OLA DE CALOR.

 

Me despierta la pujante luz de un nuevo día entrando por los balcones abiertos de mi habitación tamizada por la mosquitera inmóvil, arañando mi cara. 

Se repite una vez más este triple calor, la primera sensación de la mañana junto a la alarma estridente del canto de las chicharras.

 

El calor se hace obvio en el movimiento circular del ventilador que continúa incesante tras toda la noche girando afanado en remover un aire inerte. Promete con su desplazamiento constante la quimera de un paisaje fresco que hoy tampoco trasciende.

Empiezo a moverme permaneciendo quieta, con desplazamiento pausado para no disipar temprano la humedad de mi presencia.

Mi piel va tomando conciencia del calor con el roce caliente de las sábanas como recién planchadas, con mis pisadas sobre un mármol radiante que templa el camisón caído a los pies de la cama.

En la terraza, aguarda la sombrilla a ser desplegada para estancar sobre su apagada lona la cegante luminaria que nos someterá desde el albor del día hasta que los últimos rayos de sol vistan de púrpura las nubes, atravesando el denso manto de calor que se extiende por el cielo ante la vigilante mirada de la luna blanca.

 

En la planta baja el resto de objetos mudos de la casa, aguardan expuestos el baño de calor amortiguado por la penumbra de las estancias. Sumándose al calor latente de la planta alta, aguardan sesteando, la ansiada e inútil apertura de puertas y ventanas.

 

El último calor del día, el más pesado de los tres, invade ardiente todos los espacios de mi morada.  Zumba en mis oídos, transpira en mis palabras, salpica mis pasos, arde en mis entrañas. No es posible desvestirse de su plomizo abrigo. Ni la llegada de la noche, trae el consuelo reconfortante que me saque del letargo del maleficio de este cuento que no acaba.

 

Y así, hasta otra mañana.


María José Aguayo.



 

 

 

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