QUÉDATE A MI LADO. 

Las cuatro amigas estaban en el soleado patio rodeado de pórticos de la Mezquita, cuando Cristina desinhibida, llama su atención y les habla:

—¡Oye, aquí ya no vale decir más me da igual! Venimos al viaje sin nada preparado, a ver qué lugares vamos a poder visitar ahora. –Exdirectora de Escuela de Idiomas, con dotes de mando acostumbrada a organizarlo todo, se lamenta de la escasa planificación de actividades del viaje. 

En sus mensajes por el móvil, solo habían acordado el destino, la compra de billetes de tren, el alquiler del apartamento turístico, la reserva en el restaurante para el almuerzo del día de llegada y la de la cena de despedida de los dos días que iban a encontrarse las cuatro en Córdoba, estos dos últimos, sin manifiesta opinión de todas hacia los restaurantes escogidos, solo Eugenia, aliviada por no tener que decidir, opinó cuando Cristina planteó el tema de reservas para las comidas y Violeta contestó proponiendo dos restaurantes de las listas que habían compartido:

—¡Qué bien! ¡Alguien con decisión! 

Finalmente, Cristina reservó el almuerzo de llegada y Ángela la cena de último día. Y esa fue toda la planificación que hicieron.

Ángela, sarcástica, pone expresión teatral, con las cejas levantadas y los ojos muy abiertos señalando con movimientos repetidos de su cabeza hacia Cristina, busca la complicidad de alguna con su mirada. Ella que tanto se fija y subraya las caras, gestos y expresiones de todas; con risa burlona y retintín dice:

—¡Uy, nos están regañando! 

—Yo quiero ir a Medina Azahara, la Mezquita ya la habéis visto todas–repite Violeta. Malagueñas las cuatro, ya habían visitado la ciudad cada una con familiares por separado, hacía más o menos tiempo. Días antes Violeta lo dijo por un mensaje en el que no le respondieron. A pesar de saber que no era una opción, tenía que intentarlo. Eugenia le dice: 

—Es que eso está fuera… –como si su amiga no lo supiera.

Violeta recuerda también que ya preguntó en su momento qué tipo de viaje planeaban, un encuentro sin más entre amigas pero más largo, durmiendo juntas fuera de casa o un encuentro “turístico” entre amigas. A lo que tampoco contestaron. Ahora in situ, lo querían todo y faltaban tiempo y lugares a los que les gustaría ir. Para ninguno tenían entradas sacadas con antelación.

—¡Hemos hablado poquísimo! Otras amigas no paran de hablar cuando organizan un viaje –comenta enérgica Ángela, cual capitán Araña que se va sumando al cometario del momento; tras ironizar sobre el supuesto regaño de Cristina, ahora le daba la razón.  

Después de encontrarse con gran alegría en la estación de Córdoba con Violeta –la única que venía sola desde Sevilla–, las demás llegaron juntas desde Málaga, satisfechas por llevar a cabo su aventura, cogieron un taxi y se dirigieron al apartamento turístico que convinieron y que Violeta se encargó de reservar. A esta le sorprendió que las tres opinaran que preferían el de cuatro habitaciones, incluso llegó a preguntarles: 

—¿Dónde están mis chicas de los campamentos, cuando dormíamos bajo cualquier toldo compartiendo techo con quien hiciera falta incluso sin conocerles de nada? ¡Os veo muy despegadas! Cristina la primera en opinar que prefería habitaciones separadas, respondió:

—¡Eso digo yo! —Riéndose de ella misma. No sabía que en este viaje, llegaría a querer compartir habitación, incluso cama si era preciso, a raíz de un suceso que estaba por venir que la asustaría bastante a ella y algo menos a Violeta también.

 

 

 

Habían acudido hasta el monumento después de hacer la entrada en el apartamento y dejado el equipaje. Eugenia, Cristina y Violeta sentían gran curiosidad desde que vieron aparecer a Ángela, las más grande de las cuatro, con una pequeña mochila en la que no entendían que cupiera todo lo que decía que traía, incluido un abrigo largo. –Maravilladas, comprobaron que era cierto y además, que el abrigo salió sin arrugas, como recién planchado, en lo que tuvo mucho que ver la firma del modisto. 

