ALMA DE JAZZ.

El frío diciembre estaba avanzado. No había parado de llover en todo el día. Cuando llegó a casa, Sam corrió hacia él jadeante, zigzagueaba entre sus piernas sin dejar de mover enérgica su nerviosa cola. Willen acarició su lomo negro y le dijo susurrante: “Buen chico.”

            Entró en el cálido salón. Greta, su competente empleada de hogar, dejó encendida la chimenea antes de marcharse, como le pidió por teléfono mientras se acercaba andando a casa. Cuando llegó, Willen dejó caer el abrigo y los zapatos mojados frente a ella. 

Descalzo subió la amplia escalera de madera hasta su dormitorio. En el vestidor, ahuecándose el abundante pelo negro mojado frente al espejo, en busca de alguna cana inoportuna que le pareció advertir por la mañana mientras se afeitaba, cogió algo de ropa seca y se cambió. Volvió al salón con un cálido suéter, pantalón gris de algodón y unos gruesos calcetines blancos de deporte. La lluvia caló su ropa y el frío dejó seca su garganta. Se sirvió una copa con un par de hielos en un pesado vaso tallado del juego que compró Julia para él, la navidad pasada en Bloomingdale’s. Dio un largo trago y cogió un almohadón del sofá. Lo acomodó sobre la mullida y confortable alfombra cerca del fuego, se tumbó y contempló sus llamas. Pulsó el mando del equipo de música de alta fidelidad. Comenzó a sonar una selección de jazz. Cerró los ojos y dijo: “Sam, escucha como se hablan el saxo y la trompeta:”

—“¿Pero por qué? ¿Por qué mi nombre?” —sonó la trompeta con sordina.

—“Porque te irás en ese avión” —respondió el saxo barítono.

»Vamos Sam, ven aquí. 

Sam acudió solícito ante la llamada de su amo y se tumbó junto a él.

»Buen chico. Willen acarició repetidamente su cabeza. Decaído le dijo: “Ahora, tú y yo estamos solos.”

La melodía sonó limpia a través de los altavoces:

—“No, Richard, no, ¿qué te ha ocurrido?, anoche dijimos…” —la atenuada trompeta sonó.

—“Anoche dijimos muchas cosas. Tú dijiste que yo tenía que pensar por los dos, y después de hacerlo he llegado a la conclusión de que debes ir con Víctor, que es a quien…” —sonó afilado y ronco el saxo barítono. –Sam mirando fijamente a Willen, con las orejas gachas, gimió–.

 

 

La semana pasada, antes de que Willen saliera de casa después de desayunar, tras meses mostrándose esquivos el uno con el otro; a penas se miraban, no se acercaban, evitaban cualquier tipo de contacto físico y la conversación se había reducido a una mera consigna de asuntos prácticos relativos a la hora aproximada de regreso a casa; Julia poco convencida le dijo:

            —Tenemos que hablar.

            Willen, dirigiéndose a la puerta, desde el amplio hall sin volverse le respondió esquivo:

            —Hoy regresaré tarde, no me esperes despierta.

            Julia con el cuerpo agitado por el llanto, se dejó caer abatida en la silla de la cocina. Se oyó el sonido de la puerta al cerrarse. Sam acudió a tumbarse sobre sus pies.       Ambos se unieron en un silencioso lamento. 

 

 

Willen y Julia se conocieron en la universidad cuando eran estudiantes de arquitectura. El día que proyectaban Casablanca, en un ciclo de cine clásico en blanco y negro al aire libre, en los jardines de la universidad, por casualidad, colocaron sus almohadones juntos sobre el césped. Willen observó divertido, como Julia rebuscaba en el cocktail de frutos secos que comía con deleite, los cacahuetes y anacardos, despreciando los garbanzos tostados y las pasas. Ella se dio cuenta que la miraba y extendió su brazo ofreciéndole el paquete. Willen aceptó comerse los frutos que Julia apartaba.  Al momento comenzaron a comentar con familiaridad diálogos y escenas de la película, como si se conocieran desde siempre.  Cuando esta acabó, volvieron paseando juntos a sus residencias. Estaban próximas. Se despidieron acordando encontrarse la semana siguiente, en el mismo sitio en la próxima función. Ella llevaría otra bolsa de cocktail de frutos secos para compartir. Desde entonces no se separaron. 

            

 

En el salón la música continuó sonando. 

»¿Sabes Sam? –Willen comenzó a acariciarle con movimientos suaves la barbilla–  Julia me dijo que lo conoció casualmente en el Museo Metropolitano después de su descanso para almorzar. Ella, en ese momento, hizo su elección. Lo supe desde que en primavera canceló nuestra cita para la ópera. Entonces un día, dijo que iría a visitar a su tía a Filadelfia unos días, debido a su delicado estado de salud. Yo sabía que era una excusa, apenas sentía afecto por ella. 

Lo intuí de inmediato, ¿sabes? Desde entonces todo ha sido puro teatro. La dejé hacer. Pensé que se cansaría tras los primeros escarceos, y que posiblemente se arrepentiría. Cuando aquella noche regresé tarde, comprobé que parte de su ropa ya no estaba. Julia se había ido. No lo podía creer. Sam, somnoliento, continuaba tumbado junto a Willen que con expresión de abandono, continuó escuchando las sincopadas e improvisadas notas del swing:

            —“Pero Richard, no…” —sonó sentimental la trompeta.

            —“¡Por favor, escúchame! ¿Tienes idea de lo que deberías soportar aquí?” —resonó con carácter el saxo.

