El ENCUENTRO.  

                          

Comienzo una nueva etapa que implica grandes cambios. Sus consecuencias son inmediatas. En casa, tendré que aprender a conciliar a diario el ritmo piano de mi nueva vida con el ritmo presto con el que continúan las suyas, mi marido y mi hija. Me gustaría hablarlo con mi hermana. No podré hacerlo. Mi primer día en solitario, me pongo manos a la obra para empezar a afrontar esta etapa con una tarea engorrosa y larga, organizar el sótano de casa. Aunque es parte de la vivienda, a penas paro en él. Prefiero el contacto con la luz, la proximidad al jardín. Necesito claridad en mi vida, si proviene del sol, mejor. Con esta tarea intento llenar el vacío diario después de treinta y siete años activa, dedicada a la enseñanza, al tiempo que busco sumergida entre montañas de cosas, la respuesta a la insistente pregunta: –¿Y a qué te dedicarás ahora?

En las caras de quienes me lo preguntaron en los meses anteriores al retiro, cuando estaba centrada en ir cortando lazos en el trabajo, adiviné que muchos se quedaron esperando como respuesta, el listado de una agenda repleta de viajes, cursos de idioma, gimnasio, aventuras –¡qué sé yo!–, en cambio perdían el interés cuando les respondía:  –Mi prioridad es descansar y disfrutar de la alegría que me produce mi nuevo estado. Pienso retomar poco a poco la actividad que me apetezca sin prisa–. Tanto se repitió la pregunta que acabó haciendo mella en mí y admito que a ratos, yo también me pregunto inquieta: –¿Con qué ocuparé mi vida desde ahora?–. Una leve intuición tenía. Vagaba por mi mente hacía tiempo. Venía oyéndola desde lejos. Yo la desoía. Nunca hablé con nadie de ella.

Agitando mi cabeza para sacudirme la pregunta, devuelvo mi atención al sótano, donde los montones de papeles y pequeños trastos no dejan de aparecer y crecer. Mientras más cosas desecho más afloran. Unas para el plástico, otras para el papel, recuerdos de difícil decisión en cuanto a si volver a almacenar o en qué pila de los de tirar debo colocar. Macedonia de cachivaches variopintos de confusa clasificación, que abultan las bolsas para el punto limpio, donde últimamente comienza a ser frecuente mi presencia. 

Los papeles más viejos, antiguos recibos desacostumbrados al tacto y a la luz que tras años en la oscuridad hoy los ilumina, en parte se deshacen entre mis dedos. Algunas cosas burlonas, pasan ante mí en bucle de manera repetida. Otros objetos, después de un largo sueño dormitando en el rincón de un cajón, los guardo de nuevo en sucesivas esquinas del mismo mueble o en algún otro cercano, con las palmas de las manos cada vez más impregnadas por el polvo de otros tiempos. Trajino manualmente aferrada a mis apegos. No dudo en conservar los de Espe. De mi hermana tengo de todos los tamaños. Los suyos, los cojo con un baño de cariño y les doy un trato delicado. 

Con la vista recorro los espacios inmediatos, en busca de nuevos refugios donde cobijar aquello que no habrá de volver a ver la luz con seguridad en mucho tiempo. Rodeada de objetos me busco a mí misma, a la que fui hace años, a ver si mi recuerdo aparece, me reconoce y me pone al día sobre quién era, lo que deseaba. Por el camino mi imagen se ha velado y lo he olvidado. Tal vez pueda orientarme sobre hacia dónde dirigir mis pasos en este nuevo comienzo.

Junto a la caja rectangular de madera que guarda el radiocontrol montado hace años por el abuelo Juan para su nieto, alcanzo a ver un plástico blanco. –Tendrá el tarro de gasolina para el motor –pienso–. Está situado en un espacio superior en la antigua estantería de madera que tan diferentes usos nos prestó en las tres casas –contando esta– donde habíamos vivido desde que nos casamos hasta ahora. Calculo que si lo desplazo quedaría el hueco perfecto para colocar una reciclada caja con nuevos recuerdos que reclaman su sitio. Lo anoto en mi cabeza y continuo con mi tarea.

