CON UNOS ANDARES RAROS.

 

Desde mi infancia no tenía esta sensación. Si has sido niña, si eres mujer la comprenderás. 

            —¿Recuerdas cuando de niña se nos bajaban los leotardos y se nos quedaban tirantes, separados de la zona íntima entre las piernas, frenando nuestra carrera? —Hoy me ha vuelto a pasar, siendo adulta.

            Cuando salgo de casa, no noto nada extraño. Cojo el coche para ir a hacer unas compras por el pueblo, satisfecha con mis bonitas y tupidas medias negras, complemento perfecto que dan un toque arreglado a mi imagen casual. Tienen un curvilíneo y simétrico perforado lateral, de arriba abajo. Hace tiempo que no me las pongo.

              Aparco y a medida que voy andando identifico esa tirantez. Conforme avanzo va aumentando. Se me encienden las alarmas.

            —“¡Oh, no!”— Caminando, noto que va tirando, arrastrando en su lento descenso a la braguita que llevo puesta.

            Sé que solo yo conozco lo que pasa bajo mi falda, pero empiezo a estar inquieta. Con disimulo compruebo si alguien me observa. Aguantando la respiración decido que no es para tanto, que algo incómoda, podré resolver lo que he venido a hacer, mientras simultáneamente pienso:

            —“¿Se detendrá la dichosa media? o ¿acabará asomando su cinturilla aflojada bajo el filo de mi falda, dejando al descubierto mi secreta y relajada indumentaria?”— La falda de largo midi, es de tela como de chándal, pero tiene una abertura por detrás por donde asoman las piernas al andar. —“¿Cómo no he sido consciente al ponérmela? ¿Notará la gente de la calle mis esforzados andares para hacer subir aquello que con determinación baja?”. —Los disimulados pellizcos ascendentes que doy por encima de la tela de mi falda, —espero que sin ser vista— no consiguen el más mínimo ascenso.

            Con la inquietud en aumento, y las medias en descenso, con mi secreto bajo mi falda, me paro a saludar a un amigo al que me encuentro, quedando para más tarde para tomar una cerveza. 

Consigo llegar a la carnicería. Entro. Me toca esperar. Atienden a otro cliente. A la vez que paso la mirada por el género, busco esperanzada la puerta de un aseo. No la veo. Estará dentro, en algún lugar que no alcanzo a ver. No conozco bien el local. Es la tercera vez que vengo. Ya me toca. Hoy no tengo mucho que comprar. Pronto podré irme. Entonces, mientras me atienden, en un recoveco, junto a la entrada, como escondida, la veo. Una puerta pintada de verde. La típica puerta de aseo. Señalándola con un leve movimiento de cabeza, pregunto a la carnicera:

            —¿Eso es el baño? —con sonrisa entre cancerbera y amable me contesta:

            —Sí, pero no es de uso público…

            Perpleja por mi suerte, como si no le hablase a ella, más bien hablándome a mí misma, le contesto entre dientes:

            —Solo necesito pasar a subirme las medias. No sé cómo me las he puesto. Se me están cayendo… —Ella, con destreza sigue cortando los filetes que le pido. Arrepentida tal vez, después de unos minutos, sin mirarme, me contesta:

            —Si quieres, pasa. —La urgencia se nota más de lo que pienso o no quiere perder a una posible buena clienta. Ante la oportunidad de solucionar mi percance, sorprendiéndome a mí misma, —¿será posible? —rehúso el ofrecimiento. Si se lo ha pensado, prefiero no usarlo. Me molesta que como mujer no empatice conmigo a la primera y le contesto orgullosa:

            —No, si no es de uso público no paso, gracias — al tiempo que pienso : “¡pero qué dices, mujer!, con las medias caídas no es momento para ponerte digna…" 

            Mirando de reojo a la puerta del aseo, con mi inútil orgullo intacto, salgo de la carnicería como entré, con mi problema bajo mi falda. Vuelvo a mis andares de pingüino. Apresurando mis pasos pienso: 

    —“¿Qué será mejor para frenar el descenso, aligerar o andar pausada? Tal vez el peculiar movimiento de la marcha atlética me ayude."— Siento la tirantez entre mis piernas, cada vez más baja.

            Es viernes, día de mercadillo, hora de compras. No es el mejor día para montar un numerito en las animadas calles. 

Al pasar por la librería, —“no puedo creerlo”— en vez de seguir mi camino, en mi situación, entro a preguntar por un libro, pensé que lo tendrían y que sería una parada más rápida. El librero sonriente, consulta en su ordenador las existencias,  me dice que no lo tiene, que tendrá que pedirlo. Lo dejó encargado y agachándome a recoger las bolsas que he soltado en el suelo, movimiento que no ayuda y baja un poco más mis medias, con sonrisa forzada, me despido y salgo lo más deprisa que puedo. No sin antes preguntarme: —“¿tendría aseo el librero?—, es muy simpático, seguro que me hubiera dejado usarlo. ¡Qué vergüenza!”

 

Reanudo el trotecillo de pingüino y llego a la plaza. Ya veo el coche. Me acerco y lo abro. La bolsa del cartón de huevos la coloco con cuidado, las otras, las tiro en el asiento trasero sin miramientos. Observo si estoy bien posicionada para no ser vista en el interior del coche. Una vez sentada, tendré que subirme totalmente, con disimulo, a plena luz del día, la estrecha falda para estirar las medias desde las piernas hasta la cintura y después, volver a bajarla, en el ajustado espacio del asiento. Nadie a la vista.

Se acabó, ya estoy dentro, sin cerrar la puerta del todo, con ansía, me la subo —tengo que actuar deprisa—, luego pellizco primero la media de la pierna derecha, ascendiendo hasta el muslo. Después repito la maniobra con la pierna izquierda. Apoyo los codos en el respaldo del asiento, convertida en contorsionista, para no sobrepasar demasiado la altura del salpicadero, tiro de la cinturilla. Rápidamente bajo la falda con cuidado de no deshacer la ardua tarea finalizada y que todo vuelva a empezar. Aliviada con mis medias ajustadas, suspiro, cierro la puerta y arranco,  —“cómo me hubiera gustado tener seis años para subir sin reparo mi falda y con los brazos en jarra, dando saltos, tirar del elástico del leotardo, a todo lo que da.”— Sonriendo, vuelvo a casa. —"No puede ser"— Cuando me bajo del coche las siento otra vez caídas. Voy tarde. Tengo que colocar la compra. Con la tirantez haciendo zigzag al subir la escalera, en el dormitorio me pongo otras bragas encima para sujetarlas y que no se me caigan. 

Con mis andares recuperados, acudo con un sándwich de medias a tomarme la cerveza.


María José Aguayo

 



Imagen: Apunte de bailarina ajustando sus medias, (lápiz y carbón sobre papel) de Edgar Degas


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