Mi hermana se llamaba Esperanza. Llegada la hora, su nombre no le garantizó el deseo de vivir. Con treinta y cuatro años, el 18 de mayo del año 2000, se suicidó.
No fue posible adivinar su escondido sufrimiento. Ni familiares ni amigos tuvimos señales, pistas, indicios, que nos avisaran de su intención. Su pérdida fue inesperada y repentina para todos quienes la queríamos, hasta para Luis, su pareja. Ni padres ni hermanos vivíamos a su lado. No pudimos reaccionar. Supuse, en ausencia de la más mínima certeza, que lo que le arrastró a su irreversible decisión fue una infinita tristeza. Con treinta y cuatro años, se quitó la vida, fechando un antes y un después en las nuestras.
Su imprevisible muerte, me dejó como si me hubieran amputado un miembro. Ya no estaba y sin embargo yo la sentía. La siento.
Así me lo expresó Juan Carlos, mi marido, cuando recibimos la noticia, sujetándome por los brazos, agachado, buscando con su cara la mía. Yo, derribándome en el sofá, él zarandeándome con firmeza para que reaccionara:
—Esto es como si te cortaran una pierna, tendrás que aprender a vivir con ello. —Tan racional y pragmático, como siempre. Fue mi fuerte puntal, mi sujeción para mantener el equilibrio, lo poco que quedó en pie de mi derrumbada estructura. No tardó en apuntalar mi inminente derribo con los postes metálicos de que disponía: su practicidad, la realidad, la razón frente a la sinrazón. Sin tiempo que perder, a su manera, me sujetó con anclas, intentando darme pies, cuando los míos dejaron de tocar el suelo y amenazaba con perder mi verticalidad.
Era tan grande mi caos mental, que me precipité de golpe en el túnel del pensamiento mágico. Con este muñón en mi corazón, a ratos me veía desde fuera, como si fuera la espectadora de una película, donde alguien que no era yo interpretaba mi vida. En ocasiones, al despertar, tenía que convencerme de que era verdad que mi hermana había muerto, que no se trataba de un sueño. O peor aún, siendo consciente que había sucedido, salía a la calle buscando su cara entre la gente, volviendo contenta, a veces, porque a lo lejos me había parecido verla.
Así viví durante bastante tiempo, mezclando realidad con fantasía, intentando explicar, desde mi desempolvada mente infantil, mi nueva existencia emocional, paralela a la razón.
Me asaltaban flashbacks de mi infancia, fotografías como esta: “Tengo delante dos bustos en escorzo, en blanco y negro. Dos niñas, mi hermana y yo. Tenemos ocho y once años. La clásica foto de colegio para regalo a la familia, en fecha señalada. Llevamos puesto el uniforme. Yo soy la mayor. Estoy colocada detrás de ella. La mayor protege y cuida a la pequeña.”
Y ahora, dentro flashback.
Faltaba poco para las seis. Después de salir del colegio, los niños, nuestros hermanos mayores, habían cogido la merienda y se habían ido los tres a jugar con los primos, a la plazoleta de Los Descalzos; para llegar, solo había que dar la vuelta a la manzana, estaba detrás de casa.
Nosotras, las niñas, con nuestros uniformes, nos sentamos a merendar frente al televisor. Mamá le dio al interruptor justo a tiempo. El piloto rojo se encendió y comenzó a sonar la conocida sintonía parecida a la música del carrillón de un juguete. Al mismo tiempo, sobre la pantalla blanca, siguiendo el ritmo de la melodía, empezaban a dibujarse, trazado como con rotulador de tinta negra:
Un prado salpicado de flores
Un camino ondeante de piedras
Dos ovejas de lana negra
Un sonriente sol radiante, con largos rayos quebrados
Entre medio de dos trozos de valla de madera, el camino de piedras se detenía y aparecía una casita. Tenía un tejado grande con líneas curvas unidas que dibujaban las tejas, y una chimenea. Debajo, en la fachada, la puerta estaba cerrada. La cámara se iba acercando a la ventana abierta por la que aparecía un reloj con forma de sol. La música cesaba y se oía: “tic, tac, tic, tac”. Sus rayos parecían pétalos de girasol. Una corola fija detrás y otra encima más pequeña que giraba en sentido contrario a las agujas del reloj. Marcaba las seis y cinco.
