AL FINAL DE LA ESCAPADA, VENECIA.

 

Fue toda una escapada. Tan solo un fin de semana. Yo tenía que estar de vuelta el lunes sin falta. Aun así, con Juan Carlos, mi marido, me fui a Venecia.

 

Sentada en el sofá del salón, minutos antes de salir para el aeropuerto San Pablo de Sevilla, desde donde volaríamos a Venecia con escala en Barcelona, cogí el suplemento dominical de El País. Ahí estaba en su portada, El Cipriani.

Apurada por la hora, ojeé con avidez rápidamente, cada imagen del artículo que por el contrario, me invitaban a detener el tiempo y disfrutar con calma de ese reino de fantasía, mientras grababa el nombre del hotel en mi memoria. 

Sumergida en sus páginas, comencé mi viaje sin salir de casa, soñando que tal vez, algún día, me alojaría como huésped en una suite del impresionante Palazzo Vendramin. Sosteniendo con premura todo su hechizo veneciano entre mis manos, me dije que tenía que ir allí como fuera y ver el Palazzo en persona.

 

Erguido, glamuroso y señorial, en la isla de Giudecca, me esperaba. Remanso de seducción de La Serenissima Venecia a orillas del mar Adriático creado para disfrutar de los placeres de la vida, como canto de sirenas, me estaba llamando.

Cuando llegara, tras contemplar la hermosa Plaza de San Marcos, sería lo primero que buscaría mi mirada desde el embarcadero, solo a cinco minutos en lancha. 

 

Y seguí soñando. Caminaba despacio, por sus pisos de madera noble, dirigiéndome hacia un espacioso baño de mármol, bajo sus resplandecientes techos de oro. Mis pies, calzados con unas exquisitas zapatillas venecianas de terciopelo verde con bonitos bordados dorados y puntas afiladas. Al anochecer, desde la terraza de mi habitación, tras el abrigo de sus arcos apuntados, contemplaría plácidamente como el Palacio Ducal se hundía en la laguna en un sueño profundo.

Juan Carlos, siempre práctico, me despertó de mi ensueño:  Gordi vamos. Que no se nos haga tarde. Coge tus cosas, tenemos que salir ya.

 

El viaje fue improvisado. Este verano, nuestras vacaciones familiares, se esfumaron tras un fundido en negro. Yo tendría que trabajar durante el mes de julio, debido a mi nombramiento como presidenta circunstancial, de un tribunal de oposiciones al cuerpo docente de Andalucía. Era la convocatoria del año 2005. 

Conforme avanzaban las etapas de selección, los dos coincidimos en que si queríamos hacer algo juntos para aliviar el frustrado descanso estival, además de pasarlo como padre en remojo diario en la piscina del club con nuestra hija Julia y sus tres años, tenía que ser el último fin de semana de julio, cuando los trámites administrativos del proceso estuvieran casi finalizados. En agosto, no sería posible. Él volvería a trabajar. 

Yo debía estar de vuelta en mi puesto, el lunes a primera hora sin falta. Marcharnos de viaje, fuera de España significaba asumir el riesgo de no volver a tiempo, por cualquier imprevisto. 

Ninguno de los dos éramos amigos de arriesgar sin necesidad en general en ninguna ocasión, pero en esta, estuvimos de acuerdo, decidimos hacerlo, y pusimos rumbo a Venecia. Desconocíamos entonces que la vuelta puntual no sería problema. 

 

Llegamos al Prat con tiempo de comer algo antes de volver a embarcar. Escogimos una mesa en frente del panel informativo y la puerta de embarque para no despistarnos. No dejamos de mirar la pantalla, en un momento leímos “on boarding”, no había ninguna azafata de tierra en el mostrador ni fila de pasajeros esperando. No era la hora. Me daba tiempo incluso al terminar, de ir al baño y lavarme las manos, lo que nunca hacía en estas ocasiones.

