LAS SUSTITUTAS


Latas, latas de conserva de forma cilíndrica y diámetro gradualmente ascendente o descendente, según se mire. De aceitunas, de maíz, de guisantes. Lo más natural del mundo en un armario de cocina, no tanto si tropiezas con ellas reunidas en el suelo del dormitorio de tu hija —todo sea por el «arte»—, junto a la mesilla de noche, antes blanca anodina, que un día transformó de manera creativa pintándola a mano de azul añil con flores blancas y tallos verde agua. Hasta allí llega el rastro. El cuerpo del delito, un par de botas nuevas, se sitúan en el piso de abajo. Ocultas en un rincón donde no les alcanza la poca luz de otro día lluvioso de esta semana. Más que escondidas parecen avergonzadas por lo ridículo de ser descubiertas con lo que ocultan en su interior. Junto a la nevera de la cocina, entre esta y el taburete de madera, dormirán con un par de latas, una de maíz otra de guisantes, empujando desde dentro para ayudar a que cedan y dejen de hacerle daño con la costura de la lengüeta en el empeine.

Un par de botas que finalmente no han podido ser marrones. Incongruencias de la moda. Este año las botas de aire militar todas son negras, negras hay las que quieras... «¡si las quieres, claro!». De nada ha servido que el color Pantone de 2025, sea el Mocha Mousse, una cálida y sedosa tonalidad marrón mezcla de cacao, chocolate y café. Estas las habéis comprado color berenjena muy oscuras. Según el reflejo de la luz pasan por marrones, al menos a vuestra resignada vista. Con un característico pespunte amarillo mostaza perfilando la silueta de las suelas. 

Es el tercer par que le compras en tres o cuatro meses. Las primeras devueltas a la zapatería del templo comercial del que salieron a la semana de usarlas, con la piel despegada de las suelas. Las segundas abiertas como los zapatos de Carpanta, el vagabundo hambriento del comic, dispuestas a dar bocados.

Las actuales de ocho ojales y sus famosas suelas con amortiguación de aire, comienzan su andadura con dos latas alojadas en el interior de su cuero, una de maíz y otra de guisantes. De marca muy conocida. En esta ocasión vas a por todas. No has reparado en gastos, intentando asegurar que esta vez no muerdan, más que lo que han mordido la tarjeta bancaria. 

En su origen, este modelo fue popular en Reino Unido entre carteros, policías y obreros de las fábricas. Posteriormente se convirtieron en seña de identidad de bandas callejeras, estrellas del punk y el rock. 

La rigidez de su cuero fue concebida para sostener el tobillo lesionado en accidente esquí del doctor alemán, Klaus Märtens, quien las diseñó para sujetar su canilla herida. 

No, estas no se rajarán, piensas satisfecha, pero a estas, según el oráculo del algoritmo, hay que domarlas. Tu hija estaba advertida. Conocía antes de tenerlas trucos variopintos y maniobras singulares de usuarios de la red para amaestrarlas como te va contando. Tú también los conoces. Ya ha utilizado unos cuantos: el del doble calcetín, el de aplicar calor con el secador de pelo, planea sobre su mente el del congelador y la bolsa de agua… En este momento estáis inmersas en el truco de las latas de conservas a modo de horma. «¡Un momento!, ¿horma? No puede ser, ¡si existe una herramienta fabricada específicamente para dar de sí al calzado!»

—Hija, ¿por qué no las llevas al zapatero que las tenga varios días en la horma?  —Una mirada mezcla de fingida extrañeza y rechazo ladino es lo que obtienes por respuesta cuando insistes en usar este método, por lo que parece, excesivamente tradicional para ella.

Tan solo hace tres días te sugirió bajar en metro después de comer, sin descanso para la siesta, desde el Aljarafe a las calles comerciales del centro de Sevilla a peregrinar por las nutridas zapaterías. Aceptaste algo desinflada de ánimo y esperanza, por los fallidos resultados hasta el momento de vuestras compras anteriores. Parece que intuíais que problemas diferentes se avecinaban si conseguíais encontrarlas.

 


Salió de la tienda con ellas puestas. Primera sospecha de que algo podía no ir del todo bien, pequeña molestia en el empeine sobre todo del pie derecho. La cara de tu hija transfería felicidad solo parcial de niña con zapatos nuevos. Disimulaba consciente de lo que acababas de pagar por ellas.  

