EL HOMBRE MONTAÑA.

 

Es jueves, 5 de octubre de 2023, son las 17:30 de la tarde. Ahí estáis unas para otras como siempre habéis estado. Por la hora, acomodadas en el sofá de vuestras casas. Las pantallas de los móviles os convocan. Esta vez es Ángela, desde Málaga, quien comienza el hilo de la conversación. Las demás os alegráis muchísimo. Significa que se encuentra con ánimo, en un buen momento del curso de su enfermedad, después de haber estado inmersa en el intenso tratamiento contra el cáncer que padece, al fin encuentra un respiro. Necesita celebrarlo y compartirlo. Reaparece lanzando una pregunta:

            —¡Hola a todas! ¿Os apetece una quedada?

            Eugenia, complaciente y solícita, desde San Roque, contesta de inmediato:

            —¡Sí, claro! 

 

La última vez que os visteis fue cuando quedasteis para almorzar el pasado mes de julio en Marbella. Hace ocho años que propiciaste el primer reencuentro entre vosotras cuatro. Aprovechando el acercamiento de tu destino veraniego y la mayor disponibilidad de todas durante las vacaciones de verano. Os conocéis y sois amigas desde el colegio. A partir de entonces consideráis vuestra cita por esas fechas ineludible. Es ya un clásico. En estos momentos, libres de cargas laborales —Ángela, la más pequeña de edad, no de tamaño, prejubilada de la banca y vosotras tres, jubiladas de distintas etapas y ámbitos de la enseñanza— podéis plantearos una quedada de más tiempo, —ilusión que se te resiste, por cierto—. Tal vez, por fin, se haga realidad un viaje juntas que os permita alargar la reunión anual para vuestra comida, la que siempre os resulta insuficiente. La vulnerabilidad de Ángela es la vuestra. Aviva las ganas habituales de realizar un encuentro. Fortalece la unión de vuestra pandilla.

            

            —¿Os apetece visitar algún sitio y que nos quedemos a dormir fuera de casa? —pregunta una entusiasmada Ángela, proponiendo acto seguido una lista de destinos cercanos para ahuyentar la posible pereza que dé al traste con la propuesta casi sin ni siquiera hablarla.

            —¡Me parece muy bien! —respondes desde Sevilla haciéndote la nueva, mientras pellizcas insistente un granito de tu cara. Por privado, lo habéis estado hablando previamente Ángela y tú, que se aburría en el tiempo de espera tras ponerse el tinte en la peluquería. Oléis la oportunidad, la saboreáis y os habéis propuesto intentar que este viaje salga adelante. 

            Te alegras de la franqueza y nuevas emociones que últimamente muestra Ángela, la sientes muy cercana y eso te agrada. Su forma audaz de plantear la propuesta amortigua tus dudas sobre la posibilidad de llevar a cabo el proyecto. Las demás aceptarán seguro proponiéndolo ella.

            Tras pocos mensajes la cosa se anima. Sin daros cuenta, ya estáis hablando de fechas. La siempre afanada y decidida Cristina escribe desde Marbella:

            —Yo no puedo hasta mediados de noviembre, tengo asuntos familiares que atender y un viaje en los días que habéis planteado a Tierra Santa.

            Junto a propuestas de calendario, aumenta la lista de sugerencias de ciudades y pueblos del territorio nacional. Destinos variados en distancia y tamaño. Ese día el último mensaje llega a las 20:49. 

            Continuáis el 9 de octubre, de nuevo por la tarde, hora de comienzo 16:49. El café virtual en compañía se reanuda. Estáis consternadas. Las noticias son aterradoras, Israel declara la guerra a Hamás tras más de sesenta años de conflicto con Palestina.

            —¡Hola, chicas! Acaban de anular el viaje. Nos devolverán el dinero. Ya iré a Tierra Santa cuando Dios quiera —avisa Cristina agradecida por el interés que le habéis mostrado ante la situación.

