ARCHIVO NO EDITABLE
 

Esperas a que uno de los dos cubículos quede libre. Entiendes lo que se cuece dentro. A sus ocupantes les llevará un rato. Cuando te llegue el turno sabes que también tardarás. Antes de entrar ya estás sudando, y eso que el verano, por ahora, está sosegado. La dueña actúa rápida al verte con la cara brillante agitando rápido el abanico, pulsa el botón de encendido del aire acondicionado, aunque permanece abierta la puerta de la pequeña tienda. 

 

Ya estás dentro. Tras la gruesa cortina de terciopelo color buganvilla, 90 x 90 centímetros aproximados —más menos que más—, resultan escasos para realizar demasiados movimientos con los brazos, encorvarte, redondearte, estirarte, agacharte y levantarte un montón de veces casi como en una de tus sesiones de pilates.

            Sobre un colorido taburete de patas blancas tapizado con estampaciones de cachemir y flores, te espera una montonera enmarañada de conjuntos de dos piezas, a pesar de eliminar posibilidades —sabes lo que no quieres—. Para enredarlo más, alguno repetido en distintas tallas. La dependienta, amablemente, propone para tu comodidad, quitar las perchas, lo que agradeces, —un estorbo menos en tan reducido espacio—. El bolso con cierre de pellizco medio abierto amenazando con volcarse colgado de una de las perchas laterales, la notificación intermitente de llegada de mensaje del móvil sonando por su abertura, tu falda de raso rosa resbalándose y cayéndose repetidas veces de la percha de al lado. Será mejor que le envíes un mensaje a tu marido, solo lo dejaste para un momento. La operación bikini no será rápida. Nunca lo es. Para la inmensa mayoría nunca es fácil —la dejaste inacaba por lo mismo cuando te marchaste a la playa—. Con la edad la cosa empeora. Hay que echarle imaginación. Verte con un dos piezas de baño encima de tu ropa interior frente a un espejo de cuerpo entero ante la pérdida de tensión de tu piel, no te devuelve tu mejor perfil. Sabes que no puedes editarlo, salvo que intentes ocultar, empujar para dentro, recolocar hacia afuera, estirar algún elástico mientras inclinas tu cuerpo buscando la mejor pose de tu catálogo… 

 

Intentando sudar lo justo y no rozar tu maquillaje, después de un rato, consigues darte el visto bueno con tres de ellos. No está nada mal. Son muchas las veces que no se ha salvado ni uno de montañas más altas.

 

Te alegras de haberte acordado, de acercarte para ver si existía todavía la pequeña tienda de lencería donde hace treinta y cinco años te compraste el precioso body de novia de encaje brocado, color pelusa de durazno. Lo comentas con la dependienta a la que se le dibuja una sonrisa en los labios, a pesar de la hora, —tiene que cerrar para irse a comer y volver a abrir por la tarde—. Te comenta entre orgullosa y tímida que su madre la abrió hace cincuenta y dos años. La felicitas por ello. Todo un logro para un pequeño comercio de barrio. Pagas. Te despides agradecida y la dejas grabada en tu memoria. Te encantará volver para buscar lencería y para la operación bikini del próximo verano. Regresarás a buscar el trato personalizado, amable, el lazo que la anuda con tu historia, para corregir —con suerte— el crecido error de edición, que verás reflejado, oculta tras el suave abrazo de su gruesa cortina de terciopelo. 

 

María José Aguayo

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