CON LA TELA DE SU FALDA.

Me hubiera gustado que la conocieras. Te habría querido mucho y tú la habrías querido mucho a ella. 

 

Aquel día, bajábamos contentas de la mano, por el centro de la calle peatonal.

Era alta, morena. Caminaba con una gracia natural, bañada de sencilla elegancia. Su pelo recogido en un moño a lo Grace Kelly. Su mirada acogedora. De sonrisa amable. Todo en su cara invitaba a quedarte junto a ella.

 

Yo era una niña. Con mi cabeza levantada, mirándola orgullosa, iba diciéndoles a todos, con el brillo alegre de mis ojos y mis labios curvados por la dicha, que aquella mujer tan guapa era mi madre.   

Aquel día iba radiante con su falda plisada nueva, de popelín de algodón, por debajo de la rodilla; de color rosa fresa, con lunares galleta en tono marrón chocolate, anidando en el centro de cada uno, una pequeña margarita de pétalos blancos con el botón central amarillo y un fino tallo y hojas verdes.

 

Desde que compró la tela y la vi, quedé enamorada a rabiar. Sabía que estaría preciosa con cualquier cosa que se hiciese con ella.

Mi madre leyó mi cara. Con un resto de la tela le encargó a la costurera que me hiciera un vestido con pecherín blanco, mangas cortas de globo, rizado por la cintura, con vuelo, anudado atrás con un lazo ancho. 

 

Vestidas a juego, como un pequeño rayo que brilla junto a su sol, adornando la calle larga, ese día la recorrí, levitando de felicidad cogida de su mano. No había niña más feliz sobre la tierra. 

 

Desde entonces me atraen los lunares. Cuando voy a comprarme ropa y los veo estampados en alguna prenda vistiendo a una esbelta maniquí, parece que me llamaran. Entonces, me acerco y me paro. Acariciándolos con ternura sonrío y cierro los ojos pensando en ella.


María José Aguayo

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