EL GUARDIÁN DE LAS PALABRAS
—¿Estás bien? —Fernando se acercó y me preguntó poniendo una mano en mi hombro, levantándome cariñoso, con la otra, la barbilla para que le mirase a la cara. —Esa bolsa pesa demasiado, hermana. Deja que te ayude. —Me cogió la gran bolsa azul de IKEA de las manos. Le costó trabajo hacerle un hueco en el cargado maletero de mi coche. Él y yo, los dos más pequeños, éramos quienes más cosas nos llevábamos. —¡Solo esta pesará unos 10 kilos!
—Son los cajones de oficina que le regalé a papá. Los recuerdos de toda una vida ocupan y pesan demasiado. —… —Al final lo hemos resuelto. No ha sido tan difícil, ¿verdad? —le respondí poniendo una mueca por sonrisa, abrazándome rápido a él para hundir mi cara en su abrigo y esconder las lágrimas que me delataban.
Ya había oscurecido, cuando los cuatro nos abrazamos sin prisas, para despedirnos ante el portal cerrado del edificio. Fernando y yo teníamos un viaje por delante para volver a casa. Los dos vivíamos fuera. Por el retrovisor vi como Manuel y Enrique se alejaban. Ellos volvían andando despacio, con expresión reflexiva, a sus casas. Enrique con las manos en los bolsillos de sus pantalones, Manuel las guardaba en los bolsillos de su chaquetón.
Atrás quedaron dos días de chocar por los pasillos como hámsteres en el transitado laberinto de su jaula, llamándonos unos a otros a cada instante, cada vez que encontrábamos algún objeto que despertaba nuestro recuerdo.
—Como sigamos así no terminaremos —dijo apremiante e inquieto, Manuel, el mayor de nosotros, deseoso de aquello acabara.
Con la tarea repartida por habitaciones, de nuevo volvíamos a ella, desechar y hacer crecer, sobre todo, los montones de cosas para tirar y los más exiguos de cosas para repartir, llevar o dar.
El primer día, a mí me tocó desocupar su despacho. La misión era fácil. El papeleo importante ya había sido organizado por mi hermano mayor durante los años en los que se hizo cargo de las gestiones administrativas, debido a la incapacidad a la que se vio sometido nuestro padre, tras el accidente cerebro vascular que lo retuvo y apresó en su propio cuerpo hasta que acabó sus días.
Los objetos que quedaban eran vagos recuerdos, útiles para él, descartables casi todos, para nosotros.
—“¡Qué pensarían del trato que estábamos mostrando hacia sus cosas!” —este pensamiento rondó por mi cabeza durante todo el fin de semana. Con lo que mi faena no avanzaba. Lo que ponía en un montón, duraba poco en él, al momento lo pasaba al otro y viceversa. A lo mejor la misión no era tan fácil.
—¿Violeta, para qué quieres esto? ¿Lo vas a usar? —Mi hermano Enrique, más práctico, me conocía y de cuando en cuando, haciéndose el distraído, se asomaba a la puerta del despacho con cualquier pretexto para ponerme los pies en la tierra, recolocando en el montón de tirar todo aquello que veía que no tenía sentido que me llevara. —¡Que solo has traído tu coche, no un camión de mudanzas! —Cuando me sacaba una sonrisa, me dejaba sola para que continuara vaciando la estancia.
Continuamos la costumbre de nuestros padres, cualquier objeto que hubiera sido regalo de alguno de los hijos, llegado el momento, volvería a pertenecerle a quien se lo hubiera regalado.
Y así, sobre la encimera del escritorio de su despacho, me esperaba una elegante cajonera de oficina, de chapa de acero de alta calidad, color negro, con cinco cajones con tiradores y porta etiquetas cromados, que le regalé hace años por el día del padre. Cuando la compré, pensaba en sus montañas de papeles, recortes y fotocopias. Todo intento de ayudarle a organizarlos, me parecía poco.
Al fin, jubilado, libre de responsabilidades, comenzó a cultivarse de manera autodidacta. Encontró́ actividades de su gusto. La lectura de revistas y periódicos de temática que le interesaba, junto a la de libros de contenido religioso progresista, en la onda de la teología de la liberación. Viéndolo manejarse entre ellas, pude apreciar cómo se transformaba, como crecía como persona. Su conciencia solidaria se extendió́ a causas sociales. Se hizo socio y suscriptor de asociaciones y revistas humanitarias y ecologistas.
