LLANTO SECO.

 

Por María José Aguayo

 

Miguel Rudo, nació en Úbeda, Jaén. Fue criado en casa de sus abuelos maternos donde vivía junto a su madre Eulalia y su tía Guadalupe, las dos hijas adoptadas por el matrimonio.

Eulalia era la mayor. La vida se empeñaba en darle motivos para volverla cada vez, más resentida. Al quedarse embarazada, el novio la dejó. Al niño le llamó Miguel. Era rubio y bien parecido. De comportamiento muy movido. Pasado el tiempo de la crianza, cuando su hijo dejó de ser un bebé, como quien se cansa de un cachorro y sus monadas, comenzó a rechazarle. Su propia historia de niña abandonada, fue el caldo de cultivo que degeneró en una relación extraña, mezcla de, ni contigo ni sin ti. Lo mismo se deshacía ante todos para enseñar cuánto le quería que, en la intimidad del hogar, le profería gritos de, los de vena en cuello, clamando al cielo por lo harta que estaba de tanta lucha sola.

 

Cuando con tres años llegó al colegio, Miguel tenía la costumbre de no hablar y comunicarse ladrando, como si fuera un perro. Casi siempre estaba enfadado. Su ceño siempre estaba fruncido, su frente arrugada.

            A medida que cumplía años la costumbre desapareció, pero la relación con sus iguales era conflictiva. Se enfadaba si no ganaba —lo que ocurría con frecuencia, pues no era muy habilidoso—. Interpretaba de forma distorsionada la realidad. Las miradas y expresiones, siempre le resultaban desafiantes, se sentía amenazado. Su conclusión era que siempre eran injustos con él. Por lo que era frecuente que, sin pararse a pensar, reaccionara de manera impulsiva, como si se tratara de un animal atacado por otro. No había salido de una pelea cuando ya estaba metido en otra. Cogía ojeriza en particular a algún compañero que solía ser, según él, la fuente y origen de todos sus males y la causa por la que su ira se desataba velozmente, sin que nunca recayera en él, un ápice de responsabilidad o culpa. Cada vez que las cosas no salían como quería, estallaba. 

            Le costaba olvidar y perdonar, con lo que alimentaba su ira. Todo lo resolvía agrediendo y vociferando como un volcán que entraba en erupción tan rápido como el motor de un fórmula 1, capaz de pasar de 0 a 100 kilómetros por hora, en poco más de dos segundos. 

Tenía buen olfato para arrimarse allí donde se olía el conflicto a la legua, erigiéndose en juez y parte todas las veces, con sentencias nada apaciguadoras. 

A pesar de todo, a veces, bajaba la guardia y a algún compañero y adulto de su agrado, en ocasiones, mostraba su acorazado, pero noble corazón. Y así llegó a la vida adulta, con él endurecido y lleno de callos.

 

 

A la edad de 20 años, después de algunos empleos temporales, entró a trabajar en una cooperativa aceitunera, por amistad del abuelo con el encargado. Pronto fue conocido por sus explosivas reacciones, su falta de sentido del humor, y su habilidad usando el sarcasmo y el espíritu crítico para el comportamiento ajeno. En más de una ocasión, tuvo que ser separado durante el tiempo de descanso, en medio de una discusión. De no haberlo hecho, hubiera llegado a las manos. Era todo un experto en malinterpretar la realidad, tenía amplio recorrido en ello, lo que generaba una fuente inagotable de conflictos.

Ya llevaba cinco años en la cooperativa, cuando en una ocasión golpeó con una lata vacía de aceite a su contrincante en la trifulca, con tan mala suerte que resultó herido en la frente teniendo que darle puntos de sutura.

            El encargado, por conocimiento y aprecio hacia la familia de Miguel, medió con el compañero herido para que no lo denunciase, a cambio, él se comprometía a recolocarlo y sacarlo del trabajo en la fábrica. 

El puesto de guardés, de una pequeña casa de la parcela de un familiar suyo, había quedado libre. Les habló de Miguel y de que reunía las características necesarias para desempeñar las labores requeridas. Allí no tendría compañeros con los que pelearse. Después de unas semanas de prueba fue contratado. Tendría por compañía a un perro, Bronco, un mastín tan gigante como bondadoso. De pelo negro y marrón con las patas delanteras blancas, como si las hubiera metido en harina. Todavía era joven. Fue perro pastor. Sin rebaño al que cuidar, ahora disfrutaba de un cómodo retiro guardando la casa. Era tranquilo y muy protector con las personas con las que convivía. Desde que se miraron se entendieron. Parecía que se conocían de toda la vida.

