RECOGIENDO EL VERANO. 

Se acerca hasta mi jardín el final de septiembre. Un toldo de nubes grises cubre la estampa. Se anticipa la humedad aún ausente en el suelo, el olor a jarilla del monte, a tierra mojada lejana. La brisa fresca estremece mi piel. Resplandece el verde esperanzado de las plantas que pronto probarán, el sabor dulce del agua que bajará del cielo. Los pájaros, volando de un lado a otro, se guarecen en las protectoras ramas del ciprés azul.

 

Comienza la ceremonia del cambio. Recojo el relajante rincón que bajo la pérgola de madera nos brindó el sueño de la frescura en las noches de verano. Su rinconera de muebles de resina trenzada, cubiertas por pareos de elefantes indios y los cojines morados de terciopelo con hojas marrones de palma. Descuelgo de las paredes los platos de algas marinas, las guirnaldas de luces, el medallón de metal con el sol, la luna y las estrellas que con su apariencia atrae para el rincón, armonía entre oscuridad y luz, entre cielo y tierra. Guardo a Lola, la lámpara de jardín. Retiro de la mesa la enorme concha blanca que sostiene entre sus dedos, nacarinas que la amistad recogió con cariño de la dorada arena de una playa de Huelva, los porta velas, el fósil y el farol de suelo de Chaouen, la mesa auxiliar cargada de macetas, el candelabro y la pequeña ánfora perforada. 

 

Recojo las huellas de una vida más fácil. Esperaré anhelante, que el Sol quieto se acerque de nuevo a la Tierra, que el largo día derrame su luz sin prisa por dar paso a la nívea luna. Entonces, ceremoniosa, desplegaré otra vez en mi jardín, la estampa cálida de este atrezo, para que el estío venidero pueda interpretarse con la seductora melodía de que de nuevo, es verano y vivir es más fácil.


María José Aguayo

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