FLOR DE TIARÉ 

En medio de una noche cuajada de estrellas, un arranque de ira empuja al tiránico y cruento dios Oro a abandonar a su mujer y hacer una escapada a la Tierra. 

            Persigue embriagado, un aroma combinado de frutos rojos, flor de naranjo y jazmín blanco. Emana de una humilde choza de bambú. Cauteloso, accede al interior por su puerta entreabierta. 

            Tendida boca abajo, desnuda, sobre un lecho a ras de suelo cubierto de lino blanco, encuentra a una bella nativa sumida en un profundo sueño, con respiración acompasada y serena. Su cuerpo sensual, de atezada piel, muestra los restos blancos de sal aferrados a su fino vello.

            En su sedoso cabello negro, largo hasta la cintura, que cae sobre su cara ocultando sus hermosas facciones, tiene prendida una flor de tiaré que en la penumbra de la estancia brilla como el reflejo de la luna en el agua.

            Su pareo húmedo cubre ondeante el vano de la ventana por donde se cuela suave, la mágica brisa salada del océano.

 

Toma la apariencia terrenal de un joven y poderoso guerrero con tatuajes que se extienden desde sus tobillos hasta cubrir casi todo su cuerpo. De gran belleza y fuerza física. Acerca sus voluminosos labios susurrantes hasta su oído, apartando el pelo de su cara. Parece recitarle un poema antes de tomarla como a su ‘vahine’.

 

Por la mañana, la humedad de la niebla y una fina lluvia despiertan a la joven en su cama revuelta. Junto a ella entre un cesto rebosante de flores de tiaré, encuentra un cuchillo de hueso de ballena tallado con su historia, la que cuenta como ha sido elegida para ser la madre del hijo de un dios de la Polinesia en la Tierra. El pareo se ha deslizado al suelo. Por la ventana asoma el arco iris entre la lluvia. 

 

María José Aguayo

 

Mujeres de Tahití, pintado en 1981 por Paul Gauguin. Musée d’Orsay

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