Cuando la jornada de orden ese día llega a su fin, me subo en un taburete para reubicar la bolsa con el frasco, retiro el plástico para asegurarme que está bien cerrado, para descubrir con gran agitación que me había equivocado. 

Lo que tenía entre las manos ciertamente era un tarro de cristal pero su contenido hizo que contuviera mi respiración y mi corazón se acelerara viajando por el túnel del tiempo hacia un doloroso pasado, obstinadamente presente, desde tu repentina ausencia, dejándome el alma helada, hacía ya veintitrés años.

Tardé unos segundos en ver que dentro del tarro, había lo que parecía un poco de tierra seca y también un cartel escrito a mano con una letra familiar en el que se leía en mayúsculas, ESPERANCI. Aquel era el nombre cariñoso con el que te llamábamos cuando éramos niños en casa de nuestros padres. De mayor lo cambiamos por Espe. La pequeña de cinco hijos, tres chicos y dos chicas.

Mi cuerpo se estremeció. Se me erizó la piel. Las fuerzas me abandonaron. Casi se me cae el tarro de las manos.

–¿Aquello de verdad estaba ocurriendo?  ¿Era la letra de mi madre? ¿Estaba sosteniendo entre mis temblorosas manos una pequeña porción de las cenizas de mi hermana? (si no fui capaz de sostenerlas en el coche el día que íbamos a esparcirlas para devolverte a la tierra en tu jardín preferido). ¿Cómo había llegado hasta allí aquel tarro? ¿Me lo dio mamá y lo olvidé? ¿Y si no llegó a ordenar y recolocar cosas tras mi jubilación, lo habría encontrado? de forma acelerada, –me asaltan todas estas preguntas agolpándose en mi cabeza–. 

Intento sin conseguirlo, recordar el momento en que yo lo hubiera dejado en aquel lugar y cómo pude olvidarme de ello, pero entiendo sencillamente que eso nunca había ocurrido. –¿Dónde colocaría ahora mi mayor y más grande apego?

Al mismo tiempo que hago la cuenta de cuánto te quiero, Espe, sujetando el tarro entre mis manos todavía conmocionada, comprendo que fueron otras manos, ausentes también, hacía ya doce años, las que te depositaron allí, no sé cuándo ni en qué momento. Unas manos maternales que me ocultaron tu compañía, aguardando paciente, que el paso del tiempo desvelara con este encuentro, el secreto de su más ferviente deseo, que permaneciéramos unidas en esta vida, engañando así, si era posible, a la ausencia impuesta por tu devastadora partida. 

Con lágrimas en la cara, en aquel momento sentí no haberle dicho nunca, para su consuelo: –Descansa tranquila madre, nosotras ya vivimos juntas para siempre desde que detuviera su reloj aquella aciaga primavera–. 

 

