, me encamino a inspeccionar los múltiples percheros del resto de la planta, destinados a moda para mujer. Apenas me detengo frente a ellos. Los recorro con la mirada, a la espera de encontrar —al bulto— alguna prenda que me cautive. Me pruebo cuatro y me quedo con tres. Una de ellas tenía una costura defectuosa. La dejé después de hacer una cola considerable que avanzaba a cuentagotas, por preguntar si tenían más en el almacén.
Por primera vez, a mi edad, adquiero una prenda vaquera de la marca cuyo nombre usó como alias, Marty Mcfly, en, Regreso al futuro, enamorando —sin pretenderlo—a su joven madre del futuro en el pasado.
Para terminar, bajo una planta para hacer un recorrido por los zapatos del hipermercado. Busco calzado para combinar con el color de las orquídeas —lila rosado—, de una blusa que me llevo y algunas otras prendas de la misma gama, que ya tengo en mi armario. Voy algo cansada, no pensaba entretenerme tanto tiempo. Entonces, la veo por primera vez. Estaba sola. El paso de los años ha arrugado su cara. Posee la expresión apacible de quien ya no tiene prisa. Parece bondadosa. El cabello corto y blanco. Está sentada en el incómodo banco destinado a la prueba de zapatos. Al tiempo, descubrí tras su curvada espalda, la caja expendedora de calzas desechables que no encontré cuando me estaba probando. Ella tampoco las usa. No creo que sepa que existen. Bastante tiene con tener que desatar y sacarse sus deportivas y colocarse las de prueba en una postura y asiento tan incómodo para su edad, unos ochenta y tantos largos.
Oigo parte de su conversación con la dependienta, «número treinta y seis». Estas cuatro palabras disparan mis alarmas. Enfoco mi mirada y «¡No me lo puedo creer! Se está probando un par de zapatos deportivos de serraje de color lila rosado, el que yo ando buscando» «¿Dónde los ha encontrado?»
En una suerte de encantamiento noto como mi cabal persona se envilece. Con una sonrisa taimada retrocedo y me acerco hasta ella para preguntarle con voz ladina, señalando con la mirada:
—¿Son del treinta y seis? Tenemos el mismo número. ¿A usted le sirven?
—Estoy en ello —me responde entornando los ojos enmarcados por arrugas y bolsas. Como que no da crédito. Subraya lo obvio sin acritud, pero percibo cierto recelo y juicio implícito: « señora entrometida…». —Ahí hay otro par.
—Gracias, voy a buscarlos.
La comprendo y me siento pillada en mi actitud fisgona. Compruebo que, efectivamente, hay otros dos pares iguales expuestos. Vuelvo para encontrarme con ella.
—¿Los ha visto?
—Hay dos pares, pero ambos son del número treinta y siete.
—No, hay otro del treinta y seis —insiste. Creo que hasta alturas me huele las intenciones y lo que pretende es perderme de vista. La comprendo, pero no cedo en mi empeño.
Valoro seriamente la situación. Me tiene abducida por completo. Enajenada. Quiero unos zapatos como esos. Tomo la determinación de esperar, haciéndome la distraída. Asumo la misión de vigilarla sin ser detectada. Cual detective de serie que se precie, con fingida atención, hago como que busco otros zapatos sin quitarle el ojo de encima a la amable abuelita que pasa a convertirse para mí, fuera de toda lógica, en mi rival encarnecida. «Seguro que los deja. Son muy incómodos de poner para ella».
Me entran unas ganas locas de ayudarle para aligerar —actúa a la velocidad de quien tiene todo el tiempo del mundo entre sus manos—, a quitarse sus zapatos y probarse los que yo quiero. Necesito tocarlos. Estar cerca de ellos. La mente de la villana macarra que se ha apoderado de mí, en quien me he convertido, está dispuesta a poner en lucha mis, sesenta y dos años, con sus ochenta y muchos, por unos zapatos que ahora valen unos miserables diecisiete con cincuenta euros.
