FACTURA DE VIDA.

Ese otoño fue lluvioso. Un día, un aguacero estropeó el timbre de casa, lo dejó cortocircuitado sonando sin descanso. Esperaba la llamada del electricista que avisé para que lo arreglara. El teléfono sonó.

—¡Hola, hija! ¿Cómo estás? —No era la llamada esperada.
—¡Hola, papá! Por aquí bien ¿Y vosotros?
—Bien también. Quería comentarte algo. –No adiviné nada diferente en el 
habitual tono paternal–.

—Dime —me mostré interesada.
—Tu madre y yo hemos pensado comprar un piso en Marbella. ¿Qué te 
parece? –Mi semblante mudó en fracción de segundos haciendo un recorrido veloz desde la expresión normal a la de sorpresa, desembocando en tremenda alegría–. Con una enorme sonrisa alzando la voz le pregunté: 

    —¿Cómo dices? ¿Que vais a comprar un piso en Marbella? —repetí para asegurarme que era cierto lo que había oído.

    —Eso hemos pensado. ¿Nos ayudarías a buscarlo? –Nunca hubiera podido adivinar el encargo–. Me apetecía mucho ayudarles y que la misión saliera bien. Que se hicieran ese regalo. Además yo compartía el gusto por la ciudad costera.

Con las oposiciones de magisterio recién aprobadas, un golpe de suerte cambió mi puesto de trabajo del otoñal bosque naranja de castaños de Jubrique a un colegio de Marbella, convirtiéndose en mi destino provisional, durante tres cursos escolares. Y como es sabido, el roce hace el cariño, se convirtió en mi lugar de playa favorito, elegido desde entonces para mis veraneos.

    —¡Estaré encantada! ¡Seguro que encontramos un apartamento pequeño y cómodo, céntrico a ser posible para que podáis ir andando a la playa! —respondí feliz. Mis padres no tenían carné de conducir, nunca tuvimos coche.

    —Perdona papá, vamos hablando. El electricista me está llamando, tengo que contestar. Un beso.


Más tarde supe que no lo quería solo para ellos. Siempre pensando en la familia unida, me pidió que buscara un piso con habitaciones suficientes para que hubiera el mayor número posible de camas. Quería juntarnos, también durante las vacaciones en la playa. Cinco hijos todos con pareja prole y mascota eran muchas camas y habitaciones para la pensión y ahorros de un jubilado y una ama de casa. Mi rostro mudó contrariado. El encargo se complicaba. La primera oferta no tardó en llegar, a través de la llamada de una conocida dedicada al mundo de la inmobiliaria en Marbella.

    —Tengo el apartamento perfecto para tus padres. 

    Animada por la noticia volví a la carga y le llamé para tratar de convencerle de que se había ganado un retiro placentero después de tanta lucha y sacrificio para sacar a la familia

adelante. Ya era hora de que pensara en que tenían que disfrutar ellos. No quiso ni ir a verlo. Era un hombre de decisiones inamovibles, bien obstinado. Toda una vida anteponiendo la protección y el cuidado de los suyos, no le permitía ver que era digno, junto a mamá, de un merecido descanso.


No es de extrañar. Mi padre, Luis, nació en Ronda, con el cinturón ya apretado, en unos años complicados. Imagino que no debió resultarle fácil ser el pequeño de doce, para nada demasiados hijos en aquellas fechas. Se llevaba veinte años con la mayor, tía Paca. Supongo que mis abuelos recibirían la prestación monetaria por hijos a cargo, que avanzada la década de los treinta, se convirtió con rapidez en la política social más importante del régimen, para complementar los escasos ingresos de familias numerosas como la de mi padre. 

    En los sesenta, disfrutábamos mucho cuando los sábados en Sesión de tarde, después de comer, veíamos juntos en la tele en blanco y negro, las películas La gran familia y La familia y uno más, en la que de quince hijos ¡llegaron a tener dieciséis! No puedo imaginar, la cantidad de cosas que evocaría mi padre al verlas. Aunque el padre de la película era aparejador, mejor formación y puesto de trabajo que el suyo, también estaba pluriempleado. ¡Cómo no estarlo con semejante familia!

