En la pantalla temblorosa de una tele en blanco y negro, suena el timbre de un teléfono de dibujitos.
—¡Jello, habla Jinks! —dice el gato resalao, estirándose presumido.
Se mira la garra izquierda, vuelta hacia arriba, como si fuera un espejo.
—El secreto de mi éxito… mi siesta gatuna especial, y ná más. Cuando despierto, este hijo de mare gitana acaba con to lo ratone.
Al fondo de la escena, desde el interior de un cubo metálico de basura, un par de ratoncillos se asoma y escucha.
—¿Tú sabes una cosa, Pixie? —susurra Dixie—, yo creo que el gato bigotón no va a volver a dormir su siesta gatuna especial. —Los dos se echan a reír, con los hombros subiendo y bajando como si fueran resortes.
Aquella escena del gato fanfarrón y los ratoncillos tramando su próxima travesura era parte de mis tardes de infancia; basta con recordar el grito de: “¡Mardito roedore!” para volver a aquella casa….
Nací en la Ciudad Soñada, en los años sesenta del siglo pasado, en una casa de la calle Rosario, unas puertas más arriba de la vivienda de mis abuelos maternos, abuelito José y abuelita Esperanza, ambos sevillanos.
Sus balcones y ventanas miraban a la profunda garganta, donde los grajos negros con su vuelo bajo y el estruendo de sus graznidos, anunciaban con la precisión de un barómetro el cambio del tiempo.
Al poco, nos trasladamos al número 78 de la comercial y bulliciosa Calle La Bola, frente al cine Tajo Cinema.
La entrada de aquella casa tenía algo irresistible para los niños que la habitábamos, nos atraía como un imán. Por eso íbamos y veníamos hacia ella con pasos sigilosos y apresurados, para no ser descubiertos por nuestros padres.
En la fachada de la calle, junto al portal de la vivienda, estaba el pequeño local impregnado de olor a betún y cola, repleto de calzado de todas las formas y edades. Nuestro padre se lo tenía alquilado a Juanito el zapatero, a quien a menudo le costaba un buen rato encontrar el par de zapatos solicitados en aquel océano de arreglos pendientes. Era un hombre bajito, de mofletes rollizos y rojos, que llevaba unas gruesas lentes capaces de reducir sus ojos a dos bolitas vivarachas, como cabezas de alfiler. Me ofrecía voluntaria para bajar a recoger las reparaciones de los nuestros. Siempre me recibía con un saludo cariñoso y se despedía con una sonrisa, mientras sujetaba con los dientes los pequeños clavos con los que remendaba las desgastadas suelas y tacones, sumergido en su mar de zapatos.
Al adentrarnos en el zaguán de la casa, teníamos que subir una empinada escalera con baranda de madera. Estaba repintada para cubrir el desgaste de las numerosas huellas de manos y enseres que por ella deslizábamos; además, de soportar que nos tiráramos a caballo. Vivíamos entre dos casas deshabitadas del mismo inmueble, propiedad de la familia.
Tras la puerta de cuarterones con mirilla redonda y dorada, nos recibía la entrada, inundada por la luz que se colaba a través de un ventanuco alto con poyete y dos balcones de la habitación contigua, orientados a la calle de la fachada.
En el centro nos daba la bienvenida una mesa rectangular muy grande de madera, con la superficie y los cantos de formica verde clara. A su alrededor, macetas de pilistras se repartían por los rincones, y pesadas cortinas, también verdes y rematadas por madroños, enmarcaban la puerta de paso a la habitación inmediata.
La mesa ocupaba el centro de la espaciosa estancia, sobre un suelo algo abombado, como en el resto de la casa. Con nuestros continuos saltos y carreras desoíamos las advertencias infructuosas de nuestra madre de no saltar, por miedo a aterrizar en la vivienda de abajo. Las losetas eran comunes, hidráulicas.
A su alrededor, quedaba espacio suficiente para permitir los habituales correteos de mis hermanos, perseguidos por mi madre después de la travesura o pelea de turno, como si se tratara del gato Jinks persiguiendo y gritando a Pixie y Dixie con acento andaluz: “¡Mardito roedore!”.
De frente, pegado a la pared, había un aparador con cajones en el centro y dos puertas a los lados, que guardaba bajo llave —aunque todos sabíamos burlar— diferentes exquisiteces para el paladar de nuestra infancia.