Se me hace preciso continuar con mis pesquisas. Solo así sabré si existe la posibilidad de que los deje. Aunque ya he recorrido más veces de lo normal las pocas calles del área de calzado. No quiero levantar sospechas a la vista de otros compradores. Me alejo un poco para continuar mi vigilancia de la amable anciana desde otro ángulo.
Salgo de mi escondite. Avanzo resueltamente como si pretendiera alejarme y, cruzo hasta la exposición de los bronceadores y protectores solares que ocupa el medio del pasillo frente a los zapatos. El lugar es perfecto. Me oculto detrás de numerosos botes de espráis, lociones, cremas, geles, leches, barras, sticks y polvos. Distraída con mis labores de espía, golpeo un bote con la punta de la gran bolsa roja y blanca, cargada con la mochila, la colonia embriagadora, la caja de zapatos de caballero, las bermudas, un vaquero, una falda vaquera midi con vuelo, una blusa de tirantes con botones grandes de adorno en el centro, mi propio bolso y cuatro melocotones, —no tengo fruta para el almuerzo—. El cansancio empieza a entorpecer mi habilidad detectivesca. Por el efecto dominó, al instante, cae a mis pies toda una fila de botes, desplomada como un castillo de naipes.
—¡Shhhhh! ¡Shhhhh! ¡Shhhhh! —Es inútil. Si quisiera encontrar una dependienta que me atendiera, no aparecería una en años, pero tiro unos botecitos de nada y salen como un resorte de debajo de las piedras:
—Ya lo recojo yo, señora, no se preocupe —me dice una chica rubia, de uñas impecables, mirándome de reojo con gesto acusatorio, ella y el resto de los compradores nada empáticos de alrededor.
Aunque ya me ronda la idea de abandonar la misión, de rendirme y marcharme a casa, no me sucede igual con el pensamiento en bucle: «Y si los deja». Y el contrario, «¿Y si no los deja? Si me voy ahora, todo este tiempo y ridículo empeño habrá sido para nada.
Pero, soy pertinaz y voluntariosa. De nuevo, busco otro rincón para esconderme no vaya a tropezar otra vez con algo y vuelva a tirar más botes. Oculta en esta ocasión en la sección de perfumería, la veo buscar más zapatos. «¡Míarala!, ahí sigue, como si nada. Despacio, pero incombustible, buscando, «Pero ¿qué busca? ¿No se cansa?», y lo peor, con el par que yo quiero agarrado con fuerza entre su brazo y su cuerpo. Tengo la sensación de que llevamos ya, ella y yo, un año aquí. «¿Sabe que la acecho?» Seguro que sospecha de mí. No está tranquila. Por eso los aprieta tanto. Me caló del primer vistazo. ¡Chica lista!, digo para mis adentros reconociendo su astucia. Igual que dice el jefe de seguridad —cazador experimentado— de Parque jurásico, cuando se da cuenta que el raptor ha utilizado una estrategia inteligente —ganándole la partida— justo antes del fatal desenlace.
Por enésima vez me retiro a buscar un lugar de vigilancia más seguro. Para continuar haciendo tiempo «¡Decídete ya, vamos» y entonces procedo a hacer lo que podría haber hecho desde un principio. Cojo un par del número treinta y siete y busco a una señorita, de las inexistentes cuando las necesitas, hasta que la encuentro para que averigüe si quedan existencias. Me confirma que lo que hay está fuera. Voy a devolverlos a la góndola con la gran bolsa roja y blanca de papel casi arrastrando. Para mi sorpresa compruebo que la venerable anciana está acompañada de un anciano caballero que le acerca más zapatos, los que ella muy pausada les va indicando.
Desde un nuevo puesto de espera observo al señor, pacientemente sentado. Ella continúa dando vueltas ahora, por los expositores de niños —es lo que tiene nuestro número, el treinta y seis— haciendo acopio de modelos.