    ¿Qué futuro le esperaba a mi padre? ¿Superaría la mala mano de cartas que le tocó en el reparto, siendo el último de tan extensa saga de pobres finanzas? 


Descendiente de progenitor  con genio, por el camino forjó también su nada desdeñable carácter propio. Nada comparable al que debió gastar su padre, según hemos sabido por una semblanza que de este dejó por escrito su hermano Antonio, el tercero.

El patriarca de tan numerosa familia, Don Pedro, era viajante de comercio por toda España en el ramo de la mercería. A ningún otro viajante de su ruta –según cuenta la crónica escrita– se le conocía anteponiéndole el Don al nombre.

Mi abuelo Pedro, era de complexión fuerte como veía en una foto en blanco y negro que teníamos enmarcada en casa. Por el contrario la complexión de mi padre no era fuerte, de joven fue siempre bastante delgado. Según nos contaba mamá, cuando eran novios, “su cinturita era como la de un bailarín.” Tenía bastante pelo negro ondulado y unas rotundas cejas no corridas, a diferencia de las que lucía con orgullo su padre –según escribió tío Antonio–.

    A mi padre le gustó siempre llevar sus uñas bien cuidadas. Para ello, usaba unas tijeritas de puntas afiladas de metal desteñido y ennegrecido por el tiempo y el uso. Estas le acompañaron desde que tengo recuerdo; al igual que su alianza, grabada con la fecha de su boda –13/10/1956–, y una medalla de oro labrada, por una cara con un Sagrado Corazón y por el envés con una Virgen del Carmen, que en mi recuerdo de niña era enorme. Hoy en mi mano, su tamaño no me parece tan grande. Siempre en su muñeca izquierda, llevaba su reloj dorado de cuerda de la marca Cyma; de esfera color marfil, con los números y agujas dorados y una correa metálica, rígida y hueca. No he vuelto a ver una correa como esa que tanto me gustaba. Estos objetos eran tan suyos como su delgadez y sus cejas.

    Era muy trabajador y honrado. De temperamento nervioso, se alteraba por cosas que los demás, independientemente de nuestra edad, hacíamos sin pensar que molestaran. Ruiditos repetidos al jugar, balanceos de piernas infantiles, el movimiento y sonido reiterado de objetos cerca de él...

    —¡Estate quietecita, bonita! —acababa pidiendo alterado, esbozando a continuación una tensa sonrisa para quitar hierro al pronto brusco con el que se había dirigido a la sorprendida receptora del exabrupto. Algo irónico, dado que de niña me impresionaban sus fuertes ronquidos, que todos en casa aguantábamos.


Mi padre tuvo buen ojo para escoger a la que sería el amor de su vida, su fiel y paciente compañera. Su querida Noly, Manolita, mujer bondadosa y cariñosa madre. Cuando ella tenía diecisiete años formalizaron su relación después de mucho tiempo tonteando –como nos contaba mamá–. Durante el tiempo del servicio militar, que mi padre hizo en Granada, se escribían casi a diario, lo que –ponía negra– a su madre –recordaba mamá. Mi madre nos explicaba que ella era para todos en su casa la niña chica y eso de que tuviera novio no sentó muy bien. Supongo que teniendo un padre comandante, la situación debía de imponer bastante respeto a mi padre en aquellos tiempos. Al fin, tras cuatro años de noviazgo se casaron, celebrándolo con un desayuno entre familiares y amigos en el Hotel Victoria. Treinta y tres años después, en los jardines del mismo hotel, con una cena, celebramos mi boda.

Me consta que siempre la quiso, para él no había otra igual. Tal vez por protegerla en exceso olvidó que ella tenía alas propias, haciéndola demasiado dependiente, lo que mi madre superó con creces cuando cambiaron las tornas y tuvo que quedarse al frente del hogar desde que por la enfermedad, siendo ya mayores, mi padre pasara a ser dependiente de ella.