Por fin, en primer plano, aparecía una llave negra como las antiguas de hierro, gruesa, con tres volutas, se dirigía a la puerta cerrada y entraba en la cerradura. La música paraba y oíamos el sonido grave de tres vueltas de cerrojo. La puerta se abría. Volvía a sonar el carrillón y una voz en off de hombre decía:
—“Entramos en La casa del reloj”. —La cámara se adentraba. El dibujo terminaba y la realidad comenzaba.
Mi momento favorito del corto programa era cuando uno de los presentadores ponía la fecha. Hacía girar un calendario móvil decorado con tres gusanos superpuestos en paralelo, orientados alternativamente en direcciones contrarias. El de arriba mostraba el día de la semana, el del centro, el número y, por último, el de abajo, el nombre del mes. Cuando lo veía, soñaba con ser yo, cuando fuera mayor, la que girase los gusanos y enseñase a los niños a poner la fecha.
Me gustaba jugar al colegio. Si mi hermana se dejaba, tenía alumna de carne y hueso. Siempre le tocaba a ella el papel de colegiala. Yo era la mayor y escogía todas las veces ser la maestra. Esperanci, como de niña la llamábamos en casa, era más pequeña, pero no era tonta, rara vez se dejaba. Cuando me veía tiza en mano, se daba media vuelta y se ponía a jugar a otra cosa. Mis muñecas, ocupaban casi siempre, los pupitres imaginarios de mi primer colegio. Yo no sabía que, de mayor, mi trabajo sería ejercer en colegios de verdad, pero para eso aún quedaba mucho.
Con un trozo de pan en una mano, dos onzas de chocolate en la otra y el bigote blanco por la leche, frente a “La casa del reloj”, mi hermana y yo hicimos una cuenta:
—¿Cuántos años tendremos cuando llegue el año 2000? —Entonces estábamos en la década de los años setenta. Desde nuestra corta experiencia infantil, aún quedaba muy lejos, tanto que nos parecía que nunca llegaría.
—¡Uf! ¡Todavía falta mucho! —Cogimos nuestras carteras y arrancamos una hoja de cuadritos de la libreta. Sacamos el lápiz del estuche. Con números infantiles hicimos cada una, una resta.
—Yo tendré treinta y siete. —Terminé la primera.
—Y yo treinta y cinco —dijo Esperanci. Con la risa que nos entró, abrimos mucho las bocas y nos enseñamos los dientes manchados de chocolate, como los papeles en lo que hicimos las cuentas, también marcados con nuestras marrones huellas. La oscuridad del chocolate en algunos dientes nos daba apariencia de viejas desdentadas. Al mirarnos, todavía nos entraba más risa.
—¡Qué viejas seremos! —Le llevaba casi tres años. Yo nací a finales del mes de enero y ella a principios de septiembre.
Con la lección de la fecha más que aprendida, no sabíamos entonces, en que día de la semana caerían nuestros cumpleaños cuando llegara el año 2000.
Al día siguiente del terrible suceso, nos mudábamos. Llevábamos casi siete años viviendo como inquilinos en la casa de la urbanización del Aljarafe sevillano a la que llegamos, desde Ronda, con nuestro hijo de tres años. Continuaríamos viviendo en la misma urbanización, esta vez como hipotecados propietarios.
La noche anterior, poco antes de las nueve, entré al salón sin encender la luz para disfrutar tranquila sentada un rato, por última vez, en el porche. Antes de salir, me llevé un susto de muerte. La puerta que daba al jardín estaba abierta. Hacía una noche cálida. Dieciocho de mayo del año 2000. Sonaba el tintineo como de campanitas, del móvil de cerámica colgado en una esquina del techo del porche; corría una suave brisa que lo mecía como cada tarde. De repente, dentro del salón, algo oscuro se movió muy rápido. Un gato negro se cruzó por delante de mí junto a la mesa del comedor. Se paró a mirarme. Asustada le grité:
—¡Fuera de aquí!, —dando un zapatazo. El gato desapareció como una exhalación, como alma que lleva el diablo, por la puerta abierta por la que se había colado.