            »¿Les oyes, Sam? La trompeta y el saxo me recuerdan los diálogos de Rick e Ilsa, en Casablanca. Ellos al menos, antes de separarse se despidieron. –Sam, abriendo mucho la boca dio un gran bostezo, se lamió el hocico y emitió un sonido acuoso al chasquear su húmeda lengua–.

 

 

Al terminar la carrera, Willen y Julia, por mediación del padre de él también arquitecto, comenzaron a trabajar para un importante estudio de arquitectura de la Gran Manzana. Algunos clientes satisfechos empezaron a interesarse por sus proyectos. Experimentaban con una percepción nueva de los lugares comunes. Conocían su singularidad y sabían aprovecharla. Disfrutaban transformando los espacios y se les notaba. Eran capaces de adaptarse al contexto para sacar una nueva versión del edificio. En sus construcciones no solían faltar las ilusiones ópticas. Formaban un buen equipo. Su fama se fue extendiendo y los encargos fueron en aumento. Decidieron que había llegado el momento de establecerse por cuenta propia.  

Al oeste de Manhattan, en el Village, en una calle arbolada cerca de una acogedora cafetería y de uno de sus restaurantes favoritos, un familiar bistró francés cercano al Hudson, rehabilitaron una típica casa de piedra rojiza. La convirtieron en su hogar. A la vuelta de la esquina solían frecuentar un local de culto de jazz.

Aunque acordaron esperar para tener hijos, Julia, a diferencia de Willen, no quería posponer mucho la decisión. Llevaban meses en el barrio cuando una noche que Willen fue a sacar la basura, encontró una caja de cartón junto a la escalera de acceso a la vivienda. Dentro un bulto de cuadros se removía. Con prudencia retiró parte de la manta y allí lo encontró con su negro pelo brillante junto a una nota blanca escrita a mano: “Por favor, cuídadlo. Os he estado observando. Sois una pareja encantadora. Sé que lo querréis. En casa ya cuidamos de otros perros. Gracias.” Era un cachorro de labrador retriever, mezclado con otra raza. Con la caja entre sus brazos, Willen subió con cuidado las escaleras y se adentró en la casa. Le llamaron Sam.

 

 

»¿Recuerdas la primera vez que vimos Casablanca en casa, Sam? Su voz sonó melancólica. Aquí junto a la chimenea, un día lluvioso como hoy, nos descalzamos y acomodamos sobre la alfombra. Greta nos había dejado preparada una cena fría ligera en la bandeja. Casi no la tocamos. Llenamos nuestras copas y acurrucados le dimos al play. Para cuando Ilsa dijo: “Tócala otra vez, Sam” ya habíamos soltado las copas y uno frente al otro nos abrazábamos. 

La mano de Willen con movimiento rítmico subía y bajaba sobre el lomo de Sam. –El perro se había dormido–.

            El equipo de música reproducía con el lenguaje propio del jazz, la melodía con gran calidad. Ayudaban, el perfecto aislamiento acústico conseguido gracias a los suelos de madera, las gruesas alfombras y las costosas tapicerías del confortable salón. Se podía diferenciar con exactitud, el ruido de fondo de una lluvia que no cesaba y que se hacía cada vez más intensa.

            —“Lo dices solo para que me vaya”—volvió a sonar un solo de trompeta.

            —“Lo digo porque es verdad. Si ese avión sale, y tú no estás en él, lo lamentarás —sentenció el solo de saxo. 

            »Ahora que duermes, Sam, te confesaré que fui un cobarde al no ir tras ella. Me pudo el orgullo. No sé si podré seguir en esta casa sabiendo que ya no está. Willen comenzó a llorar. Miró su vaso vacío. Pasó la yema del dedo dibujando su atractiva talla y se levantó. Lo llenó de nuevo y le agregó un par de cubos de hielos. Sintió calor. El fuego de la chimenea ardía vivo. Se quitó el suéter. Con su camiseta de manga corta, dejó caer su recio cuerpo sobre el mullido sofá, escuchando de nuevo la melodía llena de contrastes. 

            —“Pero…¿Y nosotros?” —irrumpió la trompeta.

            —“Siempre nos quedará París” —sonó protagonista el saxofón.

            »Lástima. Te has perdido el final, Sam. Willen dio un largo sorbo a su copa y cerró los ojos. –Sam respiraba lento acurrucado a su lado–.

            

 

De repente, sobresaltado se despertó. Giró alerta y erguida su negra cabeza, moviendo sus orejas hacia adelante. Se levantó sin quitar ojo a la ventana y se acercó ladrando. Ladró insistente sin dejar de mirar a Willen. Este ensimismado con el comienzo de la siguiente melodía, no le prestó atención pero Sam no dejó de ladrar y de mirarle hasta que al fin Willen se incorporó. 

—¿Qué te pasa viejo amigo? —dijo Willen acercándose con movimientos torpes junto a él. Se aproximó a la ventana algo mareado –las copas que se sirvió estaban más cargadas de lo normal–. Tras los cristales mojados la vio. Allí estaba Julia en la oscuridad, desdibujada por la lluvia, empapada, con las palmas de las manos apoyadas en los cristales. Temblaba cuando lo miró. Él, mirándola fijamente a los ojos, con movimientos lentos suspiró aliviado, y apoyó desde dentro sus palmas sobre las de ella. Sam, sin dejar de ladrar, con el pelo de los hombros erizado, saltaba dando vueltas sobre sí mismo camino de la puerta. 

Al calor de la chimenea, la trompeta y el saxo acompasaron sus ritmos. En el salón, sus notas flotaron improvisando con armonía, para Willen y Julia, un final distinto al de la película que los unió.


María José Aguayo.


Imagen: Fotograma de la película Casablanca 

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