DIEZ DÍAS Y NUEVE NOCHES. 

 

Superado el puente de agosto, en cuanto atiendo asuntos caseros tras mis vacaciones familiares de julio en Marbella, acepto encantada la invitación de Diego que me pregunta cuándo voy y me recuerda por WhatsApp que Pili y él me están esperando en su casa de Los Caños. Necesito socializar y escapar del agostado letargo veraniego en la urbanización que impregna todo de una quietud espesa, de una agotadora siesta de difícil despertar, empapada de sudor por el ardiente fuego sevillano. 

 

    Deseando el reencuentro con mi amiga a la que echo mucho de menos, dispongo el equipaje para mostrarme lo más mimetizada posible con el rincón más hippie de la costa gaditana.

 

    Ya conozco la bonita casa de madera con su tejado a dos aguas y su acogedor porche. Hacia poniente campo, hacia levante monte, mar de pinos, todo un parque natural, el de la Breña y las marismas de Barbate, con su Torre del Tajo en el punto más alto del acantilado, vigilante durante siglos de posibles invasiones y avistamiento de piratas, testigo posterior de la cruenta batalla naval y, un mirador que una tarde fuimos a buscar, pero no adelantemos acontecimientos.  

Su jardín rayando con el campo, visitado a diario, por las vacas retintas que siempre estuvieron en los campos gaditanos y en algunas de sus maravillosas playas y, por magníficas puestas de un sol majestuoso y rojizo que duerme arropado tras las copas de los verdes pinos. En la parte trasera, una agradable ducha al aire libre me espera cada día junto al tendedero tradicional con los cordeles en alto donde la ropa igual es mecida por la suave brisa que ensortijada por los fuertes vientos.

 

    Adaptarme al entorno es innecesario. Convivir con mis generosos amigos, un regalo. Incluida Pola, la mascota de la familia, único ser canino con quien me atrevo a compartir techo. Su tamaño y los achaques de su avanzada edad, la mantienen en un modo peluche adorable todo el tiempo, muy tranquilizador para mí, con miedo exacerbado hacia los perros. Me busca, la busco, me quiere, la quiero, lo sabe, lo sé. Por la noche, vamos de paseo a un ritmo pizpireto.

 


El fin de semana transcurre tranquilo tras el cariñoso reencuentro. Disfrutamos de Cala Varadero, familiarmente “Marisucia” por recoger todo lo que arrastra el levante en su recodo. Playa arenosa de aguas limpias y quietas, que se vuelve rocosa como paisaje lunar en el tramo del imponente faro del cabo de Trafalgar. 

Hasta que el inevitable levante llega, dejando a su paso en los habitantes de la casa preocupación y tristeza por circunstancia y recuerdos acontecidos. Él prefiere quedarse lidiando con su memoria, nosotras lo combatimos adentrándonos en el monte algo justas de tiempo, el atardecer está próximo.

Con el coche, vamos hasta el área recreativa del parque natural de La Breña, aparcamos en el restaurante, los Majales del Sol, donde esperamos tomar una cerveza relajadas a la vuelta del que imagino agradable recorrido. El sitio está cerrado. Primera señal que anticipa resultado sospechoso, sin saber entonces la que se nos venía encima.

 

    Comenzamos a ascender por el camino duro de tierra. Una vez que pasamos la valla de entrada, como si hubiésemos traspasado una línea roja maldita. Trago saliva y hago saber a mi amiga mi preocupación porque se nos haga de noche, no solo a la vuelta, a mi parecer ya en la ida vamos contrarreloj. Desconozco a qué distancia está el mirador que quiere enseñarme. Ella está muy segura de sus indicaciones: 

    —Está ahí mismo, no te preocupes. –Para mí, indicaciones alarmantemente imprecisas, ya nos conocemos. Aún así, la sigo–.

 

    La poca altura del sol, la velada intensidad de su luz, presagian que el inevitable crepúsculo como cada día está cercano, solo que esta vez, me temo, se cernirá sobre nosotras adentradas en el monte, con el inquietante crujir de nuestras pisadas sobre las abundantes tamujas que alfombran el sendero. 