Nos habíamos visto por última vez hacía tres meses en la macro reunión de todos los familiares de la extensa rama paterna, en la ciudad donde nacimos muchos de nosotros y continuaban viviendo gran parte de los asistentes. De la que también muchos salimos para crear nuestras propias familias. Al encuentro pudimos asistir unos ciento ochenta parientes, como informó una noticia de la prensa local. Allí disfrutamos de tu compañía. Acudiste con Luis, tu pareja. No teníais hijos. No recuerdo donde dejasteis a Gastón, tu perro, tu simpática mascota.  Yo acudí a la cita con mi pequeño samurái de diez años; nuestro único hijo por entonces. Juan Carlos, el padre, no pudo asistir, le tocaba quedarse de guardia; tenía el busca de cirugía de tórax.  Sonreías como siempre. Cuando miro las fotografías de ese día puedo escuchar tu risa. No fue posible adivinar tu escondido sufrimiento. No pudimos vaticinar que nos estábamos viendo por última vez. Para nuestra desgracia, en tu caso, no hubo señales, no hubo pistas que nos avisaran. Tu también te fuiste a vivir a otra ciudad. Ni padres ni hermanos vivíamos a tu lado. No pudimos reaccionar. Tan solo tres meses después de aquella reunión, a solas con tu profunda sensibilidad, algo se rompería en ti sin remedio. Supongo, en ausencia de la más mínima certeza, no dejaste nota escrita, que lo que te arrastró a tu irreversible decisión fue una infinita tristeza. Con treinta y cuatro años, te quitaste la vida; fechando un antes y un después en las nuestras. Al día siguiente yo tendría que haberme mudado a esta casa del sótano donde ahora te encuentro. La mudanza se pospuso. Los miembros de la familia incrédulos a la par que consternados, fuimos llegando desde diferentes puntos a la ciudad donde residías para llevar de vuelta, tu cuerpo sin vida, a la ciudad donde nacimos, donde reposarías para siempre.    

 

Aún aturdida por la impresión de este encuentro, deslizo la yema de mi tembloroso índice por la pantalla del móvil y busco el grupo de hermanos, para contarles lo ocurrido. Estoy sola en casa. Mi familia tardará en llegar y necesito compartirlo con ellos.

El primero en responder fue Fernando, el pequeño de los tres hermanos varones, mayores que yo. Siento que, intuitivo, conecta con mi emoción. Sensible y comprensivo agradece que comparta mi vivencia. Recuerda y comparte su memoria de aquellos días terribles. Me asegura que ahora que se lo he contado, lo ha vivido conmigo y me manda todo su cariño. Al poco, la pantalla se ilumina de nuevo, escribe Manuel, el mayor de los cuatro. Sincero, reconoce los dolorosos recuerdos que manifiesta sanados. Confiesa que vive con el recuerdo de su cariño, su bondad y su gran sonrisa. La respuesta del segundo, Enrique, afable y práctico tampoco se hace esperar. Recuerda que en el intento desesperado de nuestra madre por conservar una parte mínima de su hija pequeña –otra vez no se la arrebatarían–, con tremendo disgusto se enteró que iban a hacer obras en el jardín donde descansaba, al que acudió a visitarte a diario mientras vivió –bien lo sabes–, hasta que una despiada enfermedad la reunió contigo pasados once amargos años. En una de sus últimas visitas, antes de que remodelaran el jardín, decidida, recogió en un frasco una simbólica porción de tierra de este, que se llevó a casa. Enrique no sabe lo que hizo después con él.  Reconoce no haber podido evitar emocionarse con el relato de mi vivencia y nos recuerda que siempre fue deseo de nuestros padres que permaneciéramos unidos. Se despide con un cariñoso, os quiero que sumar a los ya formulados. Ya estamos al tanto de lo ocurrido los cuatro. El círculo se ha cerrado.

Jamás habría esperado tanta complicidad manifiesta, tanta ternura derramada viniendo de estos tres hombres diferentes, mis hermanos. Tanto cariño contenido como estaba hasta ahora, se había desbordado. Mi persistencia, veía recompensados de manera inmensa sus intentos de cercanía manifiesta en el a veces renqueante chat de hermanos.  Para mi consuelo, me sentía agradecida y segura, protegida, querida por ellos de una forma desconocida.