                  Las botas a las que sustituyen —entre otros—, tienen un agujero en la protuberancia del dedo gordo que ella no entiende cómo y en qué momento se ha producido. Tú tampoco. Es creativa hasta para deteriorar el calzado. Se niega a tirarlas. Hace tiempo que aceptaste la innovación como «animal de compañía», no te queda otra. Estas, desde el principio, fueron como un guante. Nunca le dolieron. Lamentablemente, esta temporada, las mismas, tampoco las hay marrones.

                  Te hace recordar cuando recién compradas, hará dos años, las usó como jardín para una performance plantándoles tu maceta de areca con su mantillo y todo. Se las calzó una vez sembradas de madrugada y se encaminó con el jardín colgante del Edén en sus pies hacia el transporte público. Después, anduvo con ellas su buena media hora por las céntricas calles de la ciudad bajo la lluvia hasta la facultad de Bellas Artes mientras una compañera la grababa. 

 

Con las latas de maíz y de guisantes ya fuera, entra en la cocina con las botas nuevas puestas. 

—¿Te has puesto tiritas? ¿Te duelen? ¿Notas diferencia? —preguntas como una  metralleta sin parar de mirar a sus pies. Necesitas oír respuestas afirmativas que te confirmen que estas son las definitivas.

—Sí me he puesto. Pues, la verdad, las noto algo mejor —te contesta cambiando rápido de tema cuando se da cuenta que preparas la ensalada de pastas en el gran cuenco de acero inoxidable:

                  —¡Jo! ¡Eso no vale! —añadió casi de un tirón protestando con el entrecejo y el morro fruncidos. —Esta ensalada con canónigos, atún, maíz, huevo duro y aceitunas es de sus favoritas. Hoy no come en casa. Tú no lo sabías. Ha quedado sobre la marcha para almorzar, en la cafetería de la facultad, con unas compañeras antes de las clases de esta tarde. 

                  Cuando se va te pones de puntillas estirando el cuello y la cabeza. Buscas en la balda alta del mueble una lata de aceitunas. En su lugar encuentras el hueco vacío. Tu mente visualiza su nueva ubicación. Un par de latas de aceitunas, junto a otras de maíz y de guisantes, en el suelo. Subes como si fuera lo habitual al dormitorio de tu hija, como si se tratara de la despensa coges una de ellas, de las que están en el frío mármol al lado de la mesilla. 

                    A su edad tú ya llevabas cuatro años fuera de la casa de tus padres. Habías dejado el núcleo familiar para irte a estudiar magisterio desde el pueblo a la capital de provincia. Ella, en la facultad, pintaba cuadros con estrellas como signos de identidad hasta que hace dos años pintó Sin estrellas, donde representa según sus palabras «la sensación de sentirte extraña en las calles de tu niñez». Yo añado —sentirte extraña en tu propia casa—, hasta ahora ha vivido toda su vida bajo su abrigo. «¡Aprovecha!, cuando se vaya echarás de menos estar tan unida a ella. Echarás de menos el pegamento de estas divertidas extravagancias».

 

Con las botas sustitutas sin terminar de domar, comprimiendo su empeine, acudirá mañana al instituto para el inicio de las prácticas docentes de Secundaria y Bachillerato. Con más destellos infantiles que adultos irradiando su rostro, se confundirá en el centro educativo con las alumnas, con sus juveniles botas de ochenta años de historia. Tu corazón de madre y docente, durante casi cuatro décadas, sabe que, a penas sin darse cuenta, con sus botas aún rígidas, comienza a dejar su huella en otras vidas, a labrarse su futuro por los pasillos del primer instituto que recorre desde el otro lado de la enseñanza. A nueve días de cumplir tu segundo año de jubilada, recuerdas que hace mucho tiempo, con unos zapatos de los que no te acuerdas, anduviste la misma experiencia.

A pesar de sus singulares procedimientos como adiestradora de botas, esperas orgullosa su vuelta. Impaciente, deseas escuchar el relato de su vivencia. A la vez, con mirada cómplice, sin apartar la vista de sus pies, observarás como se las quita y va cogiendo del suelo, junto a la mesilla de noche, una lata de maíz y otra de guisantes, para meterlas en el interior del tenso cuero de sus botas pseudo marrones nuevas. 

 

 

María José Aguayo

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