CORRIENTE DE VIDA

Cada verano, un día de domingo, madrugábamos para acudir a la cita. Llegar hasta él, era el anuncio de que lo peor ya había pasado, que la recompensa estaba cada vez más cerca. 


En el Puerto del Madroño, donde el azul del cielo y de las montañas comenzaba a confundirse con el azul del mar, en la otra orilla de la carretera, nos esperaba a los pies de la casa del peón caminero, como una promesa devota, el sonajero alegre del chorro del agua apresurado desde la cumbre de la montaña, salpicando fría al caer en el pilón. 

    Era la obligada parada camino de la playa. En ella, el mundo se detenía y los sentidos se desplegaban: el olor pegajoso de la resina de los pinos, el crepitar de las pisadas sobre las tamujas, el canto de las chicharras mezclado con el trino de los pájaros, el avistamiento del vuelo de algún ave de rapiña, la atracción hipnótica de los saltos de las piedras arrojadas al precipicio. 

    A veces, la brisa era cálida, jugaba con mi largo pelo cruzando mechones por mi cara, a veces, era relente tentador, que invitaba a ponerse la tan ansiada manga larga por la novelería infantil en los meses de verano, como abrigo de una párvula carne de gallina. Otras, sencillamente, era quietud inquietante, calma chicha, calor sofocante, como el que sufre el barco varado al que la naturaleza caprichosa, le niega el aire necesario para navegar.


Un hilillo de olorosa grasa roja resbalaba por mi barbilla al tiempo que arrastraba lentamente algunas migas de pan de horno de panadería, de masa y miga blanca, del pan que nos enseñaron a besar cuando caía al suelo. Olor capaz de resucitar a un muerto, al menos a una muerta de siete años, tras pasar el calvario de las tortuosas y serpenteantes curvas de la pendiente carretera de San Pedro. Después de haber mudado en mi sudoroso rostro las nada sutiles gradaciones de gris y verde, en el tránsito de los desagradables vómitos de marras, a pesar de haber tomado la pastilla contra el mareo, en ocasiones recogidos a tiempo, en otras esparcidos por las ropas, asiento y suelo del autobús que nos llevaba de excursión desde Ronda hasta San Jaime, la residencia de verano de Banesto.


Es imposible pasar junto a él y no recordar con cariño mi primer bocadillo de chorizo dulce fresco, el de carne picada y grasa de cerdo con pimentón y ajo, embutido en su tripa. Aquel sabor reparador que devolvió la sonrisa y el color a mis pálidas mejillas —las penas con pan son menos—, después de las anunciadas náuseas al atravesar   primero un paisaje lunar de roca caliza, más tarde el oleaje de pinos verdes, contemplando el temido barranco desde la atalaya de la ventanilla del autobús con la promesa del mar, al superar los innumerables meandros alquitranados que nos separaban.


Ahora que las dos hemos crecido, cuando atravieso la sinuosa carretera, continúo ansiando el encuentro con este lugar mágico de mi infancia, esperando que me reconozca al pasar, aunque no me detenga, el fresco y murmurante Chorrito.

 

María José Aguayo



 

Comentarios

Entradas populares de este blog