Callejeando por el barrio de la judería hacía el restaurante reservado para almorzar, era la hora, hicieron una parada en la Mezquita, les cogía de camino. En su patio porticado decidieron sacar la entrada para visitarla después de la comida y en la breve cola de la taquilla, comenzaron con varios selfies, la colorida y alegre colección de fotografías con la que aumentaron de manera considerable, las repletas galerías de sus dispositivos móviles, atesorando bonitos recuerdos con los que volverían satisfechas a sus casas. En aquel momento, no sabían que Cristina asustada, eliminaría tres de ellas esa misma noche.

Caminaban por las estrechas callejuelas de dos en dos. Cristina y Violeta delante, Eugenia y Ángela, más despacio, venían detrás algo distanciadas. Las primeras esperaron en la puerta del restaurante para entrar juntas. En frente, había un gran retablo ubicado al aire libre haciendo esquina entre dos calles, un altar dedicado a San Rafael.

Cristina al verlo con gusto le dice a Violeta:

—Ahí nos tenemos que hacer luego una foto.

—¡Ni hablar! Al menos yo no me pongo. Me parece algo lúgubre y tétrico. –Violeta acompañó su respuesta de un gesto de rechazo arrugando su cara y moviendo su cabeza negativamente, al tiempo que desviaba su mirada del retablo–. Le repelía la oscuridad que a pesar del soleado día del que disfrutaban, desprendía aquella tenebrosa esquina. Mientras, Cristina –la religiosa de las cuatro– balanceaba apacible la cabeza agachada, sonría y se mordía suavemente el labio inferior.

—Si queréis, os ponéis vosotras tres y yo la hago –afinó Violeta.

La imagen de la Virgen de Linares de la hornacina en 1801 había sido destrozada. Desde entonces el altar había sido igualmente, reformado y abandonado durante años. Estuvo a punto de desaparecer para evitar vandalismos. Actualmente no se apreciaba que estuviera cuidado.

 

La comida transcurrió de manera apacible y agradable. Tras los brindis con cara de felicidad por haber logrado su primer encuentro fuera de casa, –ilusionadas esperaban sin confesarlo que sucedieran otros muchos–, siguió una imparable charla cargada de miradas cómplices y de la intimidad y el cariño conseguidos tras cinco décadas de amistad, desde que eran niñas en el colegio. 

Esta reunión suponía un reto por la falta de iniciativas “aventureras” del grupo pero sobre todo, un gran regalo que se hacían todas ellas. Pasaron por la ineludible cita al aseo del local antes de marcharse. –Como comprobará Violeta sorprendida durante el viaje, por la cantidad de veces que iban al baño sus amigas.  Animadas, salieron del restaurante.

Cristina no olvidó su foto. Frente al retablo Violeta observa:

—Menudo centro de flores, quien sabe el tiempo que llevan ahí puestas. La sensación era de abandono total, de atrezo de película de terror. Cuando estuvieron colocadas con el altar a su espalda, Cristina dio su móvil a Violeta quien pulso tres veces el disparador de la cámara, durante las que se mantuvieron increíblemente quietas y calladas, lo que no sucedería en ninguna de las restantes poses del viaje.  A continuación, siguieron con el itinerario que improvisaron con acierto para esa tarde, visita a la Mezquita y después al Alcázar de los Reyes Cristianos, gratuita ese día, a partir de las seis de la tarde. 

Finalizado el turismo de la tarde, con nueva información recabada para planificar el itinerario del día siguiente, signos claros de cansancio comenzaban a asomarse por sus caras. Regresaban al apartamento algo desorientadas, siguiendo las instrucciones de la aplicación Google Maps, sobre todo al llegar a la judería, mientras sin mucha hambre iban pensando que lugar de su lista de recomendaciones escogerían para ir a cenar algo. Una pequeña sucursal de lotería encontrada en el camino llamó la atención de Cristina.

—¿Os parece bien que compremos lotería de Navidad? Estuvieron de acuerdo. Junto a Violeta esperaban su turno en la puerta para pasar. Eugenia y Ángela caminaban despacio calle abajo, mientras Ángela hacía una llamada de auxilio a una amiga cordobesa, que tenía en Málaga, para preguntarle dónde ir a cenar que estuviera cerca del apartamento. 

