EL ANCLA 

Desde el segundo trimestre del año 2024, dedico la tarde de los viernes a pasear por Sevilla de la mano de un profesor que nos enseña y descubre en grupo, cada semana, la grandeza y la historia de sus monumentos. Este viernes hemos ido a la iglesia de San Martín y allí he conocido a la Divina Enfermera. Nunca había oído este apelativo. 

” El origen de esta advocación se remonta al año 1249, en el que el rey Fernando III funda el Hospital de la Correduría. En este lugar se coloca una imagen de la virgen con el título de Nuestra Señora de la Esperanza. En poco tiempo y gracias a los enormes favores obtenidos, dicha imagen empezó a ser conocida como “Divina Enfermera”. Tras el cierre del hospital se traslada la imagen a la iglesia de San Martín en el año 1587, fundándose la hermandad en el año 1666.” (sic Cofradías Web).

Esta historia trata de como siendo adolescente tuve miedo y dudé, cual Santo Tomás, que mi amiga Cristina y yo, pudiéramos mantener la amistad por nuestra inesperada separación. No sabía que ambas, habíamos sido bendecidas por el símbolo universal de la esperanza, el ancla en nuestro caso, de nuestra amistad. Cristina, más segura, parecía que sí tenía claras sus convicciones.

 

 

Actualmente, en el sótano de casa, como si fuera la capitana de un submarino, buceo al mando de los recuerdos de mi pasado. Buena parte de mi historia está aquí. Preservada y contada por multitud de objetos de diversos tamaños, texturas y apariencias. Unos a la vista, otros escondidos, al fondo de alguna caja, en el fondo de la estantería, del fondo del trastero, construido en un rincón. Como si de los recónditos vericuetos de mi propia mente se tratara. Objetos que como diría Cristina, algún día, alguien tendrá que tirar por mí. Por eso ella prefiere tirarlos, mientras que yo no soy capaz y los guardo.

 

 

Para contar esta historia, mi operación de búsqueda tiene como misión, rescatar la caja donde guardo las cartas que recibí en la adolescencia y la juventud. Aunque sé por dónde anda, suelo dudar de cuál es la caja exacta más grande que la guarda. 

Tengo que maniobrar con dificultad, en el estrecho hueco entre estanterías de una y otra pared del trastero. Mientras intento sacarla, voy chocando las cajas grandes de un lado con las que sobresalen de enfrente. Estas se descolocan, al tiempo que se resbalan sobre mi cabeza, al inclinar la caja para sacarla, algunos enseres o documentos enrollados que no veo al estar en alto. 

Atascada en este reducido espacio, con pequeños pasos de costalera, voy buscando la manera de desatrancarme, con la caja en peso, y poder salir. En ella, busco las cartas de Cristina. 

 

 

Cristina y yo, fuimos compañeras desde nuestra primera infancia en el mismo colegio de monjas, donde cursamos el parvulario y la Etapa de Educación Primaria. 

Ella rubia con el color del cielo en la mirada, con gafas, comunicativa, hablaba con cualquiera. Era la pequeña de dos hermanas. Me llevaba seis meses. Yo menuda, con pelo y ojos castaños, con gafas que no me ponía, reservada y tímida. Era la cuarta de cinco hermanos. 

Coincidíamos en nuestros juegos y simpatías por las mismas monjas y maestras, facilidad y gusto por las asignaturas de letras, compartíamos los secretos de nuestros primeros enamoramientos. Alguna vez, preparado el encuentro con alguno de nuestros amores, cuando nos lanzábamos, si coincidíamos, salíamos despavoridas corriendo, finalizando la hazaña con un ataque de risa.

Acabado el colegio, nos aventuramos juntas en el instituto, hasta que cuando estábamos cursando 3º de BUP, que finalizaríamos en el año 1979, llegó el tiempo de ir pensando en la universidad. 

Administrativamente, por cuestión de distrito, nos correspondía estudiar en la reciente universidad de Málaga, pero las dos queríamos hacerlo en Granada, universidad con más solera. En mi caso, existía el precedente de que mi hermano mayor estudió allí, su licenciatura en Historia. 

Para poder hacerlo, teníamos que cursar también el curso de COU en Granada. Esto suponía irnos de casa un año antes de lo esperado, yo con 16 años,  y Cristina con 17 recién cumplidos. 

Acogimos con inmensa alegría la aprobación de nuestros padres de nuestro ilusionante proyecto, pero hacia finales de ese curso, algo imprevisible para mí, ocurrió en casa. Mi madre se quedó embarazada. Como ya he dicho, éramos cinco hermanos. El mayor, tenía 22 años, mi única hermana, la pequeña tenía 14 años. ¿Mi madre embarazada? ¿Cómo podía esperarlo? A la vez que tuve que encajar la noticia, tuve que aceptar que fuera el motivo que frenara en seco mis planes de volar con mi amiga Cristina a Granada. 