 

 

            Conversáis algún día más para contaros sobre otros asuntos, temas familiares, sobre todo. El 30 de octubre, Cristina propone:

            —¿Os parece si nos vamos a Córdoba? Todas podríamos llegar cómodamente en tren. Ángela, Eugenia y yo nos reuniríamos en Málaga y viajaríamos desde allí juntas y Violeta, sola, iría desde Sevilla. —Soñadora como la niña que fuiste, reaccionas alegre de inmediato:

            —¡Me encanta viajar en tren! —En varias ocasiones, siendo pequeña, cruzas Despeñaperros para ir a Madrid. Vas a visitar a tus tíos maternos, lo mejor, la recompensa de volver a jugar con tus primas. Recuerdas la enorme locomotora verde con una raya amarilla a la cabeza del expreso. La primera vez te suben en volandas. Tus párvulas piernas no alcanzan los escalones. Te marchas junto a tus padres y hermanos, en un compartimento con ventana de guillotina, que no abren en todo el viaje. El cristal está empañado, fuera hace frío. Al rato, el ambiente se vuelve pesado y agrio. El olor es una mezcla a madera y metal. El escay de los asientos y los olores corporales que se calientan por la calefacción y se mezclan con la colonia de tu madre, se airean cuando el revisor abre la puerta con su tenaza pica billetes en la mano o cuando alguno sale a los aseos, o a estirar las piernas, entonces, por unos segundos, el volumen de la melodía monótona de las ruedas sobre los raíles se eleva hasta que la puerta se cierra. Por la noche, mecida por el traqueteo, cuando el tren hace sus paradas, escuchas lejano el silbato del jefe de estación dando permiso para proseguir el viaje y tu sueño. Otras estaciones solitarias, solo son destellos de luz en la oscuridad que te permiten mantener cerrados los ojos hasta la próxima parada.

            A tus diecisiete años viajaste en un Talgo gris y rojo metalizado. Fuisteis en familia, todos menos Enrique que estaba en la mili, quince días de vacaciones a Cercedilla. A la vuelta, sin apartar la mirada de la ventanilla, las lágrimas dejaron trazos de sal en tu rostro. Dejabas atrás un amor eterno de verano.

            Después vinieron tus viajes en la Cochinita, el endeble ferrobús en el que, a veces, ibas desde Ronda a Málaga con transbordo en Bobadilla, siendo universitaria, antes de cambiarlo por el viaje en autobús, pero eso es otra historia. 

            —De pequeña me resultaba una aventura muy divertida —respondes emocionada.

 

Aceptada la propuesta por unanimidad, decidís la fecha y duración del viaje. Acordáis tres días, dos noches. «Poco equipaje. ¡Qué alivio!». Tienes por estrenar la maleta perfecta, la que te regalaron en casa por Reyes, es preciosa, te encanta. Muy exclusiva. Al fin llegó la hora de sacarla de su envoltorio. Dentro del armario del sótano, silenciosa, aguarda.

            En sucesivas conversaciones acordáis cómo resolver las cuestiones prácticas. Os repartís las tareas, compra de billetes, búsqueda de alojamiento en una conocida aplicación. Tú esperas que ellas tres los saquen y te informen para comprar el tuyo y poder coordinar las horas de llegada. Tienes claro que viajarás en AVE. Ya que te toca viajar sola, al menos que el trayecto sea rápido y confortable. Estrenas el descuento de viajar en tren con tu tarjeta dorada, igual que Ángela que como exempleada de la misma entidad bancaria que la tuya, ya dispone de su tarjeta sénior. Eugenia y Cristina no te han hecho caso, lamentan no haberla solicitado.

            Comenzáis a sentir juntas el gusanillo de los nervios y la ilusión, esa mezcla de emociones previas a un viaje. Con caras divertidas, todas tecleáis al unísono los móviles. Mensajes cortos, vivaces, mantienen encendidas un rato más las cuatro pantallas. «Vuestro encuentro no puede fallar, irá sobre ruedas». 

 

El 16 de noviembre, te alejas del Uber orgullosa, con paso decidido, al encuentro con tus amigas. Deslizas las cuatro ruedas con suavidad. Totalmente vertical. A tu lado, para no perderla de vista y evitar que le den golpes, a tu exclusiva maleta blanco hueso con ribetes y refuerzos de piel en las esquinas y asas de color marrón, con cremallera y remaches de metal en tono oro envejecido, que le confieren ese aire vintage distinguido tan de tu agrado. El conductor la ha sacado con esmero —siguiendo tus instrucciones precisas—, de su estancia temporal, el espacioso maletero de tapicería impecable y olor a coche nuevo. «No merece menos». Le comentas sonriendo agradecida al despedirte, que le dejarás propina y buenas referencias cuando realices el pago en la aplicación. 