—¡Menudo plasta! ¿Qué quiere ahora? No se entera… —dice Violeta desesperada mirando al único cliente que tienen delante hace rato.  Cuando parece que ya ha terminado, empieza de nuevo con otra pregunta a la dependienta.

—Mejor lo dejamos, ya encontraremos otra administración de lotería mañana —decide Cristina.

—Como nos sentemos en el sofá cuando lleguemos, nos va a dar bajona —previó Violeta.

—De eso nada, una parada ligera para ir al baño y en poco salimos para el restaurante —respondió Cristina.

Violeta había perdido la cuenta de cuántas visitas al baño llevaban a lo largo del día sus amigas. 

—¿Otra vez?

—Estoy segura de que es algo mental –le dice Cristina–, pero tengo que ir al baño.

Sin detenerse apenas, visita al baño y una llamada ligera a casa, subieron y bajaron del apartamento. No se sentarían a descansar hasta después de la cena. En un mesón del barrio compartieron tres platos ligeros que no terminaron, mientras se contaron confidencias y opiniones sobre cuestiones que les preocupaban, en este caso Cristina, Violeta y Ángela respecto a desencuentros que cada una había tenido de diferente calado en distintos ámbitos. Al acabar, Violeta preguntó sonriente a Eugenia:

—¿Tú no te has peleado con nadie?  

Esta amante de la escucha y partidaria de mantener la boca cerrada, prefirió no contar en ese momento sus experiencias de esta índole, que las tenía, y prefirió dejarlo para mañana.

—¿Queréis tomar un menta poleo? —preguntó Ángela.

En un alarde de que la fiesta no decayera las demás aceptaron, aunque a Eugenia durante la cena los ojos ya casi se le cerraban. Tuvieron que buscar otro restaurante en la misma calle que tuviera encendida aún la máquina de café, en el que estaban la tenían apagada. Era jueves, día laborable para el resto de los mortales. Las calles estaban solitarias.

—Querrán irse a descansar, ya es hora, después de todo el día trabajando —opinó Violeta en voz alta.

A solo unos pasos encontraron en el restaurante que les indicaron, donde les sirvieron las cuatro infusiones. Ángela reconoció haberse espabilado con la bebida. Decidieron retirarse ya a descansar. En el camino de vuelta Eugenia les mostró un atajo al apartamento, estaban al lado y lo que era mejor el barrio en el que vivían temporalmente, San Basilio, era donde estaban los patios que querían visitar al día siguiente después de desayunar.

Una vez en el alojamiento cada una se fue a su dormitorio para ponerse cómodas en pijama. Conforme iban acabando se fueron encontrando en el salón donde Cristina, Violeta y Ángela, se acomodaron en el sofá; Ángela desparramada en la chaise longue de este, Eugenia se sentó en el sillón. 

Al momento comenzaron a sonar las notificaciones de entrada en el WhatsApp, como lo hacen cuando suena un petardeo continúo. Estaban entrando las fotos del día. Eugenia y Cristina las enviaban al grupo. Comenzaron a mirarlas y comentarlas. El movimiento de pinza sobre las pantallas de los móviles de los dedos índice y pulgar al juntarse y separase para ampliar la imagen, provocaban igualmente exclamaciones de satisfacción por lo entrañable que le resultaba una foto a cualquiera de ellas, como de espanto por haber recogido en una toma falsa, la imagen de alguna en situación o expresión nefasta. En esas estaban cuando escucharon un grito:

—¡Oye! ¿Esto qué es? —levanta la voz Cristina mientras se remueve inquieta, incorporándose sobresaltada como un resorte en su asiento. Las demás le dirigimos la mirada observando preocupadas una expresión inesperada de terror en su cara.

Sin querer mantener el móvil en sus manos más tiempo, Cristina casi se lo lanza al sillón a Eugenia que analiza con interés las tres fotos hechas por Violeta en el altar de San Rafael, estas aún no las había compartido.

—¿Ves algo? ¿Qué ves? —nerviosa le pregunta, sin darle tiempo a responder entre una pregunta y otra, esperando no oír lo que sabe que oirá.

—¡Si, mira! ¡Lo veo, lo veo! ¡Sobre tu cabeza! ¡Se mueve y desaparece! 