Para rizar el rizo de la tontería, por mi parte a estas alturas, decido alejarme un poco más, me da tiempo, antes de volver por última vez. En esta ocasión va para rato. Si tiene que probarse todo lo que ha cogido ella y su marido.
Me acerco a la zona de menaje de hogar confiando que a la vuelta, por fin, sabré si ha decido quedárselos. «¿Por qué no te vas?» «¿No ves que no valen el agotamiento y el ridículo de la misión que te has asignado?».
Ahora sí, decidida a marcharme paso a despedirme de los dos pares del número treinta y siete que siguen donde los dejé.
Nuestra anciana señora sentada en el incómodo banco del otro extremo, el que está junto a los modelos infantiles, se quita con dificultad sus deportivas de cordones. Todo un ritual que conozco bien. Sentado junto a ella, su marido mira en paz al infinito. No puedo creerlo. Ella se vuelve a levantar por otro par. «¡No puede ser que haya tantos zapatos del número treinta y seis!». Yo, en cambio, ya estoy un poquito de los nervios. «¿No tendrá hambre?» Son más de las dos. Hago una vez más como que me voy, pero mi cabeza no sigue a mis pies «¿Y si los deja?» Es posible. No puede llevárselos todos. Tiene una montaña de zapatos en el banco de prueba. Cuando decida marcharse, a la dependienta le quedará un rato para ordenarlos.
Me siento en el banco del otro extremo se me ha salido mi zapato. Estoy cansada, no quiero perder el equilibrio.
Con mi zapato ajustado suspiro aliviada, al fin tomo la decisión de marcharme. ¡Un momento! Ya no están en el otro banco. Me levanto agitada y de golpe me cruzo de frente con ellos. La señora me reconoce y me pregunta como si no hubiera pasado el tiempo:
—Están allí. Hay otros. ¿Los has encontrado?
—Muchas gracias, ya miré y los pares que hay son del treinta y siete. —Mira por encima su botín, sin saber lo que se lleva.
Cargados los veo adentrarse lentamente hacia el super. Ella me recuerda a la tortuga Clementina del cuento. Arracimados, de sus brazos, van colgando más zapatos de los que podrá usar este verano.
Mis pies, en modo automático, me dirigen, por última vez hacia la estantería que ha ocasionado todo este embrollo. Delante de mí, no hay dos pares de zapatos de serraje lila rosado, ahora hay tres, uno de ellos, del número treinta y seis. No creo que ella sepa si se los ha llevado o los ha dejado. Tal vez una dependienta los ha vuelto a colocar en su lugar.
Por fin, he conseguido lo que quería, pero estoy tan cansada, que no tengo aliento para alegrarme como creía que lo haría si los conseguía. Me dirijo al familiar banco incómodo para probármelos. Esta vez si uso las calzas desechables. Me doy cuenta que, tal vez, voy tan lenta como ella. Me están bien. Los añado a la bolsa de papel roja y blanca, por la que van asomando. Me parece mentira, por fin encamino mis pasos a la salida.
En la caja, mientras pago «¡no puedo creerlo!». En la línea de caja paralela, está abonando su cuenta una anciana pareja. Él lleva una bolsa de las grandes con zapatos asomando. Reconozco la blusa blanca de batista de ella, bordada de flores azules en la muceta de la espalda, a la altura donde se le curva la columna. «¿Cómo han llegado ya hasta aquí? ¿No te da vergüenza? Creo que tiene más años de los que le has echado. Tal vez tenga noventa y pocos. No necesita ser veloz de movimiento, lo compensa con creces con la velocidad de la sabiduría que le dan los años. Me ha ganado. Cuando sea más mayor quiero ser como ella. Las puertas que chirrían son las que más duran».
Lo siento, ¿qué habías imaginado? Nunca me he peleado con otra chica por la misma prenda en las rebajas. Espero no haberte decepcionado. Lo que te he contado ha sido lo más cerca que he estado de hacerlo. Una chica de sesenta y dos frente a una de noventa y pocos años.
María José Aguayo
Comentarios
Publicar un comentario