Has llegado a la bulliciosa estación de Santa Justa —como de costumbre plagada de viajeros— con tiempo suficiente por si surgen imprevistos. No te gusta ir acelerada. Por ella circulan servicios de Cercanías, Media y Larga Distancia, como el tren de Alta Velocidad, el AVE, en el que viajarás hasta Córdoba.  Después de tomar en la cafetería un zumo de naranja natural con una galleta con pepitas de chocolate, te acercas al quiosco de prensa y librería. Buscas el libro, Un amor, de Sara Mesa. Anoche fuiste al cine con tu hija a ver la película de Isabel Coixet basada en su novela. Os gustó mucho y decidisteis leerla. Te parece un momento excelente para comenzarla si la encuentras. Mientras averiguas si la tienen, sueltas tu maleta nueva con sumo cuidado, no sea que se golpee o se manche —es blanca, la estrenas en este viaje—, para agilizar con ambas manos el trajín de libros de tu búsqueda. A tu lado observas cómo una mujer de poca estatura acaba de coger la penúltima que quedaba —menos mal—. Te mira molesta por tu proximidad y tu impaciencia por apartarla. En tu empeño por coger el último ejemplar de la estantería has chocado varias veces con ella. Evasiva, se dirige a la caja para pagarla, sin disimular que quiere perderte de vista. Para su fastidio, sigues sus pasos, tú también tienes que abonar la tuya.  

 

En el gran espacio de la sala de espera de la estación es difícil sentarse. Tienes suerte y encuentras asiento libre frente al panel de información de horarios situado más al fondo. Viajas sola y no puedes despistarte. Y eso es justo lo que haces. Cuando levantas la vista del libro faltan pocos minutos para la salida. En tus auriculares suena, Slow train de Bob Dylan. En la última estrofa, una chica de Alabama advierte a Dylan de que tiene que enderezarse para no morir. Tu cuerpo se estremece, tienes un mal presentimiento. Agitada, apagas los cascos, doblas la esquina de la página, echas el libro en el bolso que dejas abierto, te levantas y cruzas la puerta. Te diriges al acceso de los andenes, tú y decenas de arremolinados viajeros que, como estorninos en bandada, os lanzáis en picado llevando a cabo una coreografía, en vuestro caso, exenta de sincronización. Por algún motivo que no entiendes todos los pasajeros estáis concentrados ante los mismos accesos. Sois demasiados para que unos pocos miembros del personal de Renfe, ordenen y organicen a tan desmadrada turba que no quita sus ojos de los trenes pensando que en breve partirán a sus destinos con o sin ellos a bordo.

            Después de no pocos empujones y codazos, casi en volandas, te vas colando como puedes poniendo cara de circunstancias a otros viajeros que te miran con desdén por tu —recién estrenado— descaro, agitando con la mano levantada tu billete impreso en papel —lo llevas siempre por si el móvil falla—, hasta que al fin resoplas tranquila cuando te dan acceso a la cinta mecánica. Te sorprendes por tu actuación. «Eres una mujer correcta y educada que viaja sola, la hora de partida de tu tren, las 12:20, está a punto de vencer, tus amigas ya van de camino. Lo lamentas, pero no podías actuar de otra forma», te dices a ti misma mientras te vas recolocando la chupa de cuero roja y las gafas de sol, y te atusas el pelo revuelto por el barullo que has atravesado.

 

Con tu maleta de cabina nueva en una mano y el billete en la otra, mientras desciendes, te vuelves para contemplar cómo el embotellamiento de viajeros del que te veías incapaz de escapar tú sola, se va deshaciendo despacio. 

            En la cima de la cinta distingues a un tipo de gran estatura, corpulento como una montaña, que te recuerda al personaje de la película apodado, el alemán, que viste anoche con tu hija. Tiene la expresión ceñuda. Los huesos de su frente y la mandíbula de gran relieve, con bolsas debajo de sus ojos pequeños para su cara y algo dispersos, su nariz grande y ancha, los labios gruesos proyectados en un beso y los dientes separados. Casi carece de cuello. Miras de nuevo hacia adelante para ver si los pasajeros suben ya al tren que aguarda en la vía 8 con destino a Madrid con parada en Córdoba, el tuyo. 

