ARENA NEGRA.

 

Faltan quince minutos para las ocho de la mañana, del jueves ocho de febrero. Y otros quince minutos para asistir al amanecer en directo. Hoy la estampa morada y roja, anaranjada y amarilla del horizonte, compartirá protagonismo con enormes cúmulos grises. Espero que estén cargados de la necesaria lluvia. Confío en las previsiones meteorológicas, y acudo a mi cita preparada con mi chubasquero amarillo. 

Voy a pasear a primera hora por la playa. Suelo hacerlo todas las mañanas. La misma ruta. Ida y vuelta, una hora aproximada. En esta época del año a estas horas no suelo cruzarme con nadie. Me gusta empezar la jornada en contacto con la naturaleza. Viviendo en Málaga, no podía ser de otra manera, camino junto al mar. Me despeja y me relaja; me siento a gusto.

                  Aprovecho la caminata para hacer fotos. Me gusta documentar mi vida y prestar atención a las pequeñas cosas. Me ayuda a aquietar la mente en este bullicioso mundo en que vivimos. Cuando reviso las imágenes y las ordeno en casa, también me sirven, a veces, como disparador de ideas para escribir algún relato.

                  Llevo en el bolsillo una bolsa de plástico reciclada, doblada como aprendí en casa de mis padres, para que no abulte. La utilizo para recoger basuras que me voy encontrando. Me gusta contribuir, con este pequeño gesto, a disfrutar de la naturaleza dejándola como nos la encontramos. Cada día recojo tapones y botellas de plástico, bolsas, envases de tetrabriks, algún preservativo, colillas…

                  Si encuentro alguna concha, caracola o nacarina, la recojo y la guardo continuando la costumbre que aprendí de niña con mi madre. Al regresar, las enjuago y coloco junto a las otras que ya tengo en recipientes y canastos diversos, repartidos por distintos rincones de la casa. Lamentablemente de estas últimas apenas encuentro, pero, por el contrario, tropiezo con bastante basura. 

Me agacho para recoger unos trozos de astilla de una caja de fruta y un tapón. Los echo a la bolsa mientras pienso que debería usar guantes, pero por tal de no generar más basura nos los utilizo. 

¡Un momento! Junto a mi pie, algo de un amarillento pálido llama mi atención. Destaca entre la oscura arena malagueña. Pensando que se trata de una colilla lo agarro, y sin terminar de saber muy bien por qué, de la posición de sentadilla paso a caerme de culo. Solo el tacto extraño de lo que tengo entre las manos hace que un intenso escalofrío recorra mi cuerpo, haciendo que lo suelte de inmediato. Lo peor está por llegar. Con rápidos movimientos, me limpio repetidas veces la mano sobre el vaquero a la altura del muslo, y saco del bolsillo de mi chubasquero un pequeño bote de gel hidroalcohólico que siempre llevo encima, para suplir el no usar guantes. De pronto, comienzo a dar arcadas al que ver que lo que acabo de sujetar en mi mano es, ¡un dedo!, hasta que arrojo una bocanada de caliente y amarga bilis. No tengo nada en el estómago, aún no he desayunado. Sentada sobre la arena, me quedo paralizada. Con la manga del chubasquero a la altura del antebrazo, me limpio los labios.

 

Necesito varios intentos para enfocar de nuevo la mirada y comprobar que es cierto, que se trata de un dedo. Mi respiración es agitada, siento las palmas de mis manos acorchadas, con un fuerte hormigueo, se me han quedado dormidas. La bolsa de residuos se me ha caído, varios tapones y botellas de plástico se han salido. Ahora eso no importa.

 

Rápidamente acude a mi mente, mi gesto volviendo la cabeza ante la escena de alguna película de temática mafiosa japonesa, donde algún yakuza, en señal de arrepentimiento por un grave error, se corta su propio dedo meñique ante su jefe.

                  Sin querer hacerlo, pero tampoco puedo evitarlo, mi cabeza funciona y comienza a plantearse preguntas y a hacer detectivescas deducciones.

                  Respiro profundamente varias veces seguidas. Con el ánimo algo recuperado, decido echarle un vistazo rápido. Por el tamaño entiendo que se trata del dedo de una mano. No es el pulgar ni el pequeño. 

Quiero pensar que la mutilación, ha sido por causa accidental. Según recuerdo, mi marido, que trabaja en el ámbito sanitario, me ha contado que la amputación accidental de un dedo es algo frecuente. Tal vez, en el turbulento momento en que ocurrió, cayó en la arena, se perdió y no pudieron recuperarlo para que en el hospital intentaran unirlo de nuevo.

