LUZ QUE BRILLA.

Como padres, desean que Julia encuentre su camino. Desde que la apoyaron en su elección de carrera, hacen lo que pueden porque brille su estrella.

La semana anterior también madrugaron para hacer el mismo recorrido. La acompañaron a la facultad de Bellas Artes para ayudarla a llevar tres lienzos pintados para su entrega. En ellos, como en obras anteriores, muestra el tema del tránsito de su niñez hacia la vida adulta. Por el camino, para no perderse, en todas ha dejado un rastro de estrellas. Estos asimismo están salpicados por ellas. Los tres juntos superan las ochenta figuras requeridas para la tarea. El final del primer cuatrimestre apremia. Aprovechan la disponibilidad de ambos, él de vacaciones unos días de diciembre, ella jubilada, para ayudarla a cargar sus entregas y recogidas más grandes de estas fechas, a la ida y a la vuelta.

            Es su último año de carrera. Julia desde el comienzo, recorre el camino entre su casa y la facultad, usando el transporte público. A veces en metro a veces en autobús. La elección depende del volumen, peso y categoría de su carga. Aparatosos lienzos, pesadas pellas de barro, un jardín sembrado en sus botas para su performance, monos, batas, trapos, gafas protectoras, zapatos de seguridad, cuadernos de dibujo, lápices, pinceles, botes de pintura, tarros, paletas… perseguida por huellas de salpicaduras inquebrantables de pintura y otros materiales aferrados a sus ropas. Sin faltar entre estos, el último libro que esté leyendo.

            Hoy, a las siete y media sus padres vuelven del centro de la ciudad al Aljarafe. En esta ocasión la han ayudado a transportar una tabla pintada de grandes dimensiones. Ocupa todo el ancho dentro de la cabina del espacioso coche, desde el suelo hasta los reposacabezas, entre los asientos delanteros y traseros. La artista, con las piernas encogidas, sentada detrás lo custodia. Cuando llegan a la esquina acostumbrada, su madre se baja para ayudarle a colgarse en el hombro las correas que la sujetan. Su padre atento al tráfico, –estamos parados en doble fila–, de reojo mira la faena esperando que acabe pronto.

La tarde anterior, mientras Julia trabajaba en la academia, su madre bajó con cuidado –de la obra y de la escalera–, la tabla de su dormitorio a la entrada. Su hija llegaría de noche, después de ir al gimnasio a la salida del trabajo, cansada del largo día. Allí la embaló cuidadosamente e inventó de nuevo, una suerte de asas unidas por mosquetones que le facilitaran el porte por el camino desde donde la podían acercar con el coche hasta la facultad. El tráfico en el centro está restringido. Con la incómoda carga colgada tendría que sortear como siempre, por las estrechas aceras, a los apresurados transeúntes ajenos a la dificultad de caminar adormecida, como ellos, con su artística carga. A la vuelta con el embalaje algo deteriorado, tendría que sortear de nuevo, ahora a los numerosos turistas mezclados entre los lugareños, hasta llegar al punto de recogida.

De regreso a casa, desde su asiento de copiloto, su madre mira hacia la ventanilla del conductor. Fuera, comienza a dibujarse una singular línea del cielo. El amanecer puja por entrar. Una franja estrecha de una tenue luz roja asciende volviéndose violeta, para fundirse todavía con el inmenso negro de la noche, rota por la imponente y elíptica torre, junto a las sombras difusas de los demás edificios de escasa altura. Separadas por una serpenteante guirnalda de luces móviles que iluminan la ascendente autovía, al otro lado de la carretera, por su ventanilla, se asoman cúbicas casas blancas con sus tejas de barro, superpuestas a distintas alturas, aun bañadas por el alumbrado nocturno.

 

La noche anterior su madre leía en la cama. Julia a pesar del frío y del resfriado entró descalza en su dormitorio –para su disgusto–. Como en otras ocasiones, venía a leerle el texto con el que presentaría el cuadro en clase la mañana siguiente.

            —En este no hay estrellas, madre —la habitación brilló con sus palabras y un calor repentino recorrió el pecho y la garganta de su madre. Esta salió de la cama para abrazarla.

            —¡Por Dios, Julia corre que estás descalza y estás resfriada!

En el asiento del coche mirando por la ventanilla, ve como el día amanece y piensa en la imagen de su hija caminando oculta por el voluminoso cuadro que va cargando y que en breve entregará, y entonces le contesta: “Te equivocas, hija. Es la mayor estrella de todas las que has dibujado hasta ahora, quien hoy lo lleva.”


María José Aguayo

Comentarios

Entradas populares de este blog