De niña el recuerdo de mi padre está casi siempre unido al trabajo perseverante. Mirando apresurado el reloj dorado de su muñeca, para sacar a nuestra familia numerosa adelante. Sus días eran una sucesión repetida de horas de pura actividad, entre cafés y cigarrillos –por entonces fumaba– con las colillas apagadas en un bollado cenicero triangular de aluminio con los colores y el nombre de vermouth Cinzano. Tal vez tanta tensión acumulada unida a sus nervios y la responsabilidad de mantenernos, facilitaban sus explosiones de genio, en el bullicio de una casa con cinco chiquillos creciendo. Trabajar fue la manera que tuvo

Una tarde yo rellenaba el ERPA, ficha anual con los datos familiares para el expediente del colegio, que debía entregar a las monjas al día siguiente sin falta, él trabajaba –le pregunté:

—¿Papá, que pongo en empleo? ¿Banquero? —Con una sonrisa burlona me respondía igual que otros años:

—Banquero no, bancario. Yo, otro año, seguía sin entender la diferencia, pero obediente escribía lo que me decía.

Con estudios elementales, empezó a trabajar siendo un zagal. Iba a remover las ascuas del brasero de picón del director de la Caja de Ahorros de Ronda, donde trabajaba el octavo de sus hermanos, tío Juan, entiendo que con la pretensión de ir metiendo la cabeza hasta conseguir un puesto de trabajo en el establecimiento. Finalmente fue empleado de banca pero de Banesto, trabajo que ejercía por las mañanas, por las tardes estaba pluriempleado. Iba a la gran casa particular de un señor acaudalado a quien llevaba la contabilidad, Don Manuel Fernández. Este era un señor mayor, con la calva siempre tostada por las largas horas bajo el sol en sus tierras. Sus grandes patillas blancas destacaban aún más en contraste con su piel bronceada. Cuando en alguna ocasión acompañaba a mi padre o iba a recogerle a este trabajo, este jefe –creo que mi pobre padre tenía demasiados jefes– siempre se mostró cariñoso conmigo, con gestos propios de abuelo. Tenía su domicilio muy próximo a la mercería de tío Antonio, conocido en el pueblo como –Aguayo el de los botones– . En alguna ocasión Don Manuel –como le llamábamos en casa– le regaló dos pieles hechas alfombras, una de cabra –que me daba un poco de grima– y otra de lana blanca, más grande –sería de cordero–, que mi padre puso en su dormitorio.

Tenía el título de Agente Comercial Colegiado enmarcado, colgado en su diminuto despacho, por su tamaño más parecido a un trastero que a un cuarto de trabajo y tarjetas de visita impresas con su nombre en letra cursiva y abajo, con letra de imprenta, el título citado.

Representaba variadas firmas comerciales de los más diversos productos: Tortas de aceite y demás dulces de CANSINO –de las que los cinco, niños y niñas de la casa, dábamos buena cuenta a deshoras, en incursiones clandestinas a la entrada, donde estaban apiladas en torres las cajas que compraba para uso doméstico; pañales y otros artículos para bebés de OSITO FELIZ, colas y pegamentos de QUILOSA, palillos de dientes BETIK, herramientas y muebles. Y alguna como OSBORNE que cogió y rechazó para evitar el frecuente alterne en los bares que su representación requería.