A mi vuelta me encontré a Juan Carlos con la cara descompuesta. Sin más me dijo: 

 ¡Hemos perdido el vuelo!

La puerta de embarque de nuestro avión estaba cerrada.

¡No podía ser! ¡Aun no era la hora! 

El mostrador estaba igual de vacío que todas las veces que miramos. A toda prisa, buscamos un punto de atención, y lo encontramos. De nada sirvieron nuestras peticiones para que nos permitieran acceder al avión. ¡Seguía allí! ¡Aún no había volado! Las puertas estaban cerradas. Era el protocolo de despegue. Nada se podía hacer para evitarlo. 

Nos informaron que sabiendo que faltábamos, nos estuvieron llamando por megafonía. ¿Alguien entiende las locuciones de megafonía de los aeropuertos?

Entonces nosotros dos aterrizamos de golpe. Con el avión aún al lado, nos habíamos quedado en tierra. 

Las opciones, coger un vuelo en breve vía Madrid por un coste elevado, elección que rechazamos o volar sin coste a la mañana siguiente, temprano. Adjudicado.

Perder el vuelo no estaba en nuestros planes.

Con cara de, esto no puede estar pasando, mientras Juan Carlos se quedó gestionando el nuevo vuelo y el alojamiento en el Hotel Barcelona Aeropuerto próximo a la terminal, pues habría que madrugar demasiado, yo me dirigí hacia la cinta de equipajes para recoger nuestra maleta.

Fue una larga y amarga espera con lágrimas resbalando por mi cara. 

¡Y yo estaba preocupada por volver a tiempo de Venecia! 

No podía dejar de pensar en la noche y el día que acabábamos de perder. Nuestra corta escapada menguó de forma irreversible e inesperada.

Mientras con la mirada perdida veía dar vueltas a la cinta vacía, no era capaz de contener mi silencioso llanto. 

Pasó un rato muy largo. Cuando Juan Carlos terminó de tramitar las gestiones necesarias, no le permitieron el acceso para esperar conmigo. En la distancia, impotente, me encontró como una Magdalena aun sin equipaje.

En el hangar olvidada, tras bajarla del avión, quedó a la espera del otro lado, tan sola como yo. Finalmente, tumbada solitaria en la cinta vacía se reunió conmigo.

Tampoco estaba en nuestros planes pasar una noche gris de hotel y la pasamos.

Con la lección más que aprendida. A la mañana siguiente seríamos los primeros en embarcar. ¡Eso estaba garantizado!

 

Había que levantar el ánimo y las cabezas gachas. ¡Ojo, no tanto! como nos advirtieron en el traslado en vaporetto desde el aeropuerto internacional Marco Polo a la dársena de San Marcos, para no golpearse durante el recorrido con los puentes de ojos bajos, como estuvo a punto de pasarme, pues iba con mi cuello estirado sin querer perder de vista nada, hechizada como volví a quedar desde el comienzo, con el espectáculo que prometía esa entrada triunfal al Gran Canal con la brisa refrescando mi cara. Lo habíamos logrado. ¡Venecia, allí estábamos! 

 

Todo era emoción, mis ojos acuosos brillaban por estar despierta dentro de un sueño. Caminaba ya por el centro de La Serenissima, pisando el pavimento desgastado de su famosa Plaza, donde descansaban las sombras de la Basílica, la Torre del Reloj, el Palacio Ducal y el Campanario, que nos dieron la bienvenida. En frente, el embarcadero con sus características palinas pintadas de colores, clavadas en el agua, para amarre de góndolas, lanchas y barcas. Igual que las que en el pasado sirvieron para indicar que eran el punto de amarre a la puerta de acceso desde el agua al palacio de una familia noble. 

Y lo más importante para mí, cruzando el Gran Canal, El Cipriani, no me había olvidado.

