LA MALA HIERBA.

 

Se la encontró durante su paseo del domingo por la calle principal de la recoleta ciudad. Con expresión desmedida de alegría, después de disimular que la había visto, se paró a saludarla, acercándose lo justo para aproximar su rostro haciendo como que le daba ambos besos a cada lado de la cara soltándolos perdidos en el aire, sin modificar un ápice la forma de sus labios, separándose dando un respingo, mientras se alisaba el vestido y se atusaba el pelo. 

La conocía desde pequeña. Compartieron uniforme, espacios de paseo, cines y algún baile. Como cada vez que se veían, la sometió al implacable reconocimiento integral, al igual que hacía con ella su dominante madre, en la puerta de casa siempre que salía. 

El recorrido de su mirada iba de orden ascendente a descendente, de la cabeza a los pies. Le delataban pequeñas expresiones de su rostro que iban desde la complacencia al desprecio, pasando por todos sus matices. No se molestaba en disimular, calificando según criterio propio tanto el aspecto físico como la indumentaria o complementos. Ningún detalle escapaba a su parcial examen, siguiendo con rigor su procedimiento.  

Había llegado a perfeccionar el proceso realizándolo cual experta en un pestañeo.

Según el condescendiente ánimo del día, a veces, las menos, hacía el esfuerzo de expresar, una mínima muestra de agrado o aprobación, mostrando en su expresión a cambio, cuando se rebajaba a hacerlo, los labios apretados, ligeramente torcidos hacia un lado con mirada lateral entrecerrada y una ceja subida, dejando constancia del esfuerzo que le suponía hacerlo.

Experta en deslucir brillos si no era ella quien los desprendía. Criada en un ambiente familiar con ciertas presunciones de grandeza.

Al despedirse notó la presencia de un anillo que en un descuido rozó el dorso de su mano, un pequeño solitario. Con brusquedad se volvió, los ojos disparados. ¡Cómo se le había pasado! Sin disimulo le cogió la mano, no pudiendo contener una expresión espontánea a la vez de gusto y desagrado por no ser ella quien lo luciera en su dedo anular. En décimas de segundo bajó su cabeza para ocultar sus ojos acuosos, su memoria se abatió con el peso del recuerdo de joyas familiares y otras pertenencias que por infortunio, como el humo se perdieron, ahogándola al tiempo, un nudo en su pecho que  la obligó a inclinarse levemente hacia adelante.

La sorprendió el sonido de su propia voz al traicionarla exclamando: - ¡Precioso! -. Acto seguido antes de que su apreciación se advirtiera como muestra de amabilidad o flaqueza, rápidamente altiva se dio la vuelta, agarrándose al brazo de su acompañante, con pañuelo blanco asomando por el bolsillo de su chaqueta, continuó su paseo erguida como una obstinada mala hierba.

 

María José Aguayo.

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