A su manera quiso comunicar todo lo bueno que aprendía. No hay rincón entre mis cajones del buró de persiana, al contrario que el suyo, casi siempre cerrado, que no guarden una muestra de los “estados” que a su manera compartió́. Sus redes sociales fueron el correo postal que seguía usando para comunicarse con sus seres queridos cuando ya nadie lo hacía y las calles...
Carecía de formación en nuevas tecnologías. Su herramienta era su abultada carpeta de mano que llevaba bajo el brazo, —como cuando pluriempleado ejercía por las tardes, de agente comercial por las calles de la ciudad—, cargada de revistas, periódicos, recortes y fotocopias que de estos hacía.
A veces, los recogía y recortaba pacientemente, como una hormiga, y los iba arrastrando hasta el agujero de su hormiguero, su despacho, desde el hogar del jubilado o desde la barbería. Con la velocidad que imprimía a sus piernas —caminaba a paso de legionario, siendo difícil pasear con él—, suplía a los megabytes en la entrega de sus misivas, que repartía presuroso entre los miembros de la familia, amigos y conocidos, acercándose hasta sus casas o lugares de trabajo. Guardando para cada uno de ellos el artículo que, a su criterio, mejor le venía.
Su afición se hizo popular, consiguiendo en algunos casos, ávidos seguidores expectantes con mono de la siguiente entrega. De haber sabido usar las nuevas tecnologías, ¡qué buen partido le hubiera sacado!, ¡qué buen usuario hubiera sido!
Todavía me estremezco cuando aparecen sin aviso en mis cajones o carpetas y sostengo entre mis manos, alguna carta, recorte de papel —cualquier trocito en blanco por pequeño que fuera lo reciclaba y lo aprovechaba— o fotocopia con anotaciones adjuntas al margen con su vistosa y firme letra. Se me viene a la memoria la frase que leí de Muñoz Molina: “En las cartas hay algo más, el estar escuchando la voz de alguien. La voz escrita, la sangre intima de la vieja tinta”.
Cuando era niña, cada comienzo de curso, esperaba que llegara el momento en que, bajo mi atenta mirada, me forraba los libros con papel de empaquetar marrón, sobre el que escribía, en el centro, con plumín y tinta negra, en tamaño más grande la asignatura, debajo el curso y en el borde inferior, con letra más pequeña, mi nombre y apellidos, con una caligrafía cursiva tipo inglesa que yo admiraba y lucía orgullosa en el colegio. Después de preguntarle inoportuna con mi impaciencia infantil, en repetidas ocasiones:
—Papá ¿me vas a forrar los libros?
—En cuanto pueda chatilla, ahora estoy trabajando —me respondía pulsando con los diez dedos, en modo nivel experto, el teclado de su enorme Olivetti de oficina, sin quitar la vista del pedido que estuviera redactando.
Después llegaría mi momento, cuando sacara mis libros de mi cartera en clase, esperando siempre la pregunta que, con mezcla de admiración y cierta dosis de envidia, me hacía alguna compañera:
—¿Quién te ha escrito estas letras?
—¡Mi padre! —contestaba yo orgullosa.
La cajonera me pareció el mejor de los regalos y ahora, volvía a ser mía. Retiré el escaso contenido del interior de sus cajones sin pararme a limpiarla. Tendría tiempo de hacerlo tranquila cuando estuviera de vuelta en casa.
En nuestro abrazo de despedida, sentí el peligro de la soga que amenaza con romperse cuando sostiene un gran peso. Los cuatro hermanos pasamos el fin de semana juntos desmontando la casa de nuestros padres para venderla. Noté que la gruesa cuerda que nos unía daba una pequeña sacudida, comenzando a deshilacharse. Ya hacía diez años que nos dejaron.
Con el sentimiento de orfandad, la indefensión y el abandono marchitan el alma. En nuestro caso, el alma familiar ya andaba maltrecha cuando murieron. Nuestros padres vivieron la pérdida de una hija con 34 años, nosotros cuatro, la de una hermana, la pequeña. Ningún padre está preparado para la muerte de un hijo. El duelo de los hermanos pasa a segundo plano. En nuestro caso, su hija, nuestra hermana, se había suicidado.