Ofrecía los productos representados visitando los comercios de Ronda que vendían el género que él trabajaba. A veces, para aliviar la carga de niños en casa, me llevaba con él en sus recorridos comerciales cotidianos para que le acompañara. Entonces podía ver cómo le trataban en cada tienda. No siempre eran amables y a mi cuando no lo eran, no me gustaba. Sorprendida por su aguante, yo le veía salir correcto y educado siempre, a pesar de su genio, anunciando que pasaría otro día por si entonces necesitaban algo. Cuando tuvimos edad de manejarnos solas por la calle, también a sus hijas no daba las facturas que afanado preparaba en el buró de persiana siempre abierto de su despacho, para repartirlas en las tiendas donde había conseguido que le compraran algo. El abuelo Pedro, según el cronista tío Antonio, sabemos que

usaba los mejores lápices, comprados en Gibraltar, para rellenar sus notas de pedidos. Mi padre usaba bolígrafo, aunque también tenía lápices que apuraba hasta el extremo, casi siempre de publicidad de pegamentos Quilosa que usaba para realizar incalculable número de cuentas y que nos daba a nosotros para usar en el colegio. Recuerdo unos de color amarillo y negro y otros blancos y azules.

Según nos cuenta mi tío, el abuelo Pedro escribía con vistosa y firme escritura digna del estudio de un grafólogo. También eso lo heredó mi padre. Su escritura era primorosa y elegante.

Cada comienzo de curso esperaba que llegara el momento en que bajo mi atenta mirada, me forraba los libros con papel de empaquetar marrón, sobre el que escribía, en el centro, con tinta negra en tamaño más grande la asignatura, debajo el curso y en el borde inferior de tamaño más pequeño mi nombre y apellidos, con una caligrafía cursiva tipo letra inglesa que yo admiraba y lucía orgullosa en el colegio. Después de preguntarle inoportuna con mi impaciencia infantil, en repetidas ocasiones: 

    —Papá ¿me vas a forrar los libros?

    —En cuanto pueda chatilla, ahora estoy trabajando.

Cuando sacaba mis libros de mi cartera en clase siempre alguna compañera preguntaba quién había escrito aquellas letras, yo contestaba orgullosa: 

    —¡Mi padre!

    Desde pequeña me gustaron las letras. Los ejercicios de lengua del colegio eran mis favoritos. Por el contrario no se me daban bien las matemáticas. Lloraba porque no las entendía y no me salían los problemas. En más de una ocasión, con su gran Olivetti gris traslada desde su despacho a la sala de estar de casa, mientras trabajaba, en la mesa grande donde comíamos, recuerdo como mi padre me explicaba el sistema métrico decimal y las operaciones con la unidad seguida de cero, – ¡menudo cuadro! –.

    También disfruté su exquisita caligrafía en las participaciones de lotería de Navidad que cada año nos daba en casa a cada uno con nuestros nombres escritos. Cuenta la crónica de tío Antonio que el abuelo Pedro, “como cualquier pobre, pensaba que jugando a la lotería y a los ciegos iba a remediar su situación, por lo que metía quizá en exceso. El mejor regalo que se le podía hacer era un billete o un décimo de lotería.” Mi padre no pasaba de comprar la lotería de Navidad, deduzco que con la misma esperanza de su padre, ganar el Gordo, lo que enmendaría las estrecheces económicas de casa.

    El sorteo navideño televisado en blanco y negro nos despertaba del calor de nuestras abrigadas camas protegidos del frío de Ronda, con la cantinela monótona de los niños de San Ildefonso el primer día de las vacaciones navideñas. Después de la cena de Nochebuena, de nuevo sin haber sido premiados, éramos los más felices como cada año frente al Belén de figuritas de barro, alguna con la cabeza pegada, cantando los siete con algarabía, la estrofa del villancico que inventó mi padre: “De quién es esta casa que tiene tantos balcones, es de Don Luis Aguayo que tiene muchos millones” y entre risas, en el estribillo, cada uno tocaba el instrumento que le había tocado, la pandereta, la botella de anís El Mono con la cuchara, cualquier cosa que sonara: "Ande, ande, ande, la Marimorena..."


Su reloj de muñeca dorado ya llevaba tiempo en un cajón. Fue sustituido en ocasiones, a medida que los hijos, ya adultos, se los íbamos regalando. 

