VIDA ROTA.

Carmen era una mujer enérgica y eficiente.  Cortó toda relación con su familia, alquiló su casa y se mudó a otra localidad para alejarse del clan por completo. Se dedicaba a limpiar las casas de los demás por horas.

            Mencía la había contratado para realizar las labores domésticas de su hogar tres días a la semana. Vivía en una urbanización cerrada de grandes casas pareadas. Se la había recomendado su amiga Alejandra, quien la había llamado para trabajar puntualmente en su casa para algunas labores de limpieza más intensas.

            —Es muy trabajadora. Es una máquina, no para. Carmen es quien necesitas —le había dicho Alejandra.

            Desde el principio, Mencía le dio la llave de su casa. No tardó en comprobar que la información de su amiga era cierta –trabajaba bien y el tiempo le cundía–. Empezó a pedirle a Carmen que hiciera algunas comidas. Como se le daba bien, también delegó en ella la labor de cocinar. Al poco tiempo limpiaba, planchaba y cocinaba.

            Carmen nacida en uno de los barrios más humildes y desfavorecidos de la ciudad, comparaba el modo de vida de su calle con el de la familia de Mencía.

            —Me gusta la casa llena de gente. Aquí no gritáis y os dais los buenos días —dijo Carmen.

            —Como en todas partes —dijo Mencía.

            —En todas partes no. En mi calle desde que te levantas te están dando palos y te gritan para mandarte de malos modos hacer algo —respondió Carmen.

            —En casa esto es lo normal —dijo Mencía.

            —Yo digo que las personas de las casas donde trabajo sois ángeles —dijo Carmen.

            —Será porque te agradecemos tu honradez y buen trabajo —responde Mencía.

            Carmen siguió recogiendo la cocina, Mencía con su desayuno.

            —Me encanta mi trabajo. Yo disfruto limpiando. Soy la reina de la bayeta —dijo Carmen.

            —Te he comprado tu preferida. La que me pediste, la Ballerina —dijo Mencía.

 

 

Carmen no tenía reparo en hablar de sus cosas. Desde el comienzo contó a Mencía aspectos muy personales a cerca de sus percepciones de presencias sobrehumanas –seres de luz–, que decía transitaban en algunas de las casas donde trabajaba, del poder curativo de sus manos, de la alineación de chacras, de las pirámides de cristales de cuarzo, la kundalini, la geometría sagrada. Cuando lo hacía, Mencía abría mucho los ojos, se esforzaba en poner atención, pero la expresión de su cara revelaba que no entendía nada. Solo asentía con la cabeza comprendiendo, cuando le contaba los maltratos físicos a los que de niña fue sometida por su madre, sin que ningún miembro de la familia lo impidiera. 

Aprovechaba cualquier momento en el que coincidían para hablarle. Cuando más le cundía era en los períodos vacacionales y festivos –días en los que siempre quería acudir a trabajar– entonces Mencía y ella permanecían más tiempo juntas en casa. No dudaba en detener sus carreras escaleras arriba y abajo, la limpieza con su Ballerina, para conversar de estos temas.

            —¿En mi casa percibes presencias? —le preguntó Mencía.

            —Si, son buenas y me ayudan. Hacen que el tiempo se me pase volando y estoy muy tranquila. De las casas donde percibo malas vibraciones me voy. Yo no puedo evitar sentir lo que siento y no quiero quedarme enganchada a malas energías que me roben la mía —respondió Carmen.

            Acudía con asiduidad a su médico homeópata –para que la metiera en la máquina de ondas electromagnéticas que deshiciera el último enganche de energía con el que alguien, según le contaba ella, la tenía atrapada–, y le prescribiera el producto homeopático que necesitaba. Para ello requería de la jornada entera del día de trabajo en que tenía la cita. Su médico atendía a muchísimas personas, según le contaba. Cuando le daba fecha, dejaba todo lo demás en suspenso. Llevaba años visitándolo.

            —Mi médico me salvó la vida —dijo Carmen.

            Mencía la escuchaba como hablaba con soltura y difundía una mezcla de pseudociencias y homeopatía. Carmen dejó el colegio muy pronto. Su madre la puso a trabajar rápido. 

—¿Has leído el Kybalión? —le preguntó Carmen.

            —Es la primera vez que lo oigo. ¿De qué va? —le respondió Mencía.

            —Del poder de la mente. ¿Sabías que con la mente se controla el universo entero? —le dijo Carmen.

            —Sabes que de estos asuntos no tengo ni idea —le repitió Mencía.

            —Todavía hay mucha gente que no ha experimentado el despertar de la conciencia —le dijo Carmen.

Carmen seguía a mentores diversos que le mostraban caminos que ella le refería. Trabajaba con los auriculares conectados a su móvil. Les escuchaba mientras faenaba. A veces, le enviaba a Mencía, mensajes al móvil con grabaciones y videos.             