Los chicos de la casa estaban jugando. Juanca hijo, con sus deberes hechos y duchado, arriba en su cuarto, jugaba con la Play Station, pronto lo llamaría para cenar. Juan Carlos padre, con los vecinos en el club, jugaba el partido de futbito de los jueves. Desde el jardín de casa, que lindaba con la amplia zona de la antigua hacienda, destinada a usos comunitarios, se escuchaban a lo lejos, sus voces pidiendo que les pasasen el balón, el chirrido agudo de sus zapatillas de goma, frenando bruscas sobre la lisa pista y, los pelotazos cuando fallaban el disparo, y pegaban con el balón en los postes y en el larguero de las porterías metálicas.
No me dio tiempo a sentarme en el porche. Sonó el teléfono fijo. Me senté en el sofá del salón y contesté. Al otro lado, la voz de mi cuñada Pepa, bastante alterada, más nerviosa y acelerada que de costumbre, me hablaba casi sin respirar, apenas la entendía:
—¡Algo le ha pasado a tu hermana! —En aquel momento supe que mi hermana Espe, no cumpliría los treinta y cinco años. Mi hermana, la pequeña de los cinco, se había suicidado.
Hace veinticuatro años “el mundo entero se preparaba para hacer frente a un caos tecnológico. Los expertos esperaban que el 1 de enero del año 2000 los cajeros dejarían de dar dinero, los aviones no podrían volar, los semáforos se apagarían y los ascensores se detendrían. El llamado efecto 2000 bloquearía millones de máquinas en todo el mundo por un error informático. Hasta la CIA advirtió del peligro. Pero el día llegó y no se produjo ningún percance importante” (Isabel Rubio - 30 DIC 2019 – CET EL PAÍS).
No se produjo ningún percance importante para el mundo. Si para nuestra familia. El efecto 2000, aunque se pospuso unos meses te alcanzó de lleno, detuvo tu vida. Nadie nos advirtió, aquella tarde, mientras merendamos frente a La casa del Reloj que, en el año 2000, se bloquearía tu sencilla resta.
No sé cómo pensé que ya nunca podría volver a hablarle. Le hablo muchas veces al día, desde hace veinticuatro años. También le escribí.
Querida Espe: mayo 2023
Desde que no estás, han pasado muchas cosas.
Me mudé al día siguiente de tu funeral. No entré con buen pie en esta casa. Mi hijo, tu sobrino, tenía 9 años. Me pidió que nunca más le diera un susto como el que le di, al dejarlo precipitadamente en casa de Aurora, mi vecina y amiga, cuando tras recibir aquella fatídica llamada, se lo dejé, casi sin mediar palabras, para ir al club llorando a buscar a su padre. Al día siguiente, nos íbamos a Granada para llevarte de vuelta, a la ciudad donde nacimos, donde reposarías para siempre. Le pedí perdón a mi hijo, e hice cuanto pude para compensarle y devolverle, lo antes posible, a la madre que él conocía.
Hoy en día, ya puedo decir que me gusta mi casa, que me siento bien en ella. No paro de inventar y decorar para hacerla más agradable y acogedora. ¡Pronto no cabremos entre tanto chisme!
Luis, tu pareja, se recuperó tras el grave accidente de tráfico que tuvo, muy cercano a tu muerte, pero en él perdió la vida, Gastón, tu querida mascota. Todos lo sentimos mucho, además de él, sentimos como volvía a irse otro preciado pedacito de ti. Afortunadamente, Luis, rehízo su vida y creó una familia. En la foto de su contacto en el móvil, se ven sus manos trabajando en el enrejillado respaldo de una silla, te habría encantado.
En el 2002, ocurrió algo que fue motivo de discusión y pelea con Juan Carlos, en nuestro matrimonio, por largo tiempo. Al contario que él, yo siempre quise aumentar la familia. Doce años después que naciera Juan Carlos, cuando ya había desistido de mi estéril empeño, fui madre de nuevo. Tuve una niña, Julia. Me invitó a renacer con ella. Me incitaba a superarme día a día. Ya tiene 21 años. Está terminando Bellas Artes, como hiciste tú, ¿te lo puedes creer? Me pidió permiso para llevar el camafeo de mamá con tu foto, la que siendo pequeña tantas veces le enseñó para que le diera un beso.
La vida siguió y cada uno fuimos saliendo adelante como pudimos, con el desconsolado peso del impacto de tu ausencia. Para papá y mamá fue mucho más duro. Consiguieron sobrevivirte, mamá once años y papá catorce. No dejaron de querernos hasta que, agotados de contener tanto sufrimiento, enfermaron y partieron.