Con la conversación conocimos el porqué de la existencia del tarro y su conmovedor contenido. Nunca sabré cómo llegó hasta el sótano de nuestra casa. De nuevo solo puedo suponer y aceptar. Los mensajes de mis hermanos me devuelven la calma que necesitaba. Ante mi tengo la única certeza de esta historia, comprobar que honramos el legado de nuestros padres, cumpliendo su deseo compartido, expreso en vida, de unión y paz entre sus hijos, de que nos profesáramos cariño y lo acrecentáramos, sin olvidarnos de incluir siempre a Espe, nuestra hermana pequeña.   Puedo sentir como los cuatro nos quedamos unidos unos segundos más, mirando a nuestras pantallas recién apagadas. Se necesita tiempo para volver de ese viaje al pasado. Ya solo quedamos los cuatro. Nuestro padre siguió a nuestra madre tres años después. Se le acabaron las fuerzas. Necesitaba liberarse del secuestro de la enfermedad que lo mantuvo sufriendo prisionero varios años tras tu trágica muerte. Esta llamada es la prueba del más valioso de los bienes que nos dejaron. 

Me resigné a aceptar que el tarro lo trajeran los cariñosos abuelos en alguna de sus frecuentes visitas en las que se quedaban en casa con nosotros para pasar unos días y disfrutar de sus nietos, hija y yerno, para acortar distancias y reavivar afectos desde que nos mudamos y cambiamos de ciudad hacía años.

 

Aunque el aire huele húmedo y anuncia lluvia, para acabar de serenarme salgo a respirar. Necesito pensar, ahora que sé que tengo parte de ti, dónde podrás descansar. Dejo la urbanización y camino por las calles que me dirigen al parque del olivar, un extenso campo pintado de verde por las copas de los árboles y de amarillo por el albero de sus serpenteantes senderos y caminos. Nada más entrar, el ambiente se vuelve limpio y fresco. Como un pulmón nos oxigena a los numerosos vecinos que lo frecuentamos. Un oasis acotado dentro del entorno urbano de la localidad, situada en lo alto de una cornisa desde donde mira a la gran ciudad de la que la separa el río. Falta le hace junto a los numerosos parques restantes, para aliviarla de la edificación masiva que ha ido engullendo las pocas y típicas calles, plazas y casas originales del pequeño pueblo que era.

Caminar me ayuda a recuperar mi bienestar emocional, hasta que por fin, los olivos del parque me susurran dónde te puedo dejar para que descanses y decido volver a casa para hacerles caso. 

Yo también tengo un olivo bonsái ornamental en mi jardín. Cuando llego, cojo con ternura el tarro y lo entierro bajo él, en su redondo parterre. Con piedras blancas dibujo sobre la tierra morena una espiral con la ilusión de que tu espíritu encuentre cada día la salida para renacer victorioso. Comienza a llover. Entro en casa para lavarme las manos y siento el impulso de coger papel y bolígrafo para escribir:

 

Hoy, tras nuestro encuentro, 

te devuelvo al abrigo de la tierra.

Una lluvia serena de primavera 

prepara tu lecho, 

con la esperanza de tejerte 

un verde manto, 

que abrigue tu eterno sueño.

 

Adivino como mi vieja intuición se despereza y se acrecienta. En este momento no tengo excusas y resurge el debate interno de si debo hacerle caso. Esa noche a pesar de estar cansada, no duermo bien. A las siete menos cuarto la pantalla del móvil ilumina la habitación en penumbra. Como cada mañana suena su canción para despertarlo. Junto a mi marido, en la cama, he intentado no moverme por si las oía –¡Suenan tan fuerte!–. Hace rato que las ideas no paran en mi mente. Ellas me habían despertado antes que la alarma. Nada donde apuntarlas. Las olvidaré al levantarme. Otra vez me arrepiento de no tener a mano en mi mesilla, útiles de escritura con los que atraparlas. No es la primera vez. Me desvelan y acuden sin llamarlas. Inquieta y sintiéndome tal vez una impostora, me pregunto ovillada en la cama: –¿Sentirán esto las escritoras?–. 

Después de ducharse Juan Carlos baja a la cocina. Oigo el borboteo del café saliendo de la Nespresso, cayendo en la taza. Su aroma caliente sube por la escalera y se cuela entre mis sábanas. De manera simultánea el caliente borboteo de ideas dentro de mi cabeza hierve sin poder pararlas.