—Ahora, cuando termine de trabajar, como rápido en el parque lo que traigo preparado para meditar antes de ir a trabajar a la siguiente casa —le repetía Carmen cada día antes de marcharse.

             Le explicaba como gastaba sus ingresos en pagar las consultas de su médico homeópata, además de asistir a cursos y talleres de algún médium durante fines de semana o vacaciones, que a la vuelta le contaba.

            —Yo he hecho un viaje astral. He salido de mi cuerpo y lo he visto desde arriba —le dijo Carmen un día.

            Mencía era testigo de sus esfuerzos por salir adelante. En la casa había mucho trabajo y Carmen cumplía con creces con sus quehaceres. La escuchaba cuando le hablaba y agradecía todo el trabajo que sacaba adelante. Gracias a ella, vivía despreocupada de la carga de las labores domésticas.

 

 

Todos los veranos, Mencía se iba en el mes de julio de vacaciones y Carmen continuaba acudiendo para regar las plantas y hacer con la casa más despejada, alguna tarea de temporada más entretenida. En esa ocasión el dinero extra que ganara le dijo que lo emplearía en poner a punto su casa. Al fin sus inquilinos se marchaban. La habían deteriorado mucho. Necesitaba alquilarla de nuevo. Carmen le había contado que precisaba de todo: pintura, limpieza y arreglos. Para ello debía volver a su calle. Reencontrarse con vecinos y lugares. Pasar por delante de la casa de su madre cada vez que iba.

            Cuando Mencía regresó de la playa, veía a Carmen trabajar más activada que de costumbre.

            —¿Qué tal llevas tu casa? —preguntó Mencía.

            —Todavía no he terminado de pintarla. Aprovecho los ratos cuando salgo de trabajar. Pero para septiembre ¡Vamos si la tengo lista para volver a alquilarla! He contratado a una mujer para que me ayude a limpiarla y cuando voy me está esperando para que arrime el hombro en las tareas más difíciles—respondió Carmen.

            —Parece que tienes poca ayuda —dijo Mencía.

            —Le voy a decir que no vaya más. Para hacer lo fácil no la necesito — respondió Carmen.

            A Carmen se le daba bien la pintura. Le contó que cuando se separó de su marido, había tenido un tiempo de pareja a un pintor. Con él aprendió el oficio. Ella además remataba el trabajo de la pintura con la limpieza cuando terminaba la faena. 

—A Adriana le pinté en mayo los techos de los baños y la cocina —dijo Carmen.

            Ese verano, Mencía le propuso repasar la pintura de la fachada de su casa y Carmen aceptó. Con este encargo, otras tareas del hogar se pararían. Le trastornaba si no podía sacar todo adelante como ella quería. Las tareas atrasadas rompían –su estructura de trabajo–. Le hacían fruncir el entrecejo, tocarse el pelo nerviosa, el cuerpo se le ponía rígido y su boca se torcía con una mueca irónica. 

            Un día cuando pintaba sonó su teléfono.

            —Ahora el del seguro me dice que no está cubierta la reparación de la humedad. Cuando salga del trabajo voy a ir a hablar en persona a la oficina. Le estoy llamando y no me lo coge —dijo Carmen.

            —Vete si quieres antes, no vaya a ser que esté cerrado cuando llegues —dijo Mencía.

            —Se va a creer este que voy a estar pagando y que ni me va a escuchar. Cuando termine de solucionar esto me cambio de compañía —dijo Carmen.

            Llevaba liada con el parte del siniestro de su casa todo el verano. Mencía la veía moverse cada vez más alterada mientras realizaba sus tareas, como siempre sin descanso con su Ballerina.

            —Carmen ¿Podrías limpiar hoy el balcón junto a mi cama? Sin pararte muy a fondo.

            Ese día estaba terminando en la cocina cuando Mencía entró. Esperó a tenerla cerca y Carmen la enfiló con la mirada. Echó su cuerpo hacia adelante amenazante, los brazos hacia atrás con los puños cerrados, sacando el pecho y mordiéndose la lengua a un lado, igual que Mencía había visto en alguna película de barriobajeros. 

            —¡Mira, cuando tú me dices limpia el balcón pero por encima, yo eso no puedo hacerlo! ¡El balcón necesita mucho tiempo. Las contraventanas son muy entretenidas. Está toda la casa por hacer! —dijo con la respiración agitada Carmen.

            —Cálmate, Carmen —dijo Mencía.

            —¡Está todo por hacer! Nunca tienes bastante —dijo Carmen.

            En la cocina hacia un calor sofocante.

            —Carmen, estás muy alterada. Así no podemos hablar. Recoge tus cosas y el próximo día, con calma, lo aclaramos. 

 

 

Desde que se mudó a esta casa, Mencía cada cierto tiempo, añadía algún motivo de decoración. Una maceta aquí, una alfombra allá, una lámpara de luz indirecta, un nuevo jarrón.