En la puerta de la izquierda, entre variados utensilios, se encontraban las medicinas: remedios para la fiebre y el dolor de cuerpo, contra el mareo para sobrellevar el martirio de las curvas de San Pedro antes de llegar a la playa, amargas gotas contra la congestión nasal y papelillos para la diarrea en adultos —estos dos últimos usados frecuentemente por nuestro padre—, además de las pastillas para los nervios, o tal vez las dolencias del alma, que a diario tomaba nuestra madre.
En una casa con cinco chiquillos, tres niños y dos niñas, nunca faltaba el antidiarreico, al que me hice adicta. Me suministraba dosis auto prescritas en incursiones secretas que me conducían, de forma sigilosa y huidiza, como Pixie y Dixie en sus andadas, hacia la entrada. Para mí eran deliciosas estas pastillas blancas, arenosas y dulces, por parecerse a las de leche de burra, ya que por aquel entonces las chucherías escaseaban en casa. A veces terminaba el bote; entonces me quedaba el último regocijo: rebañar el polvo blanco que se adhería al interior, intentando borrar las huellas de las pastillas. Para ello introducía la lengua por la estrechura del tubo hasta donde alcanzaba, produciéndose a veces sonoros chasquidos al sacarla.
El mismo mueble guardaba otro dulce bocado, saqueado a hurtadillas por los duendes infantiles de la casa: las tabletas del chocolate que, a la hora de la merienda, se anunciaba por la tele y que nosotros coreábamos con nuestras voces alegres: —«¡Choco, choco, chocolate Zahor, con sabor a bombón!»— mientras nos relamíamos comiéndolo dentro de un buen trozo de pan.
Las tabletas traían de regalo las estampitas de Juanito Zahor, personaje protagonista de múltiples aventuras en variados escenarios: Los Mares de Oriente, Las Olimpiadas, Animales de Asia. En más de una ocasión, nos arrancaron más de una lágrima, dejando a mi madre la difícil tarea de dirimir a quién le tocaba, pues siempre había alguno que, si podía, se saltaba el turno.
En un recoveco a la derecha de la entrada se encontraba el lugar ideal para apilar, en torres altas casi hasta el techo, las cajas de cartón blancas con letras azules de tortas de aceite Cansino y otros dulces de la marca, una de tantas que nuestro pluriempleado padre —empleado de banca por la mañana y agente comercial por la tarde— representaba.
Este rincón también era visitado de manera recurrente, mientras había luz del día, por todos los habitantes de corta estatura de la casa. Como en el cuento, íbamos dejando rastros delatores en forma de papeles arrugados y migajas, olvidados de manera distraída entre las cajas tras el dulce festín, o tal vez tirados con precipitación en la huida al oír pasos de adulto que retumbaban aproximándose en el suelo abombado. Luego, nuestros padres, descubiertas las pruebas, intentaban averiguar de quién se trataba esta vez, pues nunca confesábamos ninguno. A menudo, la investigación terminaba lanzando al aire la pregunta:
—¿Otra vez hay ratones en casa?
Era frecuente la colocación de trampas con su correspondiente trocito de queso para atraparlos. Los ratones me daban miedo y en mi casa los había de verdad, de cuatro patas. Con la pregunta, el camino quedaba despejado con alivio, para los roedores de dos patas, hasta la próxima incursión golosa a la entrada.
Cuando la oscuridad se adentraba en el pasillo que conducía al dulce botín, cesaban los misteriosos paseos diarios, por miedo a las sombras.
A mis trece años, volvimos a mudarnos de casa, la última que compartimos junto a nuestros padres, antes de que cada uno volara hacia su propia morada. Esta vez se trataba de un edificio nuevo, con agua caliente, dos baños y suelos perfectamente nivelados de terrazo rojo, además de ascensor hasta la tercera planta. Para llegar al ático, nuestra nueva casa, había que subir a pie un tramo de escalera, como si estuviera allí para recordarnos de dónde veníamos.
En la nueva vivienda ya no había ratones. Con todas sus comodidades y ventajas, nunca hubo una habitación que nos atrajera tanto como la entrada de nuestra vieja casa.
María José Aguayo
Imagen: Estudios de animación Hanna-Barbera Pie, Dixie y el gato Jinks

Comentarios
Publicar un comentario