MAYO HUELE A CERA 

 

—Os confirmo que vienen dos, un niño y una niña —dijo la doctora.

 

Áurea necesitará toda la ayuda que pueda tener. Todas las manos cuando nazcan serán pocas. Sólo la experiencia de alimentar a Miguel y Blanca —ha decidido que les dará el pecho—, será interminable, agotadora. Precisará descansar, recuperarse del parto, acostumbrarse sin tardar a una casa que duplica sus ocupantes y multiplica, risas, llantos, olores, sueños… 

 

Al salir del hospital tras el nacimiento, con su pequeña troupe vacilante y los ajuares propios de tan tierna mudanza, ambos portaban a sus bebés soldados a sus pechos. El padre llevaba a Miguel. Su piel nívea, como claro de luna, sus ojos transparentes cerrados y su cabecita calva cubierta por un diminuto gorro blanco de algodón. Llegó el segundo, es el pequeño. 

            Por detrás, con paso cansado, sintiendo la tirantez de los puntos al andar, le seguía algo aturdida, la reciente madre. Ella llevaba a Blanca. Su gorro en las manos. Le impedía colocárselo una crespa mata de pelo tan negro como su lanugo que demoraba su caída. Entreabriendo sus ojos oscuros restregaba su carita morena, con una boca anhelante, contra el pecho de su madre.

 

Pronto abandonaron su fingido intento de vestirlos con colores neutros. Con dos brochazos zanjaron los erróneos comentarios de quienes curiosos se acercaban al carrito doble para conocerlos:

            —¡Qué preciosa princesita de ojos verdes!

            —¡Míralo, tan pequeño y con tanto pelo!, ¡parece todo un señor!

Sumergidos de lleno en la limitada paleta del azul y del rosa, se adentraron también en sus trampas y engaños.

 

 

Caminando sobre una cinta mecánica sin fin, sin prisa, pero sin pausa, dejaron de contar meses para contar años. 

            Áurea y Rafael, ansiosos, esperaron la confirmación de reserva del recinto para celebrar la Primera Comunión de Blanca y Miguel con la que tanto soñaron. 

 

Ataviar a Miguel —como siempre—, fue fácil. Un elegante y clásico traje de marinero. Peinando con raya al lado, su pelo rubio y lacio. 

 

Blanca luciría, una glamurosa trenza, sujetando su indomable melena. Vestido largo, zapatos y corona floral de princesa, no lograban dibujar del todo en su cara, la sonrisa deseada por su madre. Sollozando frente al espejo en el probador, le confesó su pena. Llevaban tiempo riéndose de su bigote y sus brazos, ensombrecidos por un rotundo vello negro. Hasta su nombre les parecía una broma. Apenada, Áurea la abrazó. Desde allí mismo pidió cita en su centro de estética. 

 

 

Hoy es Blanca quien espera ilusionada. Acariciando con dulzura su abultado vientre de 8 meses, recuerda su historia del 10 de mayo de 1999, reviviendo el calor, el dolor y el olor de la cera depilatoria. A sus 9 años, comenzó a sufrir para encajar en la cárcel del ideal de belleza. Tiene claro que cuando nazca  vestirá a Malva, su hija, con todos los colores del arco iris. Que, si su carne es morena y huele a sombra como la protagonista del Romancero gitano, sus mayos no olerán a cera. 


María José Aguayo

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