    Al fin, jubilado, lo veía libre de responsabilidades. Encontró actividades de su gusto. La lectura de revistas y periódicos de temática que le interesaba junto a la de libros de contenido religioso avanzado, en contraposición a los criterios tradicionales de la iglesia institucional. Con ellos puede apreciar cómo se transformaba. Su conciencia solidaria se extendió a causas sociales. Se hizo socio y suscriptor de la asociación humanitaria Oxfam Intermón y de la ecologista Green Peace. Sin dejar de lado su fe católica, colaboraba asiduamente ayudando en misa en la residencia de ancianos de las Hermanitas de los Pobres.

    A su manera quiso comunicar todo lo bueno que aprendía. No hay rincón entre mis cajones del buró de persiana, al contrario que el suyo casi siempre cerrado, que no guarden una muestra de los “estados” que a su manera compartió. Sus redes sociales eran el correo postal y las calles... Careciendo de formación en nuevas tecnologías, su herramienta era su carpeta de mano cargada de revistas, periódicos, recortes y fotocopias que de estos hacía. Con la velocidad que imprimía a sus piernas –caminaba a paso de legionario–, suplía a los megabytes en la entrega de sus misivas, que repartía presuroso entre los miembros de la familia, amigos y conocidos. Guardando para cada uno de ellos el artículo que a su criterio mejor le venía. De haber sabido usar las nuevas tecnologías, ¡qué buen partido le hubiera sacado!, ¡qué buen usuario hubiera sido! 

    Todavía me estremezco cuando aparece sin aviso y sostengo entre mis manos, alguna carta, recorte de papel –todo lo aprovechaba– o fotocopia con anotaciones adjuntas con su letra. “En las cartas hay algo más, el estar escuchando la voz de alguien. La voz escrita, la sangre íntima de la vieja tinta”, escribió Muñoz Molina.


Aludía tío Antonio en su relato, a la “terquedad e intransigencia del abuelo Pedro que extendía a extremos exagerados haciendo bueno el lema que entre broma y verdad le gustaba proclamar: Me llamo Pedro y por donde meto la cabeza meto los pies.” También algo de esto heredó mi padre. Como cuando seguía bajo su criterio, de manera muy estricta las recomendaciones médicas. Dejó de comer para siempre, por ejemplo, tomate en todas sus formas, en prevención de que no le desencadenara un posible ataque de gota –de la que padecía–; también dejó de comer lechuga. Dejó de beber un vasito de vino de vez en cuando, un cafecito pequeño al día y empezó a calentarse el agua que bebía. Con su comportamiento estricto, para él no existía la recomendación de consumo moderado, no tenía término medio, o todo o nada. En otras ocasiones, su obcecación unida a su fuerza de voluntad se aliaban por una buena causa, como cuando le diagnosticaron a mi segundo hermano alergia que se podía complicar con asma. Las alertas de mi padre se encendieron. Con su madre asmática conocía bien los problemas que se le podían presentar a su hijo. Sabía que en alguna ocasión como buen pillo, en la calle algún que otro pitillo encendía. Por esto y por otros asuntos le había reprendido, con frecuencia, severamente en casa. En esta ocasión, para darle ejemplo, dejó de fumar de golpe, aguantándose supongo, los nervios y sus ganas, y los síntomas de abstinencia a las bravas.

    De mayor, otra muestra de su terquedad inexplicable fue la manía que desarrolló por desenchufar el microondas cada vez que pasaba por el pasillo y mirando a la cocina veía la luz de su reloj encendida. Solo era con él, no le preocupaba que el resto de los electrodomésticos estuvieran conectados.


Como en cualquier casa, siempre no era fiesta. Junto a mis tres hermanos y nuestra hermana pequeña, nos educó en la obediencia y la honradez bajo su, a veces, severa mirada. Sobre todo con los niños.