            El hombre en el que has reparado tropieza sin caer, obligando a las personas más próximas a apartarse para no ser arrolladas. El alboroto que se produce en el momento hace que te vuelvas otra vez. Ahora reparas también en sus enormes pies y manos. En su pelo espeso y moreno. Se ha despeinado con el traspiés, aunque poco, lleva fijador. Tiene un tupé elevado que lo hace aún más alto, el cabello alisado se le riza cuando llega al cuello. Sus patillas espesas y largas le llegan hasta los pómulos recios. Asoma en su rostro la sombra de la barba afeitada. Estáis a media distancia. Alcanzas a ver los cercos húmedos de la sudoración excesiva de sus axilas que se hacen visibles en el fino anorak azul eléctrico que lleva puesto. Las temperaturas son altas para esta época del año. Para una persona de su volumen más. Extrañada te das cuenta de que el tipo se te queda mirando. «¿Es a ti?» Te aseguras echando un vistazo rápido por encima de tus hombros a los dos lados, por si se dirige a otra persona. Alarmada, compruebas que efectivamente eres tú el objetivo, en quien converge su mirada, no tienes dudas. Eres el infinito de la imagen en su punto de fuga. 

            Puedes sentir sus ojos clavados en tu nuca. Te vienen escenas de la película que te estremecen, al recordar la relación tan primitiva y extraña a la que accede Nat, la protagonista femenina, con su desconocido y enorme vecino. 

            Su presencia se suma para aumentar la inquietud que sientes en los viajes. Más en esta ocasión, la primera vez que viajas en tren sola. Ante la tensión, te pellizcas insistente el granito de la cara —eso de alguna forma te relaja—. «¡Qué fastidio!», notas un poco de sangre en tus dedos. «Qué suerte, las demás viajan acompañadas».

Pasas el control de equipaje. Con tu billete revisado caminas por el andén buscando el coche 004. Aún con el peso de su mirada clavada en tu cuello compruebas que el hombre montaña, a cierta distancia, sin quitarte la vista de encima, como sospechas, sigue tus pasos. «Espero que no viaje en el mismo coche que yo», «no, no me persigue, solo son imaginaciones mías», rumias preocupada. 

 

Localizas al fin la puerta de acceso a tu vagón, sin rozar tu maleta nueva para no mancharla —es blanca—, buscas tu asiento junto a la ventana, en sentido contrario a la marcha. Adviertes que el hombre corpulento, que aún no ha subido, te busca desde el andén enfocando con sus manos pegadas a los cristales sucios. Te das cuenta y te encoges, miras hacia abajo. Comienzas a hacer como que trasteas en tu bolso aturrullada. Tapándote la cara con el pelo te pones las gafas de sol con un mechón de pelos atrapado entre el cristal y tu ojo derecho, en modo pirata. Intentas camuflarte entre el trasiego de pasajeros que, no cesan de entrar y aún buscan su asiento. El hombre te localiza y cruzáis las miradas. Se dirige a la puerta para subir al coche. Tragas saliva. Atemorizada te remueves inquieta en el asiento. Rápidamente te levantas. Intentas localizar a alguien de aspecto amable en otro vagón con quien intercambiar tu plaza. El tren ya está en marcha. Caminando ligera por el estrecho pasillo entre los asientos, vas chocando a cada paso; tropezando a punto de caer, golpeas con tu maleta nueva las piernas y los pies de los viajeros que desde un lado y otro los asoman. Ya no te preocupa tanto. Necesitas sentarse pronto y pasar desapercibida cuanto antes.

            Dos vagones hacia adelante, entablas conversación con una joven que se dispone a levantarse:

            —¿Te importaría cambiarme el asiento?

            —Esta no es mi plaza, ya me iba.

            Compruebas si se acerca alguien para ocuparla. Nadie lo hace. Aliviada, colocas tu maleta algo manchada, con algún que otro rasguño en el hueco para el equipaje —cuando estéis en el apartamento tendrás tiempo de limpiarla—. Resoplas, te sientas y nerviosa te pellizcas el granito de la cara. Otra vez sangra.