Decido acallarlas. De puntillas, para no ser descubierta, voy a la habitación más cercana. Entro. Rebusco. Cualquier cosa vale con tal de atraparlas. Del escritorio de mi hija que se marcha muy temprano para coger sitio en el metro hasta Bellas Artes –estudia lo mismo que estudió su tía, Julia nació después, no se conocieron–, cojo sin pensarlo su cuaderno de trabajo y de su mesilla de noche, junto al libro que le regalé hace unos días por su cumpleaños, El don de la sensibilidad, saco de un estuche metálico cerrado, un grueso lápiz tallado en una rama –está grabado–, recuerdo de Ansó. Sin hacer ruido me los llevo hasta mi cama.

Giro el regulador del interruptor de la lámpara de mi mesilla de noche, modulando una tenue luz. De prisa vuelco sobre el papel lo que mi aturrullada mente me dicta. Es el borrador del relato de nuestro encuentro. Al terminar, apago. De nuevo silencio. Ya no oigo nada. Al fin descanso.

Siendo niña, en el colegio, disfrutaba escribiendo los ejercicios de listas de palabras de la pizarra. Estoy segura que aquella tierna alegría por jugar con ellas y mis actuales desvelos por juntarlas, son una misma cosa. Esa era mi intuición. Una vez descubierta, tal vez deba empezar a hacer algo para recuperar mis infantiles anhelos. Siento que no fue casualidad encontrarte aquel día en el sótano. Además de hallarte a ti, me ayudaste también a despejar la incógnita de en qué ocuparé mi vida desde ahora. 

 

No sé cómo he pensado que no podría hablar de esto contigo. –Te hablo a diario muchas veces, desde hace veintitrés años–. Siento que no fui yo quien te encontró, que tú saliste a buscarme, provocando nuestro encuentro. Querías darme un motivo para escribir, despertando mi deseo. Eras la primera en conocerlo. El resultado me dio ánimo para atreverme a aceptar este nuevo desafío.

No tengo claro que lo pueda hacer bien, pero al fin ha llegado la hora de atender a mi intuición, aunque te confieso que me causa miedo. Necesito la mirada amable de otros para ser yo de nuevo. Otra pista que orienta mi brújula hacia esta dirección la he oído en la radio, en boca de la escritora Rosa Montero; necesito encontrar una manada de raros que se parezcan a mi. No quiero convertirme en una merodeadora loba solitaria. Ya estoy acostumbrada a vivir con mi porción de oscuridad. Podré soportar añadir un poco más. 

Me esforzaré por mantener el rumbo hacia esta nueva meta. Oigo a mi corazón y sé que acierto. Escucho como se acelera cuando pienso en ella. Tampoco ahora tengo la certeza, pero intuyo que algo bueno obtendré en el intento de alcanzarla. Solo tengo que demostrarme a mí misma que puedo hacerlo, que valgo y que merezco lo bueno que me traiga.

Es la primera vez, en mucho tiempo que vuelvo a hacer algo para mí que me nace dentro. Desde este momento, he decidido que cuando me pregunten: –¿Y a qué te dedicarás ahora? –como dijo el profesor en la primera clase del curso de creación literaria en el que me he matriculado, saliendo del mullido abrigo de mi zona de confort, responderé: –A escribir para vivir, disfrutando la vida que me queda.  Esta decisión me hace sentir satisfecha. Escribo casi cada día. Mi lista de pequeños relatos cada vez es más larga. Empiezo a ver como la imagen borrosa de quien fui comienza a volverse nítida. Siento que al encontrarte en el sótano –ya han pasado ocho meses– mi querida hermana pequeña, yo también me estoy encontrando. Ya no necesitaré inventar tareas engorrosas y largas para llenar mi tiempo. En casa nuestros ritmos se van acompasando.

María José Aguayo         

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