ZAPATOS NUEVOS.

Con la niñez de mi generación continúo cobrando sentido la expresión: “Más feliz que un niño con zapatos nuevos.” También, sin duda, las niñas lo éramos. Desde que una marca de zapatos en Inglaterra, tras la segunda gran guerra, la usara como eslogan de su marca, sin imaginar que se extendería rápidamente convirtiéndose en una expresión perdurable y cotidiana por toda Europa. 

 

En mi pueblo, en la comercial calle en la que estaba la entidad bancaria donde trabajaba mi pluriempleado padre, había una zapatería infantil, Calzados Blancanieves. Después de la Alameda, la plazoleta de Los Descalzos, la plaza del Socorro, o la calle de mi abuela Esperanza, los sitios de mi recreo, esta tienda era una de mis lugares favoritos. 


Solía pasar por su puerta porque me gustaba. Si lo hacía acompañada de mi madre, deseaba que decidiera entrar aunque no me comprara nada, o que parase a mirar su escaparate, solo por ver una vez más desde fuera, si era desde dentro mejor, la reproducción exacta en un tamaño considerable, de los personajes de la película, que me esperaban en alto, encima del mostrador, delante de un montón de cajas de zapatos apiladas en columnas bien alineadas. Dispuestos con Blancanieves en el centro y los siete enanitos repartidos a cada uno de sus lados, para darme la bienvenida y observarme atentos mientras me probaba diferentes pares de zapatos, hasta parecer que se alegraban conmigo,  incluso Gruñón,  cuando al fin encontraba los que me gustaban. Imposible que faltara la malvada y tenebrosa bruja con su mirada terrorífica, enorme nariz con verruga y boca desdentada, bueno, con un solo diente blanco sobresaliendo por el labio de abajo, con la manzana envenenada en su mano, como recordatorio de lo que podía suceder a los niños desobedientes y malos. 

 

También decoraba la tienda de calzado como reclamo, la figura de un gorila grande de goma, inspirado en el protagonista de la película King Kong, imagen de una conocida marca de zapatos vulcanizados, robustos y duraderos, con una gruesa suela de goma diseñados para escolares de pies inquietos con familias que pudieran pagarlos, niños que tenían la suerte de poseer el preciado regalo que con su compra conseguían, una pelota de goma verde con un gorila en relieve, ansiada por quienes no podíamos comprarlos. En el colegio de pago al que con esfuerzo mensual mis padres me apuntaron, los uniformes de pata de gallo gris y blanco nos igualaban solo en apariencia, entre otras muchas cosas, la diferencia la marcaba también el calzado y la posesión de esta pelota que cabía en el hueco de la mano.

 

Entonces yo deambulaba sola por las calles más o menos desde los siete años. Con el uso de razón en la cartera y un reloj de agujas con esfera muy pequeña en la muñeca, iba sola al colegio, hasta que de paso, recogía a mi amiga en su casa, a jugar a la Alameda o a hacer recados. 


Con el frío serrano del invierno gris azulado cortando mis labios, calzaba zapatos de cordones o botas que ataba sola desde pequeña y limpiaba con crema o Kanfort, cepillando después para sacarles brillo. Durante el caluroso verano, con sus crepusculares cielos teñidos de asombrosos colores, calzaba sandalias y comencé a usar mis primeros zuecos. 

 

Recuerdo tener de bastante pequeña, unas sandalias doradas que me gustaban tanto que usé hasta que los pequeños dedos me rebosaban por la puntera de la suela, sombreándose con el roce del suelo, hasta que un día mi madre me llevaría a Calzados Blancanieves, para hacerme doblemente feliz, tan feliz como una niña con zapatos nuevos.


María José Aguayo.


Imagen: Vía Emitologías 

 

 

 

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