MAYO CELESTE Y ROSA.


Estamos a mediados de mayo a comienzos de la década de los setenta. Se celebra la novena de María Auxiliadora. Siento los nervios en el estómago. Como cada año, las monjas del colegio de niñas en el que estoy, La Inmaculada, nos llevan andando a la iglesia del colegio de niños, El Castillo, tutelado por los padres salesianos.

Cada colegio está a un lado del puente que divide la ciudad. En extremos opuestos. En el primer tramo el suelo es liso, al cruzar el puente, se vuelve empedrado y de adoquines. Venimos de la parte moderna, calles amplias con aceras y tráfico, edificios de ladrillos, tiendas, trasiego de viandantes; vamos hacia la parte antigua, señorial, la de las casas solariegas y portones antiguos rondeños, la de callejones estrechos solitarios donde resuenan con eco los pasos, las voces; donde al doblar las esquinas según a qué horas, pueden salirte al paso las ánimas de personajes de antaño, incluso la de algún temido bandolero.

 

Marchamos por las calles del pueblo con nuestros uniformes, posiblemente de la mano de nuestra compañera de fila, de dos en dos. Es un buen paseo. Aunque estamos en mayo, el rocío de la mañana, en nuestra sierra, mantiene las temperaturas bastante frescas.  Ya no llevamos las medias marrones de invierno. Con calcetines blancos, mis piernas flacas como dos palillos, tiemblan y la piel se me pone de gallina. 

La fila es larga, va todo el colegio. Como peregrinas. Me encanta. Nos encanta. Es uno de nuestros momentos favoritos del curso. Tendremos contacto con un colegio de niños. Dos caras de una misma moneda se juntan, las niñas de las monjas con los niños de los curas. 

 

Hemos llegado. Entramos en la iglesia. Ocupamos todos los bancos y pasillos laterales. Cruzamos miradas curiosas, expectantes. En las mayores noto otro tipo de revuelo que todavía, aún, no entiendo. Antes de salir del colegio, algunas de ellas, reprendidas por una monja enfadada, han tenido que abandonar la fila para lavarse la cara y quitarse la pintura, también para recogerse el pelo en el “cuartito”, como tenemos que llamar al aseo. Otras viendo desde lejos el panorama, se avisan dándose codazos y se quitan el pintalabios y hasta el rabillo del ojo a toda prisa, con la manga del jersey del otro brazo. 

Los jarrones de plata de la Iglesia están a rebosar de flores. Largas varas de gladiolos y nardos sobrepasan en altura, a claveles rosas y blancos. Su olor llega hasta los bancos mezclado con el de la cera fundida de cirios y velas. 

Desde arriba, presidiendo en su camerino, la imagen de la Virgen vestida de celeste y rosa, nos observa. Cuando acabe la misa, subiremos por la estrecha escalera acaracolada de mármol rosa veteado, para presentarle nuestro respeto, besándole en el pie. Después, bajaremos continuando el giro, por el extremo opuesto de la escalera. 

 

Pero ahora a lo que importa. Ya vienen andando despacio por el centro de la nave los alumnos escogidos para custodiar a la Virgen y la ceremonia religiosa. Las que han tenido la suerte de sentarse en los extremos del banco junto al pasillo estarán frente a ellos cuando pasen, cara a cara. 

        Llegan emparejados, haciendo dos filas, vestidos de pajes, unos de azul y celeste otros de burdeos y crudo. Los tejidos de sus trajes son de raso y terciopelo ribeteados en oro. En el pecho, llevan con letras mayúsculas doradas, las iniciales de la Virgen, M A. Los cuellos de encaje, las mangas de globo, los pantalones cortos bombachos a la altura de los muslos, medias y guantes blancos, gorros también de terciopelo con forma de boina envueltos por plumas, unas amarillas otras crudas. Los zapatos negros brillantes, de pala alta con una hebilla central dorada. 

Me fijo en un paje rubio, cuando lo miro noto calor en mi cara, me sonrojo, aunque me doy cuenta de que ni su mirada ni la de los demás, se detienen en nosotras, las pequeñas.

Cuando termine la misa, con sus manos enguantadas, se acercarán para repartirnos estampas de la Virgen con el calendario o alguna jaculatoria por detrás. Última oportunidad para verlos de cerca. 

 

A la vuelta ya no hace frío, pasa la media mañana, el sol templa nuestros pasos. Los nervios han pasado. En la fila vamos intercambiando alegres comentarios alborotados.  

Es la segunda visita que les hacemos. Ya estuvimos en enero. Cada año nos invitan a ver una película por el día de Don Bosco, en su salón de actos. 

En la fila, sorprendida, oigo a un grupo de las mayores decir, al pasar a la carrera: 

—¡Hemos quedado con ellos esta tarde en la Alameda a las ocho!

Hasta el próximo encuentro, me queda que esperar, un año como a todas. Para que me mire el paje rubio, todavía no sé calcular cuánto.

 

María José Aguayo

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