DÍA DE COLADA

 

Es por la tarde. La luz del sol tibia se apaga. Queda una media hora para que se vaya. Con su calidez, me siento abrazada. 

 

Mis pies, en zapatillas de casa, están en el suelo de barro rojizo que rodea al jardín. El césped puja por ser verde, contra el reseco marrón del invierno; salpicado de pequeños tréboles y brillantes flores amarillas de hierba agria. 

 

Salgo a recoger la colada. Me gusta aspirar profundo, la fragancia que desprende la ropa limpia, con aroma a jabón de Marsella. Me transporta a mi infancia.

Me coloco junto al tendedero de suelo desplegado, incluidas sus dos alas.

Como cada lunes, están tendidas las sábanas.

Cada una, como si de los renglones de un cuaderno de una sola línea se tratara, cuelga aplicada de su raya.

Aunque son de dormitorios diferentes, esta semana son iguales, los dos juegos de cama individual. Las bajeras de ajuste, lisas blancas, las de arriba y las fundas, de flores y ramas de distintos tonos de azul con una franja del embozo blanca. El estampado me recuerda al dibujo de un jarrón de porcelana china.

Prácticamente no tienen arrugas.

Las de matrimonio, tampoco están muy arrugadas. La bajera ajustable lisa, verde jade, la encimera lisa cruda con una generosa cenefa de flores multicolor de tamaños y formas variadas, todas enlazadas a un ondeante tallo verde, poblado de hojas. Unas abiertas, otras semicerradas. Un par de mariposas, una de frente, en tonos apagados, coral y hoja seca con motas blancas, y otra de perfil, azulada suave, revolotean en dirección al centro del embozo. Las dos fundas, decoradas igual por ambas caras. 

 

Quitando las coloridas pinzas que las sujetan para doblarlas, oigo los últimos trinos del día. Las flores amarillas, abandonadas por la caricia del sol, se cierran hasta mañana. Se enciende el alumbrado, aunque todavía se distingue el pálido azul del cielo. Cuando entro con las sábanas dobladas, la luna creciente ya brilla sobre la casa.


María José Aguayo

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