Cristina no había dicho lo que ella había visto y creía que era. Imperativa y asustada le pregunta otra vez:

—¿¿Lo ves, Eugenia??

Ampliando las imágenes Eugenia responde:

—¡Claro que lo veo! ¡¡Es una canina!! ¡¡¡Y se mueve sobre tu cabeza!!! ¡¡¡Ahora se esconde!!! —responde quien suele estar callada pues prefiere analizar los hechos para tomar decisiones basadas en la lógica y la razón.

Violeta y Ángela erguidas y expectantes esperan su turno para asomarse a la pantalla. Violeta de entrada ya asustada –recuerda lo quietas que posaron para esas fotos–, con el móvil en la mano a penas se atreve a ampliar la imagen, pero su amiga espera que lo haga. Mantiene su espalda cada vez más pegada al sofá y reculando en el asiento, ella también la ve. Enfoca su mirada hacia la pequeña hornacina central del altar. Tras los barrotes, el centro de flores desteñidas y cenicientas, entre las que podrían adivinarse las telarañas. Lo que pudiera haber sido, hace no se sabe el tiempo, un ramo de hermosos crisantemos amarillos, en la actualidad presenta un aspecto funesto, de eterno abandono.  Al fondo una imagen también desteñida y grisácea de una Virgen, La Candelaria. Comprueba que sobre la cabeza de su amiga, en la foto donde no quiso ponerse, aparece una figura de atributos sobrenaturales, más nítida de lo que quisiera. Su forma redondeada y amarillenta. La amplía asustada y con horror comprueba que puede verla, una canina sin mandíbula inferior que va moviéndose en el sentido inverso de las agujas del reloj hasta desaparecer por detrás de Cristina. No es que se entreviera. Ninguna quería verla con todas sus fuerzas. Pero allí estaba.

Es el turno de Ángela si ella también lo confirma, no les cabrá duda de lo que han visto. Finalmente, esta también ratifica. Silenciosas dan la visión por válida.

—¡¡Trae pacá el móvil!! —dice Cristina a la desesperada. ¡¡¡Tengo que borrar las fotos!!!

—¡No, no las borres! —dicen al unísono Eugenia y Ángela.

—¡El móvil es mío y no quiero guardarlas!

En esta ocasión, Violeta cada vez más asustada, se queda callada.

—¡Mañana tenemos que volver al sitio! —dice excitada Ángela.–

–¡Si! –le responde Eugenia con determinación, dispuesta a encontrar la manera de enfrentar in situ, esta situación, cuanto menos extraña. A pesar de su ánimo pausado y criterio realista, está desconcertada y quiere manejar este estrés de manera efectiva. Tanto ella como Ángela no se dejan llevar en apariencia por las emociones y prefieren analizar los hechos para tomar decisiones basadas en la sensatez. –Pero verlo lo han visto–.

Cristina y Violeta son todo lo contrario. La primera ya ha borrado las tres fotografías.

—¡Yo no vuelvo allí ni amarrá! ¡Dejad de hablar del tema! ¡Estoy bastante asustada! No sé si podré pegar ojo esta noche. Buscaré otra cama donde meterme si hace falta. –La oscuridad y que la casa sea desconocida no ayuda, la decoración de los muebles antiguos de abuela difunta de su dormitorio tampoco acompaña–.

—¡Vente a dormir conmigo a mi cama! —dice Violeta viendo el cielo abierto ante la posibilidad de pasar la noche acompañada. Ella también está asustada. Confirma ahora la sensación macabra que el retablo le produjo sin saber por qué, cuando lo vio por la mañana. Su habitación además estaba aislada, separada de las demás, todas juntas en el mismo pasillo, por medio tenía una puerta y la entrada de la casa. 

Antes de irse a dormir, dijeron que no cerrarían ninguna la puerta. La noche sería larga.

 

Por la mañana cuando Violeta se levantó a las ocho, ya estaban las tres sentadas en la cocina comiéndose un kiwi en ayunas, antes de salir a desayunar a la calle. Le ofrecieron el suyo. Aunque aceptó que se lo compraran la tarde anterior en una frutería del barrio para probar a tomárselo con ellas en este viaje, no tenía costumbre y rehusó desganada.

—Antes de que me preguntéis. No, no he dormido a penas nada ¿Y vosotras?