Dejé pasar una semana para reanudar en el sótano de casa la organización de la pequeña mudanza que me había traído de casa de mis padres. Cuando le llegó el turno a la cajonera, saqué los cajones uno a uno, por completo, con la intención de limpiarlos. Toqué en la base del primero, lo que confundí con un plástico pegado por accidente. Lo elevé para mirarlo y descubrí una funda de plástico para folio con dos filas de sobres de cartas escritas con la inconfundible caligrafía de mi padre.
Una ola de calor inesperada me recorrió el cuerpo. El pulso se me aceleró. Todos mis sentidos, en alerta, me empujaban a mirar la base de los demás cajones.
Al momento, confirmé mi presentimiento. En todos ellos había una funda de plástico con dos montones de cartas sin sello, repartidos en dos filas, pulcramente colocadas. Me decidí a sacarlas para contarlas, poniendo gran cuidado de no variar el orden de los sobres. Estaban repartidas de diez en diez en los primeros cuatro cajones, menos en el último, en el que solo había ocho. Comprobé sobrecogida, que las 48 cartas que mi padre escondió minuciosamente llevaban escritas estas palabras: A mi hija Espe —la hija que perdió—.
Solo interrumpió la correspondencia cuando la enfermedad derramó las palabras por su mente sin poder recuperarlas, y apenas pudo usar sus afanosas manos para esconderlas al abrigo de la frazada de donde no las sacaba, ni en verano, porque se le enfriaban.
Sentada en la alfombra, tenía ante mí un tesoro, enterrado a propósito, y custodiado por su guardián durante años. El guardián que derrochó palabras repartiéndolas con generosidad, reservó para sí, las más preciadas. Hasta que llegara el momento de que el siguiente guardián, aquel que las encontrara, decidiera continuar protegiéndolas. Ese guardián tenía nombre, el mío, no en vano las escondió en la cajonera que le regalé. Y eso es lo que me propuse hacer, protegerlas.
No sentí la necesidad de comenzar a leerlas en seguida. Ni siquiera pensé que fuera importante que lo hiciera. No lo necesitaba. Durante años leí en su mirada lo que le decía a mi hermana, cuando ya no estaba. Cuánto la quería, la tristeza que sentía por las esperanzas y sueños que tenía para ella que no se cumplieron, las posibilidades que quedaron en eso, en posibilidades, las experiencias que nunca viviría, la clase de padre que fue que no la protegió, que permitió que sucediera. Leía su confusión, su desesperanza y culpa extrema, su enojo intenso, su amargura, el sentimiento de injusticia; leía como le contaba cuanto acontecía en la familia desde que ella no estaba. Todo ello sin dejar de intentar protegernos a los que quedábamos, ejerciendo de patriarca que no se doblegaba. Se alegraba con nosotros por nuestra felicidad, mientras buscaba con tenacidad y fuerza de voluntad, la forma de avanzar, de entregarse y continuar sacando fuerzas para servir a su familia, cuando apenas le quedaban las justas, para mantenerse erguido en el sillón rojo del salón al que la enfermedad lo desterró. Desde él, soportó también la pérdida y ausencia durante los tres años que le sobrevivió, de su compañera de vida.
Mi madre, que enfermó después que él, murió antes. El mal que creció, también en su cabeza, se extendió rápido y tenebroso. De manera cruel, la aniquiló como persona. La transformó en una desmadejada y muda muñeca de trapo. Nos la robó la noche del primer día de otoño de 2011, tendida en una cama articulada, en la habitación de la casa que fue nuestro dormitorio, el de las niñas. Con vileza, aprovechó que el guardián, tampoco a ella pudo defenderla.
No quise profanar el descubrimiento de las cartas. Pertenecía al espacio íntimo y sagrado de mi padre y mi hermana.
Así que, limpié cada centímetro de la cajonera a conciencia. La llené con mis asuntos, recibos, informes médicos, facturas, cartas… y como si fuera un ritual, volví a colocar cada funda de plástico en su lugar con sus correspondientes cartas, diez en los cuatro primeros, ocho en el quinto.
Me sentí afortunada de poder custodiar el valioso legado que mi padre creó para honrar a mi hermana y así continuaré haciéndolo, hasta que llegue el momento de mi partida y sean mis hijos, quienes tengan que desmontar nuestra casa. Entonces, uno de los dos las encontrará y le tocará decidir, si continuará siendo, el guardián de las palabras.
María José Aguayo
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