SERÁ UNA SORPRESA.

 

A mis veintiún años no había tenido pareja. Era la única del grupo que faltaba. Llevaba un año queriendo a Alma, una amiga de la pandilla que tenía novio, Andrés, también del grupo. Éramos estudiantes de la universidad pública de Sevilla. 

    Le proponía con frecuencia actividades de su interés que Alma aceptaba. Jugábamos juntas al pádel siempre que podíamos. Si se presentaba la ocasión de jugar dobles, siempre formábamos pareja. Andrés, el novio, pasaba mucho de su tiempo libre jugando en red en el ordenador. También íbamos al cine siempre que podíamos. Las dos mirábamos en internet con frecuencia la cartelera. Nos informábamos de la fecha tanto de los estrenos como de las reposiciones de películas que nos interesaban, no nos perdíamos las de versiones extendidas. Nos turnábamos. En cada ocasión una de nosotras compraba las entradas. Pasábamos bastante tiempo juntas. Cuando lo hacíamos, Alma se reía mucho, las dos nos reíamos mucho. No parábamos de hablar si estábamos juntas. Cuando mirábamos el reloj siempre había pasado mucho tiempo. Yo observaba los gestos y expresiones de Alma. Reíamos juntas y llorábamos juntas. Nos intercambiábamos libros y escuchábamos música: Los Strokes, Arctic Monkeys, hindie pop y otros grupos de habla inglesa. Últimamente nos repetíamos escuchando a los Strokes, la banda estadounidense de indie rock moderno. Leí que este verano volvía el festival internacional de la Costa del Sol, el Cala Mijas, y los Strokes acudirían. Sería el único concierto en España en su gira europea. Estuve pendiente y cuando salieron a la venta, saqué dos entradas sin decírselo.

También íbamos juntas al gimnasio, no éramos las únicas, algunos chicos de la pandilla, Andrés entre ellos, también iban. De las chicas solo nosotras dos. Recogía a Alma, me pillaba de paso, después, por el camino siempre iba mirando por si los veía venir.  

            Cuando Alma salía con Andrés, me quedaba en casa. No contestaba a las llamadas ni a las propuestas que el grupo enviaba por el móvil. Cerraba la puerta de mi cuarto, me colocaba mis auriculares rojos, me quitaba mis zapatillas de deporte sin desatar apretando con la puntera en el talón de la zapatilla contraria, las dejaba donde caían y me tumbaba en la cama boca arriba unas veces mirando al techo, otras, cogía la última novela empezada y leía hasta quedarme dormida. Colocaba el móvil cerca, donde pudiera verlo o notar la vibración solo de las notificaciones de Alma, las únicas que tenía activadas, las del resto de mi agenda estaban silenciadas.

Salva, mi amigo desde primaria, el único que conocía mi amor secreto por Alma, me insistía por privado cuando me encerraba para que saliera. En alguna ocasión cedía y acudía a la reunión planteada. 

Cuando nos juntábamos todos en casa de alguno porque sus padres no estaban, siempre me iba la primera. Se me torcía la cara cuando ya llevaba un rato viendo a Alma y Andrés juntos. Discutía con cualquiera. Me excusaba y me iba. 

            

            

—¿Y esos hombros caídos que me traes hoy? ¿El examen ha sido difícil? —pregunté empujando con suavidad a Alma.

            —Ni te imaginas. Nos hemos quedado muertos delante del papel, la gente ha tardado muchísimo en empezar a escribir, no he sido la única —respondió Alma suspirando.

            —Ya te ha pasado otras veces y la nota al final no es tan catastrófica como creías. —En el vestuario del gimnasio ayudé a Alma a recogerse el pelo. Le hice una trenza de raíz como la mía. Alma, aunque intentó hacérsela lo dejó, no le salía. 

            —¿¡Cuánto tiempo llevo intentando aprender a hacérmela yo, Celia?, ¡y aún no he aprendido! ¡Gracias, tía! 

    Retiré bruscamente mi mano adelantada hacia la mejilla de Alma.

            —¡Anda mira, han llegado los chicos! ¡Andrés viene guapísimo con la camiseta de tirantes que me gusta! —dijo  Alma. Después se mordió el labio de abajo y se quedó mirándolo embobada. 