—Estuve a punto de irme contigo —le dice Cristina, pero me tapé la cabeza hasta arriba. Me dio miedo salir de la cama. Todas rieron. Con la luz del día se podía hablar del tema de forma algo más sosegada. 

—Tenemos que volver al sitio —insistieron Eugenia y Ángela.

—No contéis conmigo –respondió con determinación Cristina que seguía preocupada.

Al momento comenzaron con las duchas y a preparase para salir. Tenían por delante un día cargado de visitas que irían engrosando y desinflando conforme el reloj inexorable, acercaba la hora de la partida. 

Satisfechas de todo cuanto habían podido hacer aún sin prepararlo, acabaron esa jornada con una visita nocturna a pie por la judería, que terminó en el castillo de la muralla, para su sorpresa, justo al lado del apartamento donde se alojaban.

Violeta, al escuchar contar a la guía, entre otras, historias de persecuciones, ajusticiamientos, muerte y sangre derramada, como las que causó el inquisidor Lucero el Tenebroso también conocido como el Inspirado por Lucifer por sus terribles sentencias, no pudo dejar de pensar en cuanta alma andaría suspirando por la ciudad buscando el eterno descanso. Con la noche ya echada encima, rumiaba si la inquietante visión atrapada en aquella hornacina y revelada en las tres fotos, no sería una de ellas.

 

 

En el restaurante de la cena de despedida junto al río, la conversación no cesaba. La estampa se repetía, tres amigas hablaban acaloradas de temas importantes para ellas, otra más sosegada, escuchaba. Les quedaba poco tiempo que estar juntas. Aunque todas lo tenían presente, ninguna lo expresaba. También aquí hubo brindis. En él agradecieron la experiencia vivida. La suerte de poder llevar a cabo su aventura y tenerse como amigas. Olvidaron comprar lotería. No hizo falta. Todas pensaban que ya habían ganado. 

Durante la cena, volvieron a aparecer las miradas cómplices, la intimidad, el cariño. El encuentro no había hecho nada más que consolidar y acrecentar su amistad. Tocada por la conversación de la noche en la que por azar se convirtió en el foco de atención sin gustarle, Cristina no solo quería sentir tanto cariño sino demostrarlo. Cuando se levantó una vez más para ir al baño, antes, rodeó la mesa y acercándose a cada una de nosotras, se tomó su tiempo para darnos un sentido beso y un abrazo. 

 

 

La segunda noche, en cuanto a descanso se refiere, también se preveía complicada. Volvían excitadas por la conversación intensa y la suma de situaciones vividas en sus dos días de convivencia, que sin planificar, resultó llena de visitas y movimiento. Sobre ellas planeaba la sombra de la inminente despedida. 

Tenían además, demasiadas cosas por hacer en sus cabezas, antes de retirarse a las cuatro habitaciones: el equipaje, ver cómo Ángela cual Houdini, volvía a meter todo lo que había sacado en su pequeña y mágica mochila, incluido el largo abrigo, su última charla en pijama con Cristina, Violeta y Ángela acomodadas en el sofá y Eugenia en el sillón –ya como si estuvieran en casa– cuadrar las cuentas, una canina no invitada… Violeta y Ángela, nerviosas por el viaje, no podían contener sus inacabables risas contagiosas.

 

 

Por la mañana, al levantarse, Violeta las encuentra de nuevo comiéndose el kiwi sentadas en la cocina. Pensó que ante ella se representaba la descripción de la amistad y enternecida las miró sonriente.  

Como huéspedes respetuosas, siguieron también en la salida las indicaciones del anfitrión del apartamento al pie de la letra; querían una buena evaluación en la plataforma del alquiler vacacional.  El taxi puntual, les esperaba para llevarlas de vuelta a la estación, donde desayunaron esa mañana. Cuando acabaron, se dirigieron hacia el control de entrada. No pudieron bajar juntas al andén, como les hubiera gustado. El tren de Violeta salía minutos más tarde y no tenía permitido aún el acceso a la vía. Ante la mirada de los viajeros más próximos, las cuatro se abrazaron emocionadas y se besaron. Escuchando en el interior de sus corazones una voz que repetía: “Quédate a mi lado.”

 

 

María José Aguayo Carnerero

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