Entre mis intereses no se encontraba recibir a un nuevo hermano o hermana en casa. Quien, además, antes de llegar, hizo que mis ilusiones se fueran al traste. Lo peor de todo era que, de forma inesperada e inminente, me separaba de mi otro yo desde la infancia. 

¿Cómo sería posible todo sin ella? Empecé a vivir el duelo con anticipación, antes de que se fuera. Al final, el sorpresivo embarazo de mi madre, causa de mis pesares, se interrumpió de manera natural, al igual que mis planes, pero ya no hubo marcha atrás.

Cristina me quiere, me conoce. Con solo verme me lee, a mí, que no soy un libro abierto. Tiene acceso concedido a todos mis vericuetos y yo a los suyos. Ahora se va. Las lógicas argumentaciones de que nada cambiará para mí no valen. No entran en mi razonamiento. Ya me costó siendo las dos de la especialidad de Letras, que nos separasen de grupo, el segundo curso del instituto.

Con nuestra infancia y adolescencia compartida, nos separamos en el decisivo momento del paso a la vida adulta. 

 

 

El tiempo le dio la razón. Nuestra amistad pervive sin fisuras.

Nos hicimos jóvenes adultas separadas por los distintos distritos universitarios, pero permanecemos unidas por el “atlas de geografía humana”, que fuimos dibujando sin darnos cuenta desde nuestra infancia, por si alguna vez teníamos que separarnos, pudiéramos usarlo para encontrarnos.

 

 

De la caja de las cartas, cojo el grupo escritas y firmadas por Cristina. Casi ninguna fechada. Elijo una que sí lo está, navidad de 1981, llevamos un curso y el trimestre del siguiente separadas, al finalizar enero, cumplo los 18 años: 

 

            Querida Violeta:

            

[…]  Muchas veces me he planteado lo que tú significas para mí, y muchas veces se me ha quedado la mente en blanco sin saber qué decir. Otras se me ha llenado de recuerdos y de fantasías y otras de añoranzas. Pero siendo más realista, te diré que en el tiempo que vivíamos juntas (corporalmente hablando), que estudiábamos juntas, que íbamos al instituto, que hablábamos de los temas que nos preocupaban y un largo etcétera, éramos felices. Hemos sabido adaptarnos con diversos problemas, con llantos, con risas, pero a fin de cuentas, adaptarnos para querernos más y para unir nuestras “cabezas locas” e ir asentándolas y ser dos mujeres con espíritus parecidos y con metas quizás comunes. Lo que te quiero decir, es que ese tiempo que ha marcado mi vida, no lo puedo olvidar y si no lo hago con el tiempo, que es algo material, no lo voy a hacer contigo que eres una de las personas que más me preocupan, quiero y me atañen sus circunstancias.

Violeta, nuestras vidas se están ¡ya! separando por todas las circunstancias que nos rodean, y luchar contra ellas, es luchar contra la vida, contra un sino impuesto o quizás buscando que no cambie. Pero lo bonito y lo maduro está en aceptarlo y seguir el ritmo de cada vida, pero sin abandonar nada de todo lo conseguido en toda tu existencia.

 

[…] Violeta, como yo te quiero y te conozco y como nosotras nos compenetramos, poca gente lo hace. Y puedo incluso asegurar que como yo te aprecio (con el corazón en la mano te lo digo) hay poca gente que también lo hace.

 

Solo te quiero decir que todas las lágrimas que estoy derramando son por ti, y para ti. Siempre tendrás un sitio en mi corazón (¡Ya sabes, tienes palco principal!)

 

 Cristina ¡Para Siempre!

 

 

Este viernes 8 de marzo de 2024, ante la Divina Enfermera, al ver el ancla a sus pies y en su mano izquierda, pienso en la suerte que tuvimos de encontrarnos. En lo afortunada que somos por contar con el ancla de nuestra amistad. Frente a ella te recuerdo y recuerdo agradecida, la esperanza que me transmitías, —que siempre me transmites— con la posdata de tu carta:

             

            [… ] PD: Siempre ven e iré a buscarte al sitio donde, cualquier última vez, nos veamos. ¡Lo prometo!

 

Poseer este ancla me hace sentir a salvo, segura, como cuando estaba a tu lado. Con esta historia quiero agradecértelo, Cristina.  


María José Aguayo.  



Comentarios

Entradas populares de este blog