            Buscas el móvil en tu bolso para contactar con tus tres amigas, averiguas por dónde van ellas. Les hablas de tu sobresalto con el hombre montaña, contárselo te tranquiliza. Sin dejar de mirar insistentemente hacia el fondo del vagón, distingues lo que no quieres, el color de su anorak acercándose terco para cambiarse del vagón contiguo al tuyo. 

            Con atropello, guardas el móvil en el bolso, de un tirón coges tu maleta rozándola y encorvada para que no te vea, —ya te ha visto—, vas a buscar el coche silencioso. Allí, por corpulento que sea el tipo, no se atreverá a montar un espectáculo. 

            Al pasar por delante del maletero con huecos junto a la puerta, se te ocurre la idea peregrina de que tal vez quepas y te puedas ocultar entre el variado equipaje.  Al cambiar de coche especulas sin sensatez. Se te vienen numerosas imágenes de persecuciones de película en trenes. Personajes escondidos en el hueco del acople entre vagones, saliendo por las trampillas del techo para escapar por encima a la carrera, todo impensable para ti. «Chorradas», «¡estás en un aprieto, céntrate mujer, piensa!». Este plan no va sobre ruedas y tú viajas sola.

            Sin dejar de volver la vista compruebas que, con sus lentos movimientos y dificultad para moverse por espacios estrechos, no deja de seguirte, y llegas haciendo ruido sin querer, al vagón silencioso. Primero se te cae el móvil al suelo y luego la maleta cuando intentas colocarla en el lugar elevado sobre los asientos para el equipaje. Te fallan las fuerzas. Estás cansada y tienes miedo. Te dejas caer sobre el asiento sin darte cuenta de que está ocupado por un peluche de un oso de tamaño considerable con un gran lazo rojo de regalo. El trajeado ejecutivo que lo custodia te dirige una mirada hosca mientras te levantas como un resorte. Te vuelves a disculpar con un tono de voz alto. La señora estirada de las gafas puntiagudas, la que lee unos asientos más adelante, se vuelve con su libro en las manos mirándote por encima de las lentes para pedirte silencio de nuevo. 

            Decides que venir a este coche no ha sido tan buena idea, en tu acelerado estado y bajando tu maleta de un tirón, sin ningún miramiento, te dispones a marcharte. Por el pasillo, algo te hace tropezar. De tu bolso abierto comienzan a caer cosas sobre la cabeza de la estirada señora. Se le cae al suelo el libro de las manos. Te adelantas disculpándote por enésima vez para agacharte y dárselo. «¡Oh no! ¡Maldita sea! ¡No puede ser!» «¿No podía leer otra cosa?» Debajo del asiento hay dos ejemplares de la misma novela, Un amor, el tuyo y el de ella, «¿qué pasa? ¿los regalan o qué…?» —se te están quitando las ganas de leerlo por momentos—. La mujer carraspea furiosa mientras tú a toda prisa, agachada entre sus rodillas hojeas las páginas buscando una señal que los distinga. Ya está, en la portadilla de uno de ellos, bajo el título, estampadas con un exlibris en tinta verde agua con tipo de letra inglesa, se ven dos iniciales mayúsculas M V. Levantando la mano se lo tiendes y con una sonrisa forzada le preguntas:

            —¿María Victoria? —Con gesto ofendido, se remueve en su asiento de manera airada. Se estira la blusa muy digna. No te mira. Entiendes que no te va a contestar. Aprovechas que viene el carrito ofreciendo comida a los viajeros que lo deseen, para continuar tu camino agachada delante. Lo usas de trinchera ante la sorpresa del empleado que sin saber muy bien qué hacer, se ajusta el nudo y alisa su corbata disculpándose ante los pasajeros de ambos lados con expresión imprecisa en su cara. Por encima de su hombro has visto acercarse a la puerta del vagón contiguo a tu perseguidor, el hombre montaña. «¡Esta pesadilla aún no ha acabado!».

 

Buscas el aseo más próximo. Obvias tus escrúpulos. Aunque no lo usas nunca, esto es una emergencia. Frente a la puerta cerrada, esperas impaciente sin quitar la vista del cerrojo. Te concentras en hacerlo girar del color rojo al verde. Nada más salir sus ocupantes, una señora con un niño de unos seis años con la cara pajiza —se habrá mareado—, te encierras en el cubículo con olor a vómito para pensar qué hacer y cómo dejar atrás a tu perseguidor hombre montaña. Tienes que hacer esfuerzos para evitar las ganas de vomitar, una sudoración fría te recorre la espalda. La cara se te perla de gotas de sudor. Tomas cada vez mayor conciencia de los latidos de tu corazón, segura de que tus pulsaciones sobrepasan las aconsejables. Te sobresalta una llamada de tu móvil:

—¡Shhhhh! —le pides silencio mientras descuelgas.