Por el mismo tiempo, Miguel estaba enamorado de Lupe, una joven tímida y retraída, buena chica que conoció en la cooperativa. Ella le correspondía. Se casaron y la convenció para que se fuera con él a guardar la pequeña casa. Podrían tener su huerto propio, gallinas y algún cerdo para criar. No les faltaría de nada.

 

Pasaron los primeros años de bonanza y enamoramiento. Con la rutina, el carácter que Miguel con gran esfuerzo había contenido, fue dando la cara también con Lupe. Siempre estaba alerta, con desconfianza, distante. De repente, le cerró el poco corazón que le había mostrado impidiéndole el acceso.

Se refugiaba en quehaceres inacabables, se mostraba defensor acérrimo de su independencia, y escogiendo la distancia como compañera, se fue alejando de ella.

 

Huyendo de revivir el dolor por el desencuentro materno de su infancia, evitaba exponerse a la intimad de sus emociones y las de ella, arrastrándola en su error de no sentir, para no sufrir, por si su historia se terminaba. 

Siempre dispuestas sus manos para el trabajo sin descanso, desconectado de sus sentires. Por el camino, ella agotada de tanto intento vano por suavizar a la bestia que Miguel llevaba dentro, fue dando la causa por perdida. Pensaba que ya no quedaba nada que pudiera hacer por él. Se sentía cada vez más sola.

 

El miedo de Miguel a ser querido de verdad, le empujó a guardar de manera obstinada sus inquietudes por no saber qué hacer con ellas. Tanta contención necesitaba brotar y las explosiones de ira volvieron a brotar con frecuencia, debilitando los maltrechos cimientos de una relación en ruinas. Con mirada desorbitada, sin causa que lo motivara, gritando la insultaba por su torpeza, le decía que no valía para nada, que la comida estaba fría… Luego en silencio, arrepentido, volvía a la cura del trabajo a destajo, sin hablarlo con ella. Se iba al monte con Bronco y volvía a los pocos días.

Sin darse cuenta levantó un muro incapaz de dejar pasar su amor y el calor que, a pesar de todo, le intentaba irradiar ella.

 

Le hubiera ayudado aceptarse, mirarse y verse suficiente, valioso y sensible como cualquiera. Haber cuidado sus necesidades y sentimientos, compartiéndolos con ella.

 

Ya no bastaban los pequeños detalles que tras el último envite de ira le dejaba a hurtadillas escondidos bajo la almohada de una cama, donde hacía tiempo, se acostaba cada día sola. Agotó su paciencia y su amor. Antes de marchitarse por completo, Lupe después de veinte años juntos, tomó la decisión. Aprovechando una de las veces que Miguel se fue vociferando al monte, le abandonó. Miguel y su ira consiguieron lo que más temía.

            Después de tres días desaparecido por los cerros, volvió. Al levantar la almohada para dejar su presente, unas ramas talladas con forma de dragón, le extrañó no encontrar el camisón de Lupe bien doblado, como siempre. Un sudor frío le recorrió la espalda. Abrió deprisa el armario y sus cajones y confirmó la profecía cumplida. Corriendo, con la respiración agitada, se asomó a la puerta de la casa. Apretando los puños, alzó la mirada al cielo. Mientras su ritmo cardíaco se aceleraba, reconoció el calor intenso que inundó su cuerpo. Tomó todo el aire de que fue capaz y abriendo ampliamente la boca, gritó lo más fuerte que pudo. El grito resonó en la sierra. El eco se lo devolvió.  Exhausto, aullando como un cachorro, se dejó caer de rodillas en el suelo. Con la cara enrojecida, lloró intensamente con un llanto seco.

 

Es otoño. Ya han pasado seis años desde que Lupe se fue. Bronco y él, pasean cada tarde por el campo entre olivos y encinas; hoy, bajo un cielo gris azulado, con su gorra campera de cuadros, calada por la lluvia. Ambos recorren el trillado sendero con sus desgastadas botas y sus cansadas pezuñas, dejando sus huellas marcadas en el barro. Nadie les espera en casa. Miguel, con la imagen congelada en su cara, de llanto sin lágrimas, no ha dejado de hacerse la misma pregunta: ¿Por qué no pude evitarlo? 

A su paso, las estacionales setas pareciera que se endurecen y arquean. Abrasadas por la flama de su irascible corazón, se van tiñendo de negro, como el más negro carbón.



Fotografía de Gabrielle Duplantier

Comentarios

Entradas populares de este blog