                  Mis atropellados pensamientos tampoco pueden dejar de pensar en la posibilidad de una causa de origen más macabro: robo, ajuste de cuentas mafioso de los que proliferan hace unos años en nuestra Costa, tortura, crimen pasional, desaparición voluntaria/involuntaria, ritual de iniciación para entrar en alguna pandilla violenta … Es difícil abstraerse de la cantidad y variada información de este tipo de sucesos en la que vivimos inmersos y que manejamos, acostumbrados a noticias de una realidad que supera a la ficción con creces, todas las veces.

Tardo en reaccionar. Ya ha amanecido. Hoy me lo he perdido. Eso ahora es lo de menos. Me pongo la capucha amarilla. Un calabobos cae sereno hace rato. No me he dado cuenta. 

Giro la cabeza en todas direcciones buscando a alguien más en la playa. No hay nadie. Es lo que me gusta de pasear tan temprano en este tiempo. Ahora no me vendría mal un poco de compañía. Necesito compartir el peso del anatómico descubrimiento.

                  Me giro para volver a echarle otro vistazo rápido. Espero inútilmente, que tal vez todo haya sido un error y haya desaparecido. Ahí sigue. 

Mis pesquisas continúan. Parece bien conservado. Quizás los hechos han sido recientes. Tal vez hayan transcurrido hace escasos días. Distingo lo que parece la marca blanquecina del lugar donde durante un tiempo pudo haber un anillo.

                  Se me viene un recuerdo estúpido a la cabeza, dada las circunstancias. La bandeja de dedos hechos con salchichas derramando salsa roja, para celebrar Halloween en el colegio. La madre de una alumna nos la hizo hace unos años, para comérnosla en el recreo. Otra vez me vienen arcadas. Esta vez no tengo nada que arrojar.

 

Mirándolo apresurada, de nuevo pienso: “¿A quién pertenecería? ¿A un hombre o una mujer? ¿Joven o mayor? Por el tamaño, pienso aliviada, que al menos no se trata de un dedo infantil.

 

De pronto siento miedo. Paseo a diario sola por esta playa y nunca me he sentido intranquila. Comienzo a mirar rápido a un lado y a otro. Me siento observada. ¿Debo evitar los paseos por esta zona de la playa durante una temporada? Lo que es seguro es que tengo que empezar a llevar encima mi documento de identidad por si me sucediera algo, nunca lo llevo.

 

La vida cambia en un instante. He perdido la noción del tiempo. No sé cuánto ha pasado desde el hallazgo. Tengo que tomar una decisión rápida. Sigo sin poder pensar con claridad por culpa de las ideas atropelladas que no dejan de acudir a mi cabeza. ¿Habrá más partes del cuerpo ocultas bajo la arena? De un brinco me pongo de pie y dando saltos nerviosos, me sacudo entera como si me hubiera sentado sobre un hormiguero y todas las hormigas recorrieran mi cuerpo. 

                  ¿Se tratará solo de un dedo muerto? ¿O la muerte alcanzó por entero a su dueño? Si está muerto, ¿presintió su muerte? ¿o le sorprendió de forma repentina?...

 

La lluvia comienza a descargar fuerte. Es lo que me hace reaccionar. Tengo que irme de aquí y avisar a la policía, pero ¿debo coger el dedo? Rebusco en la bolsa de la basura que había recogido, encuentro un recipiente transparente como los que usan en los sitios de comida para llevar. Con una piedra lo empujo para meterlo dentro. Cierro el recipiente y lo dejo sobre la arena. Marco el lugar formando una equis con las astillas que recogí. Camino de lado hacia el puente donde un arroyo agónico, sobre su lecho de piedras, gotea hasta el mar. Bajo él me guarezco para vigilar y no alejarme del lugar del hallazgo. Llamo a la policía, les indico mi ubicación y espero su llegada como me indican. Tardan treinta y cinco minutos que se me hacen eternos. Cuando terminan el trabajo in situ, tengo que acompañarlos hasta sus dependencias para prestar declaración y dejar mis datos por si más adelante requieren algún tipo de testimonio. Cuando salgo de comisaria es la una de la tarde.  Me duele la cabeza y en el estómago solo tengo el agua que he bebido en el despacho del inspector. Mi paladar sigue rechazando la idea de la comida.

                  Hoy no he hecho fotos, no me hace falta. No creo que pueda olvidar la imagen del dedo sobre la arena negra. No necesito inmortalizar esa pequeña porción de materia muerta que un día estuvo unida a una persona entera. No quiero mirar su foto para escribir un relato sobre cómo encontré un dedo en la playa.

 

María José Aguayo

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