RETO LITERATURA CREATIVA. 7 DÍAS 7 RELATOS.

DÍA 6: ASUNCIÓN TIENE UNA AFICIÓN SECRETA

 

Cuando era niño, se llamaba Asunción. Al entrar en una habitación donde las adultas reunidas hablaban, siempre se producía el silencio hasta que él se marchaba. Al instante seguido, escuchaba la voz de su abuela Isabela, la matriarca del clan, se volvía para observar sin ser visto, como meneaba su blanco y severo moño y chascando la lengua decía: 

—Asunción tendría que haber sido una niña. —De puntillas pensativo, se iba sin hacer ruido.

 

Había crecido desde los dos años sin padre. Un trágico accidente de coche lo dejó huérfano. Desde entonces, era el único varón en la casa solariega, a las afueras de la ciudad de Oviedo, donde vivía de las rentas de la acaudalada familia, junto a su madre, su abuela y su tía soltera.

 

Aunque era querido y tenido en cuenta en el colegio por profesores y compañeros, era solitario. Rehuía la compañía. Escogía permanecer a solas ensimismado en sus pensamientos. No sabía por qué, pero desde que recuerda, se sentía incompleto.

Cuando terminaba el colegio, durante las vacaciones, no necesitaba el acompañamiento de otros niños. Aprovechaba para dedicar la mayor parte del tiempo a recorrer las numerosas estancias de la casa, solitarias y silenciosas —como él— esperando que le contaran. Buscaba pistas, recuerdos. Cuando encontraba algo que le parecía un posible indicio, subía corriendo las escaleras hasta el desván, los reunía sobre el olvidado escritorio de su padre, donde iba juntando las piezas con las que se había propuesto completar el misterioso puzle que era su vida.

 

Pronto se aficionó a investigar por su cuenta, única manera si quería averiguar por qué se sentía así, cuál era el secreto que le ocultaba su familia.

La sensación de que le faltaba una parte se hacía más evidente en su pecho, cada 24 de mayo, día de su cumpleaños. Nunca hubo celebración. Sí, un beso de su madre y su tía y regalos, acompañados de lágrimas y más murmullos indiscretos. A la hora de la merienda, Antonia, la cocinera, cada año lo esperaba junto a sus fogones y horno con su tarta favorita preparada, la de galletas y chocolate. 

Mientras la comía sentado a la gran mesa de mármol, durante años con los pies colgando hasta que creció y le llegaron al suelo, bajo la atenta y afectuosa mirada de su güela Antona, como él la llamaba cuando estaban a solas, la opresión del pecho desaparecía. Frente a un generoso vaso de leche, rebañando el plato después de la segunda porción, Asunción mostraba una expresión relajada, infantil, divertida que concluía tras el abrazo a las piernas de Antonia, donde siempre dejaba la huella de su bigotes y labios de chocolate en su delantal blanco.

 

Con el paso de los años, el abrazo fue ascendiendo. Con motivo de su catorce cumpleaños, Antonia lo espera nerviosa, cree que ya ha llegado el momento. Ya no soporta más verlo vagar como un espíritu por las dependencias, pasillos y escaleras de la casa sin conocer el secreto. Junto al plato donde le servirá la tarta ha dejado un sobre cerrado. Puntual, como cada año llega a su cita en la cocina, bajando las escaleras con grandes zancadas. En una jarra de cristal con agua fresca pone las flores que ha recogido para Antonia durante su paseo por la dehesa que se extiende alrededor de la finca. Ya la sobrepasa en altura. Junto a su estatura también ha ido creciendo su cariño por ella. Al abrazarla, la mejilla húmeda por las lágrimas de Antonia moja el chaleco de Asunción a la altura de su pecho. 

Hasta que no se sienta impaciente frente a su plato, no ve el sobre blanco que se pierde en la blancura del mármol de la mesa. Nada más verlo lo coge notando un leve peso y el tacto de lo que parece una llave. Pregunta:

—¿Y esto? —Su expresión cambia y busca con su mirada la de Antonia que lleva esperando catorce años este momento.

—Anda, ve, la tarta te estará esperando si quieres, luego. En el desván detrás del armario de los sombreros… —Ya se iba corriendo sin despedirse, cuando se vuelve para abrazarla y susurrarle al oído:

—¡Gracias, güela Antona! ¡Te quiero!

 

Su abuela Isabela, hace cuatro años que ha muerto. Su madre y su tía, como siempre, no están en casa, tardarán en volver de su reuniones de negocios y compromisos sociales. Tiene tiempo de averiguar qué abre esa llave que aprieta en su puño derecho.

Esta vez, la opresión del pecho es diferente, no le aprieta, no le resta energías, al contrario le insufla calor y fuerza, acrecienta aún más la curiosidad que le lleva acompañando toda su vida.