 

    Caminamos acompañadas por el creciente rugido del levante, dueño y señor del parque que a través de los años ha ido conformando, y que ahora, guía nuestros pies, no sé muy bien hacia dónde, cada vez más enfurecido, agitando con fuerza todo lo que encuentra a su paso, las ramas de los pinos y eucaliptos, del lentisco y romero, de la retama y sabina, nuestra ropa, nuestro pelo y el miedo en mi mente. 

 

    Como alumnas noveles en la escuela de vuelo libre, pero solitarias, con el instructor en huelga, recuerdo, apretando los dientes, cuando mi padre siendo niña me decía en los días de fuerte viento que tendría que echarme piedras en los bolsillos para que no saliera volando, tan canija era y aunque menos, lo sigo siendo.

 

    Con su sonrisa burlona en la cara por mi creciente miedo, mi amiga camina junto a mi animada como en tantas otras caminatas, riéndose de mis constantes volteos de cabeza, con los que trato de calcular la distancia recorrida y lo que tenemos aún por delante, rogando al cielo porque la última luz del día nos acompañe hasta el final de este paseo.

 

    De pronto, con su alarde de seguridad característico, reconoce el desvío que tenemos que tomar para llegar al mirador, a estas alturas yo ya como que no necesito verlo.

    Ahora ya no se trata de un camino. Con su seguridad infinita, nos adentra en un mar de dunas que como surferas combatimos subiendo, bajando, subiendo, bajando. 

Ante la amenazante oscuridad, el monte cuajado de pinos me parece ahora el “Monte Pelado” de Disney, hasta puedo oír su siniestra música y el susurro de las voces de los seres de ultratumba mientras los espíritus de la oscuridad van haciendo su aparición ensombreciendo a gran velocidad el suelo que pisamos. Sumando a mi miedo, la sensación que desde que nos hemos desviado, somos observadas por los habitantes vivos del monte, ocultos hasta el momento, preparándose para salir de sus madrigueras y escondrijos a nuestro encuentro. 

 

    Mirlos, cuervos, búhos y otros tantos pájaros de mal agüero enfurecidos, que se preparan para atacarnos como en el largometraje de Hitchcock. Mamíferos menores del monte que en mi asustadiza mente aumentan su tamaño y ferocidad convertidos en temibles manadas de conejos, liebres y restantes roedores del reino. Zorros, en mi imaginación, transformados en feroces lobos del bosque de un cuento rescatado a la fuerza. Camaleones, lagartos, lagartijas, como sombras escapadas del Parque Jurásico de Spielberg, culebras gigantes como los gusanos de arena de Dune; presumiéndoles a todos ellos, un interés desmedido en mi tembloroso saco de huesos. 

 

    En este punto ya no adivino, si no que sé que a pesar de su tajante seguridad y sus repetidos: "ya no falta nada, ahí delante está",  –estamos perdidas–.

    El cuello ya no me da más para mirar hacia atrás al tiempo que pienso en el camino de dunas que tendremos que desandar intentando alcanzar el último rayo de sol a tiempo. Agudizo la vista a sabiendas que por allí no hay ningún mirador, ni se le espera. 

    A lo lejos intuyo lo que parece una valla que nos cierra el paso y conforme continuamos avanzando en contra de lo que mi instinto me pide, la aparición de la carretera por medio, confirma mi obvia sospecha. 

    No, no veríamos los acantilados de arena fosilizada, ni la espuma de las olas chocando con las rocas elevada por el viento salpicando la pared, aunque eso ya hace rato que no importa.

 


No había tiempo que perder. No miraría atrás. Teníamos que salir de aquellas dunas hasta alcanzar el largo trecho de camino recto que nos devolvería a la zona recreativa y por fin al coche para volver a casa y, para eso quedaba. Lo que no quedaba era a penas sol y fuerza en las piernas que se hundían una y otra vez, a cada paso, en la arena antes, blanca, atravesada por las largas y robustas raíces de los pinos, más difíciles de ver en la oscuridad, lo que podría provocar cualquier caída o torpe tropiezo.