    Despacio, guardé el peine en mi bolsa de deporte sin quitar algún rizo del pelo rubio de Alma que se quedó enredado entre sus apretados dientes. Olía al champú floral que le presté la semana pasada cuando se le acabó el suyo.

—Déjate la sudadera puesta todavía, no te enfríes. —Le hablé como me hablaría mi madre. Cerramos las taquillas. Por el hilo musical del gimnasio sonó como cada día, reguetón. 

 

 

—¡Hola, Celia! Voy a sacar a Leia, ¿te vienes? —Mi amigo Salva vivía cerca. De tarde en tarde, quedábamos para pasear. Nos contábamos nuestras cosas y nos poníamos al día. Respondí de inmediato, me pilló quitando el móvil del cargador.

            —Está bien. Tengo ganas de ver a Leia, bueno a ti también, ¡pesao!

            En diez minutos se volvió a iluminar la pantalla. Tenía el abrigo puesto. Salva me dio un toque, él y Leia ya estaban esperando en la puerta. Pulsé varias veces el botón del portero automático y me cerré la cremallera del chaquetón. Mi madre salió a despedirme. Me miró pensativa y me dijo: 

—Abrígate hija, que con la humedad hace más frío. Ha llovido —Puse cara resignada. Siempre decía que iba poco abrigada,  le sonreí—. 

—Adiós, mamá. —Salí.

            —¡Quieta, Leia! —Salva tensó la correa de la perra. Había barro en el suelo y metió las cuatro patas. Intentaba apoyarlas en el portón negro de hierro del jardín para abrirlo. Si lo conseguía, la dejaría embarrada.

            —¡Hola bonita! —Sonriente me agaché y acaricié su lomo blanco de pelo rizado y sus orejas marrones como las manchas de sus ojos —¡Me encanta tu sombra de ojos, preciosa! —Me incorporé. Leia saltó y me estampó impetuosa sus patas manchadas de barro en el legging negro. Me dejó sus huellas marcadas a la altura de los muslos —¡Eh, cuidado, que me tiras y tengo agujetas en las piernas de las sentadillas, loca! —Me volví a Salva. 

—¡Hola pesao! ¿Qué se te ha perdido por aquí? —Me acerqué y lo abracé. —¡Tío, qué peste echas! —le dije. Leia nos rodeó con la correa.

            —¡Leia! —Salva levantó la voz y giró a nuestro alrededor, por encima de nuestras cabezas, varias veces, la mano con la que sujetaba la correa para desliarnos. Luego metió la otra mano en el bolsillo grande de su abrigo y sacó un paquete empezado de nachos sabor a queso. Me ofreció.

            —¡Ya decía yo que olías a pies! ¡Trae pacá, sabes que estos me encantan!

            —¡Como no contestas nunca al WhatsApp…!

            —Te he contestado, ¿no? Aquí estamos —le respondí subiendo las cejas y los hombros con los brazos doblados por los codos como si llevara una bandeja.

            —Te pasaste conmigo el otro día en casa de Marga jugando al Hitster y lo sabes.

            —Se te escapó una pista, lo escucharon. ¡Estábamos a esto de ganar! —respondí juntando el índice y el pulgar en sus narices.

            —¡Aparta, qué peste tía! —Nos reímos. —Si Alma y Andrés no se hubieran besado no te lo habrías tomado así. Tienes suerte que la bronca fuera conmigo. Aunque un día puedo hartarme, ¿eh? —Recoge parte de la correa de Leia. Viene un coche y vamos a cruzar.

            —Ya estás como siempre.

            —No. ¡Ya estás como siempre tú! Alma y Andrés salen juntos. Punto. ¡Déjalo ya! —Salva contestó cogiéndome del brazo y girándome para que lo mirase. Leia ladró nerviosa.

            —Así no me ayudas. —Le di una patada a un tapón de botella que había en la acera y rebotó en un coche.

            —A ti no te ayuda ni Santa Rita, la patrona de lo imposible, es esa, ¿no? Por favor,  tienes que parar ya lo de Alma. Cada vez te enfadas más y estás más solitaria. Solo sales con ella. En poco tiempo los demás terminarán dándose cuenta, si es que alguno no lo sabe ya. ¡Tienes amigos a los que atender!, ¿sabes? Amigos a los que nos pasan cosas. 