—¡Hola, mamá! ¿Cómo va tu viaje? —te llama tu hija desde la cafetería de la facultad en un descanso entre clases.

            —No te oigo bien —le dices en voz muy baja—. Me pillas algo liada, en cuanto llegue te llamo —«si llego»—… —y cuelgas rápido.

 

No debe quedar mucho para Córdoba, ya llevas un buen rato sentada en el pequeño cubículo del aseo con la maleta sobre las piernas, que se te han quedado dormidas. Con tanto sobresalto has perdido la noción del tiempo. Con el pelo sudoroso pegado a la frente y a la nuca decides salir de allí antes de que te dé algo y nadie te eche en falta hasta que sea demasiado tarde. 

            Decides pasar lo que queda de viaje en el vagón cafetería. Allí, además de otros pasajeros, habrá personal de Renfe que impedirá cualquier intento de acción extraña por parte de tu perseguidor hombre montaña. Es tu última esperanza.

            Abres la puerta del aseo con sigilo. Asomas poco a poco la cabeza mirando hacia ambos lados y una vez que te aseguras de que el camino está despejado, con tu maleta de nuevo en el suelo, con las ruedas manchadas de vómito te diriges, lo más ligera que puedes, al vagón cafetería. Suspiras al comprobar que como habías pensado no estás sola. Además de pasajeros está el revisor que desayuna tranquilo mientras se toma un descanso viendo la prensa en su móvil. Le toca relevarse con su compañero. Te acercas decidida y les preguntas:

            —¿Serían tan amables de indicarme cuánto tiempo queda para llegar a Córdoba?

            —Si va a tomar un café tiene el tiempo justo. ¿Se encuentra bien? —te pregunta interesado el que empieza el turno, pues te nota agitada.

            —Nada que no solucione una tila. Gracias. —Te esfuerzas por sonreír. 

            Permaneces cerca de ellos y te pides la infusión. Moviendo la cucharilla sin parar, te quedas hipnotizada por el sonido de esta chocando con el interior de la taza, sin darle un sorbo a la tila. Te pellizcas el granito de la cara, haciéndote sangre otra vez. Todo sin quitar el ojo de la puerta del coche.

 

Por fin, por megafonía anuncian la parada para la estación de Córdoba. El tren se detiene. Con inquietud evidente, ante la mirada interrogativa de los revisores, arrastrando a trompicones tu maleta mustia, miras por la ventanilla. La hora de llegada del tren de tus amigas está prevista quince minutos antes que la tuya. Te estarán esperando cuando bajes. Al fin estarás a salvo. No te quedan más ganas de viajar sola en tren… «¡Y aún te queda la vuelta…!»

Cuando bajas las ves. Se levantan del banco donde te esperan, sonrientes te hacen señas, te aguardan a unos treinta metros. Giras tu cabeza por última vez en dirección contraria y allí está él también, el hombre montaña, a la misma distancia que tus amigas. Sin dejar de mirarte. Asustada corres hacia ellas, que animadas, piensan en lo que contenta que llegas de verlas y la prisa que tienes por abrazarlas. 

            —¡Eh, Violeta! ¡Hola! —gritan a coro alborozadas.

Mientras, el hombre montaña, a su vez, aligera el paso en tu misma dirección. Sin obstáculos entre medio lo ves perfectamente dirigiéndose hacia ti, sin duda, lo más veloz que puede.

 

Conforme te acercas a tus amigas, ven tu cara de pánico.

            —¡Ayudadme, por favor! —te escuchan gritar angustiada. Y entonces todas reparan con asombro en cómo un hombre enorme, corpulento como una montaña, viene corriendo tras de ti con su pequeña maleta. Ahora eres tú quien tropieza, sosteniéndote tus amigas antes de que te caigas de boca.