            —Esta casa tiene cada vez más trabajo. Cada vez hay más cosas. No me da tiempo. Necesito más horas —decía Carmen.

            Mencía, retirada de la vida laboral pasaba más tiempo en casa. Coordinaba el gimnasio y las compras con los días que Carmen iba a trabajar. Solían coincidir en la cocina cuando desayunaba, entonces le pedía a Carmen la comida del día y alguna cosa, si la había, que se saliera de –su estructura–. Salvo que como aquel día, tras siete años juntas, observando su cara la viera preocupada.

            —¿Qué te pasa Carmen? Te veo intranquila —dijo Mencía.

            —El domingo fui a echar gasolina al lado de mi casa. Me encontré con mi cuñado. Estoy removida —dijo Carmen.

            —¿Por qué te paraste a hablar con él? —preguntó Mencía.

            —Se puso delante del coche. Me bajé y  me desahogué.  Le dije todo lo que tenía que decirle.

            Esa semana Mencía estuvo observándola para ver si su expresión mejoraba. Ya le había avisado que tenía cita con su médico. Lleva varias citas muy seguidas, coincidiendo con días de trabajo en casa.

            Se puso enferma y como siempre acudió a trabajar, solo faltó un día. También empezó a dolerle mucho la muñeca derecha.

            —Carmen, tienes derecho como todo el mundo a estar enferma y a quedarte en casa —dijo Mencía.

            —Yo necesito trabajar no quiero quedarme en casa dándole vueltas a la cabeza. ¡Ah!, te he traído kéfir por si quieres probarlo —dijo Carmen.

            Últimamente había incorporado en sus conversaciones contenidos de remedios alimenticios para mejorar la calidad de vida.

            Ese viernes como todos tocaba plancha, trabajaba por la tarde.

            Mencía acudió a una conferencia. Al salir vio suciedad de una caca de pájaro que resbalaba por la puerta negra de hierro que daba acceso a la casa. Llegaba tarde y no tenía tiempo de volverse. Cuando terminó la conferencia se tomó un té, Miró el reloj y vio que Carmen estaría aún en casa. Le pidió por un mensaje con el móvil que si podía quitar la mancha de la puerta antes de marcharse.

            Hacía dos años del asalto en la cocina. Por entonces el paso por su antiguo barrio para arreglar su casa la tenía muy inquieta. 

            

 

El lunes por la mañana, Mencía bajó a desayunar. Carmen frotaba con mala cara la Ballerina en la pila del lavadero. No respondió a sus buenos días.

            —Ya está limpia la puerta. La he fregado entera.

            —Buenos días, Carmen.

            —He pensado que después de Navidad me voy, no vengo más.

            Mencía le dijo que no entendía que había pasado. Que no era más que un malentendido. 

            —Llevo todo el fin de semana sin dormir con un dolor grande en el pecho —dijo Carmen con la cara compungida.

            Sin dejar de hablarse y repetirse, concluyeron que no se entendían.

            Cuando Mencía salía para el gimnasio llevaba lágrimas en la cara. Carmen la vio.

            —Por Dios, no llores que se me parte el alma —dijo Carmen.

            —No puedo evitarlo, ahora se me pasa —dijo Mencía.

            En los días posteriores Carmen seguía usando con eficacia su Ballerina y volvió a contarle a Mencía que había ido a su médico.

            —¿Qué tal tu muñeca? —preguntó Mencía.

            —¡A eso! ya se me ha quitado, me ha curado mi médico. Además de lo de mi familia tenía un enganche energético de los míos con la médium que te conté de Córdoba —respondió Carmen.

Le había contado días antes que estaba haciendo un curso con una que como ella también creía en la energía. Que le estaba comiendo la suya y soltándole “su mierda”. 

            —Mi médico me ha puesto los resonadores mórficos en cada uno de los chacras. Me ha desenganchado. Ya no me duele nada. Me enganchó cogiéndome por la muñeca. Ya estoy armonizada —dijo Carmen.

            —Me alegro —dijo Mencía.

            —Ahora estoy con la respiración. ¿Sabes que con la respiración podemos controlar lo que sentimos y nuestro cerebro? ¿Quieres que te pase una charla que he comprado? Es de una científica, trabaja la neurociencia —dijo Carmen.

            —¡Ah, neurociencia! Eso si lo conozco —dijo Mencía.

            —Yo consigo el equilibrio ¡sí o sí! —dijo Carmen.

El ambiente con esta conversación está más distendido después de días tensos. 

—Carmen, ¿Solo explotas cuando estás mal en mi casa? —preguntó Mencía.

—¡Qué va! En casa de Laura hace tiempo también dije que me iba. Con ella sigo —dijo Carmen.

Las dos suben la escalera. Mencía se va a la ducha, está de vuelta del gimnasio. Carmen con los botes de limpieza metidos en el cubo, sube para hacer el piso de arriba. En su mano derecha sujeta la Ballerina.


María José Aguayo Carnerero

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