 

Nuestro hotel se encontraba en una calle a la espalda de la Plaza. Nada más llegar, conectamos con el encanto y acento italiano del recepcionista, la verdad, más yo que Juan Carlos, a quien no tardé en preguntar si sería posible ir a cenar al Hotel Cipriani. Con un brillo de distinción en la mirada nos informó que por protocolo, los caballeros debían acudir al lugar con giacca, chaqueta en italiano. Mi siguiente pregunta no se hizo esperar:  Eso no será problema. ¿Nos podrías indicar alguna tienda cercana para comprar una giacca? A continuación le pedí que me nos reservará paseo en góndola, en lancha y todo lo que creí oportuno. Levantando una ceja, miró empático a Juan Carlos, yo me desentendí, le comentó: Sei un uomo molto accomodante… ( Es usted un hombre muy complaciente…) a lo que mi chico, políglota al instante, respondió:  No sabe usted cuánto...

Cuando nos fuimos para la habitación el encargado se quedó tramitando la reserva para la cena del día siguiente y los demás encargos. Nos comunicaría el resultado en cuanto supiera algo.

 

Acomodamos nuestro equipaje y sin tiempo que perder, dimos nuestro primer paseo turístico callejeando a pie por sus estrechas calzadas buscando entre escaparates de souvenirs y barrocas máscaras de carnaval venecianas, la giacca. Esto tampoco estaba en nuestros planes, pero la encontré. Una bonita americana celeste a buen precio, que resaltaba su piel morena de piscina y con la que estaba muy guapo. La esperada llamada con la confirmación de la reserva llegó. Podíamos entrar a la tienda a comprarla. Ya estaba un paso más cerca de mi cita en la isla de Giudecca.

 

Por el camino dimos con un recoleto y romántico restaurante italiano, Il Giardinetto, adornaba su fachada de ladrillos y el borde del cercano canal con macetas de acampanadas surfinias azules, amarillas, púrpuras y blancas, que asomaban alegres entre sus verdes hojas. Nos atrapó con su encanto invitándonos a sentarnos en su terraza para refrescarnos tomando una rica cerveza y comer algo. Mientras un par de músicos callejeros tocaban al acordeón y la guitarra, un tema clásico romántico italiano. Si extendía mi mano podía tocar el agua que discurría mansa por el canal.

 

En el escaso tiempo que tuvimos, recalamos en todas las paradas obligadas del turista por Venecia, incluido el paseo en góndola con beso bajo el Puente de los Suspiros. Todo ello capturado con el objetivo de la cámara digital Kodak EasyShare DX6490 con el alarde de 4.0 MEGA PIXELS. Oigan, un respeto, por aquellos entonces esta cantidad de mega píxeles tenía su mérito.

 

Hasta que por fin llegó el momento de acudir a la cita soñada en el salón de mi casa mientras ojeaba el artículo del dominical dedicado al bello palacio Vendramin convertido en el legendario hotel Cipriani, en la orilla sureste de la isla de Giudecca, que acogió y acoge a artistas, actores, escritores, miembros de la realeza europea y jefes de gobierno. Donde Chaplin dejó de recuerdo un bastón, un bombín y sus zapatones. 

 

Nosotros también acudimos para una cena, acicalados para la ocasión con nuestras mejores galas. Destacando en la escena, la giacca inesperada.

 

Atravesamos la Plaza de San Marcos, yo con dificultad a cada paso por los finos tacones de mis sandalias de pedrería plateadas de Pedro Miralles, agarrada del brazo de Juan Carlos, quien sabía muy bien cómo proceder. Se dirigió con seguridad hacía un punto de la dársena donde descolgó con aplomo un teléfono y pidió ¡al Hotel Cipriani!, que enviaran para buscarnos la lancha que nos cruzaría hasta su restaurante. Tantas películas de James Bond parecían dar su fruto, con aquel pase privado digno de festival cinematográfico que me ofreció en directo, bajo la luna veneciana. En el interior de la embarcación, lo miré para asegurarme bien que era él. Risas nerviosas y más fotos para el recuerdo. 

