Op. 56 intempesta núm. 25, PALO ROSA
Detrás del portón negro como el abismo profundo, una libélula abducida por el brillo de la luz de la lámpara del porche pende confiada de su filo en actitud contemplativa.
Es medianoche cuando me poso tumbada bocarriba en el jardín a escuchar la llamada de un susurro, a contemplar la belleza esférica del gran parasol, del verde imperceptible de su copa sobre el azul oscuro, agitada como una enorme ola que, en vano, intenta romper en la orilla, a no perder de vista la ceremoniosa danza de sus ramas.
Con su kimono de estío viene a visitarme una de las cuatro damas. Atrás quedó la primavera cuando terminó de llorar todas sus flores amariposadas alfombrando de amarillo el gris asfalto. La filigrana del pespunte continúa el bordado de su sedoso paño sin dejar escapar una sola hoja de diferentes tonos verdosos por sus dos caras.
Me dejo arrastrar por la belleza del momento. La dama me habla. Ilumina la escena para resaltar mi presencia con un contraluz muy marcado que delinea con exactitud mi silueta. Con maestría despierta en mi memoria quién soy, dónde estoy, lo que estoy haciendo y lo que quiero. Conectamos de manera profunda. Siento que mientras esté junto a mí puedo ver más allá de lo que mi vista humana alcanza.
Las palabras comienzan a bailar en mi mente. Disfruto bailando con ellas. Desde luego dejaré su huella impresa.
Termino de abrazar mi lectura en la cama y me adentro en el sueño aturdida de tanta belleza profunda reciente. Han pasado varias horas cuando la intempesta me reclama. Me pide que levante acta de mi cita. Obediente, con los ojos entrecerrados, garabateo notas manuscritas que posiblemente, más tarde, no comprenda. Renglones ensortijados de tinta azul sobre blanco.
Durante la mañana el texto cobra forma por detrás de la luz azul de la pantalla. Negro sobre blanco. En una ventana que simula que es de día a cualquier hora, intentas teclear el lazo del alma por el que anoche estuviste ligada a la dama del estío bajo la apariencia del palo rosa que vive frente a tu casa.
María José Aguayo
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