“¡MARDITO ROEDORE…!”    

Nací en la Ciudad Soñada, en los años sesenta del siglo pasado, en una casa de la calle Rosario, unas puertas más arriba de la casa de mis abuelos maternos, abuelito José y abuelita Esperanza, ambos sevillanos.

Sus balcones y ventanas miraban a la profunda garganta, donde con su vuelo bajo y el estruendo de sus graznidos, los negros grajos con la precisión de un barómetro anunciaban el cambio del tiempo. 

Al poco, nos trasladamos al número 78 de la comercial y muy transitada Calle La Bola, frente al cine Tajo Cinema, a una casa cuya entrada nos atraía de manera irresistible a sus pequeños habitantes, de tal forma que íbamos y veníamos frecuentemente con sigilosos y apresurados pasos.

Junto al portal de la vivienda, se encontraba el pequeño local impregnado de olor a betún y cola, repleto de todo tipo de calzado, que nuestro padre le tenía alquilado a Juanito el zapatero, al que con frecuencia le costaba un buen rato, dar con el par de zapatos solicitados entre tantos arreglos pendientes . Hombrecillo pequeño, de rollizos mofletes rojos, usaba gruesas lentes que reducían sus ojos a vivarachas bolitas oscuras como cabezas negras de alfileres. Siempre dispuesto con su saludo cariñoso y una agradable sonrisa, en nuestras idas y venidas a la casa, mientras sujetaba con los dientes, los pequeños clavos con los que remendaba las desgastadas suelas y tacones, sumergido en un mar de zapatos.

 

Al adentrarnos en el zaguán de la casa –subiendo una empinada escalera con baranda de madera repintada para cubrir el desgaste de las numerosas huellas de manos y enseres que por ella deslizábamos, además de tirarnos a caballo–, entre dos viviendas deshabitadas del mismo inmueble propiedad de la familia, estaba la que nosotros ocupábamos. 

Tras la puerta de cuarterones con mirilla redonda y dorada, nos recibía la entrada, inundada por la luz que se colaba a través de un ventanuco alto con poyete y los balcones de la habitación contigua, orientados a la calle de la fachada.

En el centro, nos daba la bienvenida una mesa rectangular muy grande de madera, con la superficie y los cantos de formica verde clara, junto a macetas de pilistras repartidas por los rincones y pesadas cortinas, también verdes, que enmarcaban la puerta de paso a la habitación inmediata. 

La mesa, ocupaba el centro de la espaciosa estancia sobre un suelo algo abombado de losetas hidráulicas baratas –tan cotizadas a la vuelta de los años en cualquier reforma de vivienda que se preciara–. 

A su alrededor, quedaba espacio suficiente para permitir los habituales correteos de mis hermanos perseguidos por mi madre, después de la travesura o pelea de turno realizada, como si del gato Jinks persiguiendo y gritando a Pixie y Dixie con acento andaluz: “¡Mardito roedore!” –se tratara.

De frente, pegado a la pared, había un aparador con cajones en el centro y dos puertas a los lados, que hacía nuestras delicias por guardar bajo llave –todos aprendimos a burlarla–, diferentes exquisiteces para el paladar de nuestra infancia. 

En la puerta de la izquierda, entre variados utensilios, se encontraban las medicinas. Remedios para la fiebre y el dolor de cuerpo, contra el mareo para sobrellevar el martirio de las curvas de San Pedro antes de llegar a la playa, amargas gotas contra la congestión nasal y papelillos para la diarrea en adultos, estos dos últimos usados frecuentemente por nuestro padre, además de las pastillas para los nervios, o tal vez las dolencias del alma, que a diario nuestra madre tomaba.

En una casa con cinco chiquillos, tres niños y dos niñas, nunca faltaba el antidiarreico, al que me hice adicta por las dosis que me auto suministraba en incursiones secretas que me conducían de forma sigilosa y huidiza hacia la entrada. 

Para mí eran deliciosas estas arenosas y dulces pastillas blancas, por ser parecidas a las de leche de burra, escaseando por aquel entonces las chucherías en casa. Llegado el caso de terminar el bote, me quedaba el último regocijo, rebañar el polvo blanco que se le quedaba pegado, intentando borrar las huellas de las pastillas que permanecían dibujadas en su interior, introduciendo la lengua por la estrechura del tubo de plástico hasta donde me alcanzaba, produciéndose a veces, sonoros chasquidos al sacarla.

El mismo mueble guardaba otro dulce bocado saqueado a hurtadillas por los duendes infantiles de la casa, las tabletas del chocolate que a la hora de la merienda, por la tele se anunciaba, coreando con nuestras voces alegres su canción: –¡Choco, choco, chocolate Zahor, con sabor a bombón! –a la vez que nos relamíamos comiéndolo metido dentro de un buen trozo de pan.

Las tabletas traían de regalo las estampitas de Juanito Zahor, personaje protagonista de múltiples aventuras en variados escenarios: Los Mares de Oriente, Las Olimpiadas, Animales de Asia. En más de una ocasión, nos arrancaron más de una lágrima dejando a mi madre la difícil tarea de dirimir a quién le tocaba, pues siempre había alguno que el turno, si podía, se saltaba.

 

En un recoveco a la derecha de la entrada, se encontraba el lugar ideal para apilar en torres altas, casi hasta el techo, las cajas de cartón blancas con letras azules, de tortas de aceite Cansino y demás dulces de la marca, una de tantas que nuestro pluriempleado padre, empleado de banca por la mañana y agente comercial por la tarde, representaba.

Este rincón también era visitado de manera recurrente, mientras había luz del día, por todos los habitantes de corta estatura de la casa. Como en el cuento, íbamos dejando rastros delatores en forma de papeles arrugados y migajas, olvidados de manera distraída entre las cajas tras el dulce festín, o tal vez tirados con precipitación en la huida tras oír pasos de adulto que se aproximaban. Luego nuestros padres, descubiertas las pruebas, intentaban averiguar de quien se trataba esta vez, pues nunca ninguno confesaba. A menudo, la investigación terminaba lanzando al aire la pregunta: –¿Otra vez hay ratones en casa? –dejando el camino despejado con alivio, para los roedores de dos patas, hasta la próxima incursión golosa a la entrada. 

 

Cuando la oscuridad se adentraba en el pasillo que conducía hacia el dulce botín, los misteriosos paseos diarios, por miedo a las sombras, se acababan.

 

A mis trece años, volvimos a mudarnos de casa. La última que compartimos junto a nuestros padres, antes de que cada uno volara hacia su propia morada. Esta vez se trataba de un edificio nuevo, cómodo y confortable, construido con modernos materiales, con ascensor hasta la tercera planta. Para llegar al ático, nuestra nueva casa, había que subir a pie un tramo de escalera. 

En la nueva vivienda, ya no había ratones. Con todas sus comodidades y ventajas, nunca hubo una habitación que nos atrajera tanto como la entrada de nuestra vieja casa. 

 

 María José Aguayo


Imagen: Estudios de animación Hanna-Barbera Pie, Dixie y el gato Jinks

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