    Con ocasión de sus Bodas de Oro, todos los hijos le regalamos un reloj, el último, a juego con el de nuestra madre. Comprendí que con tiempo para las cavilaciones propias de la edad, ya libre de aquellas excesivas cargas de trabajo, dedicaría muchos momentos a reflexionar y ver en sus hijos el fruto de lo sembrado. El día que las celebramos, tras los postres, nos dedicó las palabras cargadas de emoción que habría estado rumiando, él sabría desde cuándo. Temeroso de no poder hacérnoslas llegar debido a que la hora de la partida fuera repentina o que llegado el momento cualquier tipo de inconsciencia se lo impidiera –qué acertado estuvo, no podía imaginar el tormentoso secuestro mental con el que partiría–, nos pedía disculpas públicas y mostraba su arrepentimiento por los errores que con cada uno hubiera cometido aclarando que nunca fueron con mala fe, mostrándose de lo más arrepentido por no haber sabido manifestarnos y darnos el cariño debido, en su desmedido interés por transmitirnos el amor al trabajo y espíritu de servicio. Reconociendo muchas torpezas en él, sobre todo en la comunicación de los mayores valores por lo que llamó “carencias de formas pedagógicas.” Creyente practicante, con gran fe, hasta expiaba en sus palabras por haber podido ser involuntariamente motivo del alejamiento de algunos de nosotros de la iglesia. Cuánta culpa para aquel niño  que con casi nada más en sus manos que su tesón y carácter, su voluntad y trabajo, jugó las cartas que le tocaron lo mejor que supo.


No tardamos en encontrar tras su llamada aquel otoño, un piso en un barrio obrero de Marbella. Un segundo sin ascensor. Algo retirado de la playa pero que se ajustaba a su bolsillo y sus condiciones, tres dormitorios y posibilidad de bastantes camas –no todo lo cómodo que yo hubiera querido para ellos–. Nos entregó a todos los hijos llaves de la vivienda. Su intento de convivencia frecuente en él, no salió adelante. Yo era la única que de manera asidua junto a ellos, cada verano con mi familia lo disfrutaba. Mis hermanos solo acudían en ocasiones de visita. Tendrían que haberse quedado con el céntrico apartamento de la primera oferta.

    Llegado el momento de su partida definitiva, vendimos el piso para repartirlo como parte de la herencia entre los hermanos. Antes, el segundo de ellos me sorprendió cuando me preguntó, si afrontando la compra de la parte de cada uno de ellos, no me gustaría conservarlo. Reconocí enternecida su gesto, pero rehusé la propuesta.


Sin darnos cuanta, como suceden estas cosas, hasta que un día mirándonos con detenimiento en el espejo lo comprendemos, entiendo que mi padre intentó honrar a su padre pareciéndose a él. Como supongo que yo le honro con mi parecido. Casi todos sus hijos nos parecemos en alguna medida.

    Era real, no perfecto. –¿Quién lo es?– Cargando con sus propias vivencias, hasta el final quiso ser nuestro ejemplo. Trabajó no solo para mantenernos sino para crear un gran vínculo entre los cinco hijos que debíamos mantener vivo cuando no estuviera. Parecía que se resistía a irse. Mermado por la enfermedad de facultades, autonomía y comunicación, aun cuando sus fuerzas casi no se lo permitían, daba débiles muestras de su autoridad.

    Cuando viajaba para visitarle, durante aquellos extraños silencios en que consistían las visitas, al verlo –ovillado en su sillón, cabizbajo, con sus ojos entornados– yo pensaba que continuaba alimentando su inquebrantable actitud de lucha –la misma de siempre– ya extenuada. Que se esforzaba por alargar su marchita vida lo más posible, como si quisiera continuar dándonos su protección para no dejarnos solos. Mamá hacía tres años que había muerto cuando mi padre nos dejó.

    Mi padre siempre llevó su dedicación, como casi todo, hasta el extremo. Entiendo que fue la mejor manera que tuvo de hacerlo. Gracias a su inquebrantable empeño, todavía hoy, me siento protegida.

    El pequeño de la gran familia superó con creces su mala mano de cartas. Hasta fue propietario de una segunda vivienda en la playa. Mi nervioso y pluriempleado padre consiguió llegar al cierre final de su vida con su última factura bien emitida.


María José Aguayo Carnerero

 

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