            Al llegar hasta vosotras el hombre, jadeante, exclama lentamente con voz grave y áspera:

 —¡Maldita sea señora, deténgase! —Las cuatro, aterradas, retrocedéis y os caéis de culo tomando asiento de manera brusca en el banco. Poniéndoos en lo peor, os encogéis parapetadas cada una detrás de vuestro equipaje como escudo sobre las piernas. Te quedas petrificada mirándolo jadeante a un metro de distancia. Con su torso hacia adelante, sus tremendas manos apoyadas en los muslos, y el peinado descompuesto, intenta recobrar el aliento. Lleva una fina cadena de oro que se le engancha en las pequeñas verrugas del cuello agitadas por el pulso rápido de su carótida. No alcanzas a verla, pero detrás ha soltado su maleta.

—Mientras compraba mi mujer un libro en el quiosco de la estación, en Santa Justa, coincidió con usted. Allí, en algún momento, intercambió su maleta con la de ella sin darse cuenta. En la sala de espera, mi mujer quiso leer la novela que había comprado y la abrió para buscar las gafas. Al ver el contenido, comprendió que no era la suya. Pensó y recordó que la había soltado mientras buscaba el libro. Usted estaba a su lado. Le golpeó varias veces con el hombro. Quería el mismo libro. Me dijo que casi se lo quita de las manos. Por eso la recordaba bien. Desde antes de subir al tren estoy intentando darle alcance para intercambiarla.

 

Avergonzada, comprendes el error. Disculpándote, casi sin mirarle, le devuelves su sucia maleta, llena de rasguños, abolladuras y con salpicaduras de vómitos. Él a cambio, con cara de desagrado, te devuelve tu maleta inmaculada. No era tan exclusiva como pensabas.

            —¡Usted perdone! ¡Lo siento mucho! ¡Mis disculpas a su mujer! ¡Muchas gracias! ¡Que pasen buen día! —le dices del tirón inclinando sumisa tu cuerpo hacia adelante. Cuando se marcha, sintiendo un intenso calor en tu rostro, pellizcas el granito de tu cara, haciéndote sangre de nuevo.

 

Esperas a que el hombre montaña se aleje para contarles a tus amigas lo atropellado de tu viaje. Abrazadas en una pequeña melé, rompéis a reír con carcajadas nerviosas.

            —¡Este encuentro empieza bien! —dice riendo a mandíbula batiente Ángela.

 

Eugenia, Cristina y Ángela se dirigen hacia la salida de la estación enzarzadas en una de tantas conversaciones sin fin como os esperan durante estos tres días. Tú te retrasas para girarte por última vez. A lo lejos, reconoces a la mujer pequeña con la que chocaste varias veces mientras te afanabas por no perder el último ejemplar del libro en la tienda de la estación. Cualquier mujer hubiera parecido pequeña a su lado. La ves llevarse las manos a la cabeza, con movimientos de negación y cara de espanto, sin parar de explorar su maltrecha maleta antes, nueva y blanca. Desde lejos te mira con expresión enemistada hasta que su esposo, pasándole su enorme brazo por encima de los hombros, casi la hace desaparecer. «¿Cómo dormirá la pobre por las noches?» —Imaginas los temibles ronquidos que producirá esa tremenda mole—. 

Al fin, ha dejado de seguirte y se aleja en dirección contraria. 

            

—¡Vamos, Violeta!, ¡tenemos un taxi esperando! —La voz de Cristina como el silbato del jefe de estación de tu infancia, te devuelve a la realidad. El viaje de amigas que se te resistía, esa escapada fuera de vuestros escenarios habituales está a punto de comenzar.  El tren, finalmente, ha logrado reuniros. 

De nuevo, con sumo cuidado, de forma vertical, deslizas sobre las cuatro ruedas tu recuperada maleta blanca. Liviana por el peso que te acabas de quitar de encima. Con el pulso recuperado vuelves a caminar relajada junto a ellas. 

Con la juventud recién despierta y la felicidad brillando en tu rostro, sientes con satisfacción, que no existe montaña lo suficientemente alta que pueda ensombrecer la complicidad de vuestra amistad. Dispuesta a devorar estos tres días, retienes con tu mirada a tus amigas como una foto del momento para el recuerdo, disfrutando este dulce anticipo del encuentro, con viaje incluido, que al fin habéis logrado.

 

 

María José Aguayo 

 

Imagen:

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