 

    Durante la vuelta no hablamos, salvo Pilar para decir: 

    — ¡Espera!  

    Mientras delante yo intento salir, a toda prisa, de aquellas ondas que se deshacen bajo nuestros pies, que no se acaban.

    El rugido del levante acrecienta un miedo que desde hace rato ya no disimulo.

    Dos, tres veces, creíamos haber alcanzado el ansiado cruce del camino que nos devolvería al suelo firme donde solo tendríamos que correr sin que desaparecieran bajo la arena nuestros pies a cada paso, para ponernos a salvo. En algún momento dudamos si torcer por algún camino alternativo que en la semioscuridad se parecía al nuestro.

    Mi cabeza no puede dejar de imaginar un posible rescate en el monte de dos mujeres mayores, socias fundadoras de desorientadas anónimas, con helicópteros sobrevolando el pinar del parque, abriéndose paso con un potente haz de luz en la noche cerrada, con final incierto.

    Felizmente alcanzamos el camino aligerando el paso aún más si cabe, a pesar de los: 

    —¡Más despacio por favor, que me va a dar algo al corazón! suplicantes de Pilar. 

    En estos momentos no tengo tiempo de revolver en mi mochila buscando un poco de piedad. Sobrevivir, volver a cruzar la línea roja, esta vez hacia el lado bueno y, arrancar el coche es todo lo que quiero. 

    Y al fin lo hacemos. Como recompensa en una curva, desde lo alto de la carretera de Barbate, sentadas cómodamente, ante nosotras se despliega, ahora si, un mirador apacible y hermoso mostrándonos una magnífica vista nocturna del monte, la playa y el monumento natural del Tómbolo de Trafalgar. En él, el faro vigilante encendido, alumbra nuestro camino de vuelta a casa. "¡Tan fácil era!"



En alguna de nuestras charlas de estos días, recordamos como de pequeñas coincidíamos en decir a nuestra madre cuando salía a hacer recados y nosotras nos quedábamos en casa, en mi caso cuando estaba enferma: 

    —¡Mamá, tráeme algo! –No hubiera estado demás que su madre le hubiera traído una brújula y la capacidad de entenderla para haber ido más seguras a nuestro paseo por el monte–. De todas formas para encontrar mi corazón no la necesitaría. Una vez pasado el miedo, le hago saber cuánto la quiero.

 

Como Vianne Rocher y su hija Anouk en "Chocolat", Juan Carlos, que también se suma para pasar el fin de semana en Los Caños, y yo, partimos con el viento, en nuestro caso de poniente que nos trae de regreso a casa. Durante diez días y nueve noches algunas cosas nos trajimos y nos intercambiamos, además de compartir sabrosos momentos culinarios (menuda fideuá con su sabroso alioli nos hizo Diego), charlas de cine y lectura, versiones de canciones que me abrazaron, tango emocionante, preocupación y acompañamiento, nos fuimos juntas de concierto con el documental de Depeche Mode: "SPiRiTS In The Forest” (ese David Gahan...) compras, serie petarda, baile, puestas de sol, snorkel, Hitster, pan y vino como dijo Dios, y un entrañable etc.

 

Echando de menos el pespunte de pisadas de Pola, repiqueteando en el suelo de madera de la casa, reconstruyo mi estancia en las doradas tierras de los aires difíciles, resonando en mi mente con un nuevo significado: “Mil campanas suenan en mi corazón”, tatuado en mi recuerdo con la puesta de sol en la playa de Zahora, testigo de la alianza invencible de nuestra amistad, en esta ocasión durante diez días y nueve noches junto al cabo de Trafalgar. 


María José Aguayo.


Imagen: Atardecer en la Breña. Barbate, Cádiz por Francisco Jose Dominguez | Fotografía | Turismo de Observación 

 

 

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