Hace un año que me he jubilado. Conservo todo lo bueno que encontré durante los años de trabajo, mis amigas maravillosas, el recuerdo de tanto cariño de alumnado y familia junto a los que me fui construyendo, pero por suerte, ya sin todos los asuntos agotadores y tediosos…
Como sabes, todos los días te pienso y te recuerdo un montón de veces. Te echo mucho de menos.
Pienso, que lo que quiera que fuera que te pasó, hubiera tenido solución. Habría estado dispuesta a hacer lo que hiciera falta por ayudarte a solucionarlo. Siento no haber estado más cerca, más atenta y te pido perdón. Eras la pequeña, mi única hermana y no pude cuidar de ti cuando lo necesitaste. No pude, no supe ver que algo te pasaba. No pude evitar que sintieras lo que sentiste. No hubo lágrimas suficientes para calmar tanta tristeza. Fueron inevitables los “y si…”, tan inevitables como inútiles.
Con el tiempo fui aprendiendo a quererte cada día más. Es lo único que desde entonces puedo hacer por ti. No he sabido ni encontrado otra manera de sobrellevarlo.
¡Perdóname, Espe!
Me encantaría que estuvieras aquí. Que vinieras a casa. Que charláramos tranquilamente durante el desayuno o después de la cena sentadas bajo la pérgola, en las noches de verano.
De haber encontrado salida para tu insondable tristeza, hoy continuarías siendo una mujer maravillosa, buena y bella. Con la que compartiría todo como hago con mis amigas a las que me entrego como no pude entregarme a ti. Espero que lo sepas. Quiero abrazarte y no puedo…
Mirando el largo camino que he recorrido desde el año 2000, veo como la imagen borrosa de mí, la que ocasionó el tatuaje forzoso que supuso tu dolorosa pérdida, con el tiempo se ha vuelto cada vez más nítida.
Ahora puedo reconocer, que aquel borrón descontrolado de tinta oscura que ensombreció mi vida comenzó a aclararse sin darme cuenta, cuando progresivamente dejé de luchar y acepté, que un trauma así no se supera, como Juan Carlos me advirtió desde la hora cero en la que, a mis treinta y siete años, estrené partida de nacimiento.
Convivo con mi cicatriz de la mejor manera posible y voy cada día, adelante con ella. Ni la escondo ni alardeo. Es parte de mí, de quien soy y como soy. No lo único. Creo que me ha hecho mejor, más consciente de mí y de los demás.
Si tengo que recordar, recuerdo, después, guardo la herida en un rincón del alma por si, en alguna ocasión, tengo que acariciarla de nuevo, igual que las risas, los abrazos, los encuentros, los días de sol, tantos otros emocionantes momentos. Procuro responsabilizarme de mí misma, cuidarme, alimentar mi espacio, lo que me gusta, con lo que disfruto. La familia y la amistad son de lo primero, y así se lo demuestro a ellos. He conseguido rehacerme. ¿Cómo? Ahora creo que lo entiendo. Cada día, con la luz de la mañana, busco un sueño sencillo. Cada día busco mi luz, hasta que la encuentro por débil que a veces parezca.
He tenido tiempo para aprender a decirte adiós. No pude despedirme de ti. Ninguno pudimos.
Ojalá te llegue esta carta. Espero tu respuesta de vuelta, en tantas cosas buenas como me pasan de las que disfruto y que seguiré compartiendo contigo, así a nuestra manera.
Te quiero mucho, hermana.
Tu hermana, María José
Hoy se cumplen, veinticuatro años del resultado de nuestras restas, las que hicimos juntas en una hoja de cuadritos manchada de chocolate, frente a La casa del reloj. Supero en veinticuatro años, el resultado obtenido aquel día a nuestra pregunta:
—Y tú, ¿cuántos tendrás…?
Me he acostumbrado a vivir con mi porción de oscuridad, ya no me asusta. Después del tiempo que anduve perdida, en la actualidad cuando me veo, me reconozco. Vuelvo a estar a gusto conmigo. Por fin, quiero a la persona en la que me he convertido.
Decidí invertir las cuentas que mi hermana y yo hicimos, sumar en lugar de restar. Aprendí a no vivir sintiendo cada día su permanente ausencia, sino disfrutando de su entrañable existencia. Su muerte nos hizo inseparables. Desde entonces soy más que yo. Soy yo con ella.
María José Aguayo
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