            —Lo siento, Salva, soy lo peor. ¿Te has decidido ya por algún grado de los que me hablaste? ¿Te arrepientes de haber dejado la carrera?  —le pregunté con expresión arrepentida.

            —Aún es pronto. Me siento extraño, no yendo a la facultad. Todos estáis estudiando. Pienso que en el grado seré de los más viejos de la clase —contestó con la mirada perdida al frente.

            —Venga, va... —Le di un toque suave en el hombro—Tú lo has dicho, es pronto, no te agobies. 

    Comenzó a sonar el golpeteo de los goterones de lluvia sobre los coches y el suelo. Oímos un trueno lejano. Nos miramos y echamos a correr. No habíamos salido de la urbanización.

            —¡La próxima vez te toca llamar! —Me gritó alejándose a la carrera. Yo también corrí. Escuché cómo se alejaban, cada vez más débiles, los ladridos de Leia.

 

 

—¿Qué te ha pasado hoy? —Me preguntó Alma. Salíamos de la pista de pádel que está junto al rocódromo en el polideportivo. —Has fallado bolas tontas.

            —Tal vez el calor, no sé, o tal vez sea esto. Metí la mano en la funda de mi pala y saqué un sobre. Sudorosa se lo tendí a Alma.

            —¿Qué es? —preguntó dejando su bolsa de deporte en el banco de resina con los ojos muy abiertos.

            —¡Fácil, lo abres y te enteras! —Me senté sin quitarle el ojo a esperar que lo abriera.

            —¡No me lo puedo creer! —dijo dando saltos y vueltas sin parar con los brazos extendidos pegados al cuerpo y los puños cerrados. —¿Los Strokes vienen a España? ¿Son nuestras? ¿Desde cuándo las tienes? —se dejó caer en peso resoplando. Al banco se le elevaron las patas delanteras, los tornillos de anclaje estaban flojos. Me agarró la mano con fuerza. Nos fuimos hacia atrás y volvimos al momento a la posición vertical.

            —¡Para!, ¡que no llegamos! —sonreí satisfecha por sorprenderla. —Te cuento. Lo vi en Instagram. Pensé que tú también lo verías y no habría sorpresa. Está claro que no lo has visto. He estado pendiente desde entonces esperando a que salieran las entradas a la venta. Et voilà!

            —¡Vamos a ver a los Strokes! ¡No puedo creerlo! —Se giró y me dio un gran abrazo, también un coscorrón. 

—¡Auh! —Las dos nos frotamos el golpe en la cabeza—Repito, ¡tranquila o no llegaremos! —Con las caras arrugadas nos reímos.

—Es el único concierto que hacen en España de su gira europea. 

—No me lo puedo creer. Veremos a los Strokes en el auditorio Marenostrum. ¡Tengo una tía en Fuengirola! ¡Está deseando que vaya a verla! ¡Ya tenemos alojamiento! —Empezó a teclear a velocidad supersónica en su móvil.

—Bueno, bonita, ahora a lo serio, ¿cómo andas de fondos? He sacado las más baratas, ochenta pavos. —Me crucé de brazos a esperar que hablara. 

—Tengo algo de dinero ahorrado de cuando trabajé en la tienda de deportes del centro comercial. En los meses que faltan conseguiré pasta paseando perros.

—Eso está bien. Yo me apaño con lo que saco con mis clases particulares. Faltan cuatro meses. Puedo seguir ahorrando para gastos.

 

 

El aire acondicionado del autobús estaba muy fuerte. Hicimos el viaje desde Sevilla a Fuengirola prácticamente abrazadas, —aunque tenía frío yo sonreía —. Las finas prendas de mangas largas que llevábamos no nos abrigaban.

            Antes de entrar en el hangar de la estación, el autobús se detuvo, un coche fúnebre con la caja y tres coronas con sus cintas y letras doradas se cruzó en su camino.

            —Ese pobre ya no podrá ir a ningún festival —dijo Alma.

