“RECUÉRDAME”

 

¡Corre que viene! ¡Chilla, llora, escapa!

Agudizas todos tus sentidos. Lo primero que adviertes, aparte del galopar de tu corazón, es el olor a desinfectante que anticipa su llegada por la empinada escalera. Después la chicharra del timbre que suena. Alguien acude a abrirle la puerta y ves como entra. No das crédito. El miedo te conmina a protegerte, a huir. Pero ¿a dónde?, ¡si esta es tu casa y no estás a salvo en ella! El dolor llegará, no es un riesgo posible, es una certeza y tienes que protegerte como sea. Comienzas a dar carreras, saltos y alaridos por los pasillos, sin rumbo fijo.

 

Conoces de memoria todos sus movimientos. Con sus dedos finos, transparentes y nudosos, de un bolsillo de su chaqueta saca con parsimonia su pequeña cartera de piel marrón, abre la cremallera y comienza el ceremonial. 

Extrae la temida cajita metálica con forma de cápsula alargada. Quita la tapa, vierte alcohol en ella. Echa el agua en la cajita con la jeringuilla de cristal y la punzante aguja larga y gruesa dentro. La sujeta con sus pinzas sobre la tapa donde la llama azul ya ha prendido para hervirlos, —a pesar del miedo, escondida, hipnotizada, la observas—. Con dos o tres pasadas rápidas de la caja sobre la tapa, ahoga la danza del fuego y entonces coge la caja del medicamento. El rito alarga de manera insufrible tu agonía.

              Primero golpea suavemente con el dedo la ampolla por la parte superior para asegurarse que baje todo el contenido, después, con los dedos, la corta por el cuello, —oyes como cruje el fino cristal—. Extrae el líquido. Al frasco que contiene el polvo, con una cuchilla, le quita la tapa de metal y le introduce la solución a través del tapón gris de goma para diluirlos y agitarlos. Después, tirando del émbolo, lo aspira todo. Con la aguja hacia arriba, da unos golpecitos a la jeringuilla con los dedos para que las burbujas suban, y pulsa con suavidad para que salga el aire acompañado de unas tímidas gotitas. 

 

Su preparación de manual termina. Tu tiempo de descontrol también. Unos ágiles brazos te dan caza al vuelo. Lo demás te lo sabes. Primero el roce del algodón frío y húmedo en tu trasero, después el dolor agudo del pinchazo seguido de un calor invasivo e intenso que te encoge la pierna como a un cachorro herido, mientras empapas con tus lágrimas el regazo de tu madre donde estás recostada.

 

Siempre te dieron miedo los médicos, los practicantes, las agujas. Bien lo sabía ella. Como una Piedad de carne y hueso, te sostuvo, te abrazó y te consoló, con maternal paciencia, cada vez que venía Olmo, el practicante. Cuando acudía a tu casa, el hombre pensaría “¿a cuál de los cinco le tocará esta vez? ¡por Dios, que no sea a ella!” Seguro que tenía más ganas de perderte de vista a ti que tú a él. Una vez ni cobró. Si fuiste niño o niña en los sesenta sabes de qué te hablo. 

 

Lloraste y corriste muchas veces, ninguna te libraste, pero allí siempre estuvo ella. Igual que en las extracciones de sangre, siempre con promesas de desmayo, en las temibles visitas al dentista, en tu fallida curva de glucemia de tu primer embarazo…, en los dos largos días de hospital previos al nacimiento de tu primer hijo… 

 

Tuviste la fortuna de contar: 

Con la mano experta que cuidó de ti como se cuida una planta para que crezca, dé frutos y florezca. 

Con un escáner que con solo posar una breve mirada en ti, un sónar competente a falta de posible ojeada, era capaz de detectar tu estado de ánimo sincronizándose contigo de manera simultánea, brindándote en cada situación la cercanía, la distancia precisa que necesitabas.

Con el escondite perfecto para guarecerte en la huida de juveniles amores inacabados. 

Con el regazo cálido donde anidar tranquila a la deriva siempre que quisiste y te hizo falta. 

Con la oración constante en la que, sin importarle su propio destino pidió siempre por tu protección, olvidándose de la suya. 

 

Entre gritos, carreras y algún que otro pinchazo, en algún momento, casi sin darte cuenta, eras tú la que sostenías en tus brazos a tus propios hijos, la que tomaba decisiones como madre. Más, no fue hasta que tu pelo comenzó a platear y comenzaste a parar para contemplar el atardecer, que reparaste en que “Algún día…” había llegado que, aunque no volverías a verla, no sabrías vivir sin recordarla. 



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