Una vez en el desván, deja la llave sobre el escritorio de su padre. Se quita el chaleco y remanga su camisa. Empieza a bajar las sombrereras apiladas en el altillo de un armario de madera tallada de dos cuerpos. Lo abre. Dentro, más sombreros en sus cajas, y sueltos. No puede esperar más y decide empujarlo sin sacar todo el contenido que no pesa.

Con brío consigue moverlo con menos trabajo del que creía, ha heredado la fuerte complexión física de su padre. Ante sí queda al descubierto una puerta desconocida para él. Recoge la llave del escritorio y llenando sus pulmones de aire, la mete en la cerradura. Se resiste, no gira bien, tiene aspecto de que se cerró hace tiempo y no ha vuelto a ser abierta en años. La engrasa con aceite de coche de una de las latas que guardaba su padre en el desván y lo intenta varias veces de nuevo, hasta que la cerradura cede y la puerta se abre.

Le viene un fuerte olor a cerrado. El cuarto está oscuro. No tiene ventilación al exterior. Avanza inseguro unos pasos. Algo le roza la frente. Encogiéndose asustado alarga el brazo comprobando que es el tirador metálico de encendido de una bombilla que pende del centro del techo. Tira y no enciende. Sale apresurado y va a buscar una nueva en el arcón que se encuentra junto al escritorio. Remueve varias cajas y encuentra una de bombilla sin usar. Apresurado la cambia, tira de la fina cadena y esta vez sí se enciende. A través de las motas de polvo suspendidas que atraviesa la luz, observa bultos hundidos en las sombras de variados tamaños y formas, recubiertos por viejas fundas y sábanas blancas empolvadas. La nariz le pica y estornuda cuando comienza a retirar a tirones cada una de ellas hasta dejar todo al descubierto. 

Dos carritos de bebés iguales con sus ruedas extraordinariamente grandes llaman su atención. Se lleva la mano al pecho, siente la opresión de manera intensa. En el cuarto también hay una vieja cómoda con seis cajones de diferentes tamaños, dos más pequeños arriba y cuatro largos iguales abajo.

Prueba a abrir uno de los pequeños y encuentra una caja que parece roja, cubierta de polvo que retira pasando el dorso de la mano a la vez que sopla. Estornuda de nuevo. Levanta la tapa y envuelto en papel sulfito en origen blanco, ahora amarillento y un poco apolillado descubre un marco doble antiguo, de plata envejecida tallada, con la foto de dos bebés idénticos. Nunca había visto una foto suya tan pequeño, pero se reconoció nada más verse.

Debajo de la caja había una carpeta de piel, la sacó y se sentó en una vieja mecedora que había al lado a ver su contenido. Al abrirla halló varios documentos. Dos partidas de nacimiento que coincidían con su fecha, 24 de mayo de 1957, Asunción y Vicente, niño y niña. Con manos temblorosas desdobló otro documento era una partida de defunción, la niña Asunción, que acababa de conocer, la que fuera su hermana gemela, falleció de muerte súbita un mes después de su nacimiento. Casi sin fuerzas, desdobló el tercer y último documento, este del registro civil. En él se procede a registrar el cambio de nombre del niño llamado Vicente por un mes, desde el día de la fecha pasará a llamarse Asunción, como averiguó en sus investigaciones posteriores, por expreso deseo de su abuela Isabela. El nombre se usaba de manera indistinta para hombre y para mujer.

Nunca habló con nadie del hallazgo. Se había especializado en convivir entre secretos como su familia le había enseñado.

Continuó siendo un buen estudiante hasta que finalmente se doctoró en Derecho. Su madre enfermó y murió. Su tía se trasladó a vivir a Argentina donde poseían también casa y hacienda. 

Soltero, sin familia, ejerció con prestigio su carrera cultivando en su tiempo libre la afición que desde su catorce cumpleaños desarrolló. Desde que le permitieron, se aficionó, sin que las mujeres de la casa lo supieran, con ayuda de las inventadas excusas a veces de Antonia, para encubrirlo, a visitar archivos públicos de organismos oficiales e iglesias y algunos registros privados, rastreando infinidad de documentos en los que se dejaba las horas y la vista. Buscaba posibles historias similares a la suya. 


En su despacho, sobre el escritorio restaurado de su padre, colocó el marco doble de plata con la foto junto a su hermana Asunción. En él recopila la información para documentar y armar las historias que recoge en un libro al que titulará “Gemini” que publicará en unos meses y que firmará con su nombre, el que recuperó, Vicente Ponce de León. 


Cada domingo, sin falta, acude a la residencia de mayores a la hora de la merienda, donde abraza a su anciana güela Antona. Sabe que pronto no podrá hacerlo. Nunca acude a la visita sin unas flores silvestres y una porción de tarta casera de galletas y chocolate del obrador más afamado de la ciudad de Oviedo.


María José Aguayo

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