            Cuando nos bajamos, las altas temperaturas de la ola de calor que azotaba la península hacía varias semanas, nos hicieron entrar en calor al instante. El típico terral de Málaga continuaba. Las temperaturas en la provincia superaban los cuarenta grados.

            —Cogemos un taxi, mi tía vendrá a buscarnos cuando salga de trabajar. Hemos quedado en el Miramar, el centro comercial —Alma sacó la botella y dio un largo trago— Vive enfrente, al lado del auditorio del concierto ¡Podremos ir andando! Íbamos despeinadas. Mis pelos saliéndose de la trenza de raíz. Sacamos las mochilas del maletero y nos pusimos a la cola de los taxis. Se movía rápida a pesar de ser viernes 1 de septiembre en la Costa del Sol. El volumen de pasajeros deambulando era elevado, el de taxis también.

 


—¡Hola, tita! —se dieron un gran abrazo.

            —¡Déjame que te vea! ¡Alma estás preciosa!

            —¿Te acuerdas de mi amiga Celia? —Me acercó cogiéndome de la mano. —La conociste hace dos años cuando viniste a casa por Semana Santa.

            —¡Hola Celia, encantada de tenerte en casa! Vamos, estaréis deseando daros una ducha. ¡Qué calor!

 

 

Los Strokes tocaban a las once y media. El plan era ducharnos, comer, dormir la siesta y después prepararnos con tranquilidad para ir temprano a hacer cola. Veríamos también parte de los conciertos previos. La dificultad estaba en coger sitio lo más cerca posible. En el informativo de La 1 vimos que a esta segunda edición del concierto, acudiríamos miles de personas de todos los rincones del mundo y de España. 

            —¡Este sitio te carga de energía positiva! ¡Música y playa! —exclamó Alma muy contenta llevándose las manos al pecho. Yo no dejaba de sonreír, por el evento y por verla tan feliz aquel día. 

            En la cola nos sentamos en el suelo como el resto de los espectadores. Además de la espera, teníamos que soportar el calor. Llevábamos puestas nuestras gorras color magenta a juego y las gafas de sol. Aprovechábamos como podíamos la poca sombra que había.

            Delante de nosotras en la cola estaban tres chicas. Después de un rato tan cerca, al oír nuestros acentos nos alegramos y entablamos conversación. Todas éramos andaluzas, menos una de ellas, de piel muy blanca y pecosa, que venía de Irlanda. De las otras dos, una vivía en Dos Hermanas, se llamaba Rocío. Volvía la cabeza con frecuencia. Nuestras miradas se cruzaron varias veces. Me la aguantaba como en el juego de: a ver quién mira más tiempo sin parar a la otra. Yo la desvié todas las veces primero. Volví a prestar atención a Alma. Observaba sus gestos. Un viaje solas, concierto, playa. Volvería a casa con muchos recuerdos. 

            La cola comenzó a moverse. Rocío, la chica de Dos Hermanas, con cara amable, me tendió mi mochila mientras yo me colocaba bien la gorra.

            —¡Pásalo bien! —me dijo guiñándome un ojo.

            Como pudimos, entre la multitud, nos quedamos a media distancia del escenario, pero bien situadas respecto a una de las enormes pantallas. Nos volvimos a sentar en el suelo como el resto, a la espera de nuestra banda.

            Cuando llegó la hora y el grupo neoyorkino salió a escena nos levantamos rápido, nos abrazamos y saltamos. Le dije gritando a Alma —era difícil entenderse con el volumen de la música tal alto:

            —¡Hoy estás que te sales de guapa! —Le di mi móvil, era más nuevo —¡Toma, tú eres más alta, haz una foto o un vídeo! Lo cogió y cuando lo estaba preparando, llegó un mensaje de Salva. Sin entrar, no pudo evitar leer la parte que se ve en la pantalla:

            —¡Hola! ¿No habrás intentado algo con Alma? —Yo saltaba dando palmas. La banda había comenzado con un tema electrizante que me encantaba. Al momento, Alma me devolvió el móvil y en medio de aquella multitud, con un sonido ensordecedor, a pesar de la oscuridad, vi su cara. No le pregunté nada.