 

Teníamos reserva para dos en la terraza con vistas a la laguna, al fondo la Plaza de San Marcos que pudimos disfrutar desde el lado opuesto.  

Saboreamos una excelente pasta. Llegado el momento de decidir el postre surgieron como siempre mis dudas. El camarero resolvió dispuesto que encargaría un postre especial para la signora para que pudiera probar todo lo que le gustó de la carta. Creo que no se dejó nada atrás. 

La terraza estaba completa. Algunos comensales con horario europeo frente a nuestro horario español, finalizaban sus postres con el elegante maridaje de excelentes vinos para conjugar toda la intensidad de ambos, el caldo y el dulce.

En estas disquisiciones estábamos cuando comenzamos a escuchar el sonido molesto de un crujidito de plástico constante. Giramos la cabeza y descubrimos su procedencia. Quien parecía el patriarca de una mesa familiar cercana, se limpiaba entre los dientes con su VISA ORO o PLATINO. Un lujo difícil de apreciar en nuestro entorno cotidiano de sencillas tarjetas de UNICAJA. Tuvimos que esconder nuestras risas tapándonos con las servilletas.

 

Como castigo divino también tuvimos nuestro momento tarjeta. Pedimos la cuenta para pagar con ella y aquí aconteció nuestro penúltimo suceso fuera de planes. El maître de vuelta, muy cortés, se acercó a Juan Carlos para decirle al signore, que no había saldo. Tragamos saliva despacio. En mi cabeza la quinta sinfonía de Beethoven rugió de forma intensa. 

 

Tras un instante tenso, de nuevo James entró en acción, se llevó la mano a la cartera. Como un mago saco de la chistera el importe de la cena. La diosa fortuna quiso que por la mañana sacara el dinero justo del cajero. Jamás lleva metálico encima pero en esa ocasión decidió hacerlo y no dejarlo en el hotel. 

Ese día habíamos visitado Murano. Fuimos a una de sus fábricas de vidrio para ver en directo la demostración de la técnica artesanal del vidrio soplado. Piqué finalmente en el gancho de comprar en la tienda antes de marcharnos. Me traje una elegante  jarra de agua con polvo de oro en el asa que usaría como decoración, además de en las comidas y celebraciones especiales en casa. Su importe, sumado al resto de los gastos del día excedería el límite diario permitido por la visa. Ingenuos, sin saberlo, nos enteramos en mal momento, llevándonos el susto cuando la entregamos para pagar la cena.

 

Se hizo tarde y también se excedió el tiempo para volver a la Plaza de San Marcos con el servicio de lancha del hotel. Desde la recepción Juan Carlos pidió que llamaran a un taxi acuático para la vuelta. 

Así, cumplí mi sueño de estar en el Hotel Cipriani. No había tiempo (ni tarjeta) para más. No eran horas. Al día siguiente regresaríamos a Sevilla y, esta vez, no podíamos perder el vuelo de vuelta.

 

Dejarme olvidado el frasco grande estrenado en Venecia, de mi perfume Cinéma de Yves Saint Laurent, fue lo último que no estaba en los planes.  

Volver a tiempo de nuestra fugaz escapada, si entraba en nuestras intenciones, y lo logramos.  Así como conseguir que nuestro paso de un fin de semana por la bella Venecia, modificara el lienzo de un julio deslucido, transformándolo en otro distinto, de coloridos recuerdos, teñido de intensas emociones, para revivirlas juntos siempre que quisiéramos recordar, el uomo molto accomodante y la signora sognante, la breve visita a este rincón mitad serenísimo mitad sobresaltado de nuestro historia. 


María José Aguayo.


Fotografía: Venecia, Isla de Giudecca vista desde El Campanile. 

Autor: Juan Carlos Girón Arjona.

Comentarios

Entradas populares de este blog