            De vuelta a casa de su tía me dijo:

    —Me quiero volver mañana. —Continuó, mirando y escribiendo en su móvil. —Me ha escrito Andrés, sus padres nos invitan a la casa de la playa. Me echa de menos y yo a él. Nosotras ya hemos venido al concierto que era lo que queríamos…¿no? —me hablaba en voz baja muy nerviosa. Vi como sus manos temblaban.

            —Alma, yo… —Le agarré del brazo para que parase. Teníamos el mar al fondo y no lo veíamos. La noche era oscura, sin luna. —¡Me gustas, sí! ¡No puedo evitarlo! —Le pasé el pelo por detrás de la oreja, un viento caliente se lo ponía en la cara, lo llevaba suelto. Su gorra salió volando, no hicimos nada por recuperarla.

            —¡Pero Celia, yo creía todo el tiempo que éramos amigas, sabes que me gustan los tíos, quiero a Andrés! ¡Esto es…! —Se puso a llorar. El resto del camino hasta la casa lo hicimos en silencio. Andando, una delante de la otra. Esa noche no pude dormir. Le escribí un whatsApp a Salva.

 

En Sevilla hacía calor, un calor seco. En la estación del Prado cogimos el metro. Salva nos esperaba en la parada de San Juan Bajo, no conseguí convencerlo anoche, cuando le conté lo que había pasado, de que no viniera a buscarnos. Se puso más pesado que nunca. Esa misma tarde, Alma se iría con Andrés a Los Caños. Durante el corto trayecto, Salva empezaba uno tras otro, temas de conversación a los que ninguna de las dos atendíamos. Sentada en el asiento del copiloto yo miraba por la ventanilla, en el asiento de atrás, con sus gafas de sol, Alma hacía lo mismo.

            La primera parada en su casa fue breve, antes de salir dijo: 

    —Ya nos veremos. —Cogió su mochila del maletero y sin volverse a mirar, entró en su casa.

            La segunda parada tampoco fue larga.

            —¡Celia, por Dios! ¡Reacciona! —con tono preocupado con el motor del coche en marcha, parado en la puerta de mi casa dijo: 

    —Si me necesitas, llama. —Con la mochila al hombro cerré la cancela negra del jardín sin volverme a mirarle.

 

 

Terminaba septiembre. Mis padres estaban fuera. Me quedé sola en casa. No jugaba al pádel. No iba al gimnasio. No iba al cine. Esperaba a la noche y salía a correr. 

    Desde la vuelta del concierto no encontraba uno de mis auriculares inalámbricos. Volví a coger la pequeña mochila que llevé. Metí mis manos y rebusqué. Volqué el contenido sobre mi cama. Un papel cayó rodando al suelo, le di una patada hacia la papelera. Lo seguí con la mirada y vi debajo del escritorio el auricular que me faltaba. Lo recogí y abrí el papel antes de tirarlo.  Con letra clara y tinta verde estaba escrito el enlace de una cuenta de Instagram @rogar_15, al lado ponía: —¡Escríbeme! Entre paréntesis (Dos Hermanas). —Llorando, me dejé caer en la cama hasta que me dormí. Cuando me desperté tenía los ojos hinchados. Hacía mucho calor. Miré el reloj, había dormido hora y media. Tenía la boca seca. Me quedé mirando un rato la foto que tenía en la mesilla con Salva. Me incorporé y cogí el móvil. Abrí la aplicación de Instagram, leí en el papel el enlace verde borroso por las lágrimas, busqué la cuenta y le di a seguir. Empecé a escribir en el chat:

            —Hola, soy Celia, la sevillana del concierto de los Strokes. ¿Te acuerdas? —Al terminar, mantuve el dedo en el mensaje y lo anulé de golpe. —Cerré los ojos con fuerza, me balanceé sentada en la cama y lo escribí de nuevo. En la pantalla vi que Rocío estaba activa en aquel momento. Esta vez, lentamente fui borrando una a una cada letra que había escrito hasta dejar el espacio en blanco. Una lágrima cayó en la pantalla. Pulsé dejar de seguir su cuenta. Busqué el contacto de Salva y llorando escribí: No podré con esto sola. Por favor, ven a mi casa.


María José Aguayo


Fotografía: Archivo Cala Mijas Fest.

            

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