UNA DE ELLAS

Era cuestión de tiempo.

Las sucesivas olas de calor lo han logrado.

Otra noche de bochorno ininterrumpido. Al despertar me noto rara.

Siento el calor de la luz del sol sobre mi cuerpo a través de las lamas blancas de los balcones del dormitorio. Limpio mis abultados ojos sin párpados con mi lengua. Boca abajo sin moverme, recorro la habitación con mis nuevas pupilas verticales que me protegen de la luminaria de la mañana.  

         Bajo arrastrada de la cama sin caerme gracias a las protuberancias adhesivas de mis palmas. Soy la nueva reina de la escalada. Al menos conservo los cinco dedos de cada extremidad.

Mi cuerpo se ha aplastado. Me ha salido una cola. A penas mido escasos veinte centímetros. A mi espalda le han salido bultos prominentes y mi piel muerta sin exfoliar, se ha vuelto marrón pardusca, puntiaguda.

Sin pelo a la vista.

Tengo que pasar desapercibida. Me oculto durante el día en un rincón del interior de la casa esperando para salir cuando llega la noche. 

Dirijo mi silueta reptilínea con maestría con mis dedos estirados sobre la pared blanca del jardín como la pantalla de un cine de verano antes de comenzar la película, hacia el aplique verde de cerámica. A falta de luna llena su luz me ayudará a cazar. Aguardo la llegada de mis presas atraídas por la claridad: polillas, mosquitos, hormigas, arañas, algún grillo desubicado. Espero que se pongan a mi alcance. Me acerco lentamente y con un movimiento inusitadamente rápido me lanzo sobre ellos para devorarlos.

 

He abandonado mi forma humana. He metamorfoseado. Soy una salamanquesa.

    —Madre, ya no me asustan. ¡Cuánto miedo te daban! ¿Me querrás ahora que soy una de ellas? Una más. Otra inquilina habitual de las que conviven ocultas en casa. 

No soy venenosa, no muerdo, no escupo, no pico, no me introduzco por orificios del cuerpo de nadie, ¡qué asco!

Este cambio inesperado tal vez sea la respuesta a mi búsqueda tolteca de ser impecable con la palabra. Algo así leí antes de apagar la luz cuando todavía era humana.

         

         —¡Que susto! ¿Qué te ha pasado? El golpe al caer de la cama le sobresalta. —¿Estás bien? —Asientes con la cabeza. Confusa recorres con tus manos todo tu cuerpo desde los pelos hasta las uñas de tus dedos, “reina de la escalada, ¡ja!…”

         —No has parado de moverte desde que nos acostamos. Anda vamos a poner el aire un rato. —Con la cola deshecha te levantas con cuidado de la templada alfombra. Te tumbas y te tapas con la sábana asegurándote que estás retirada del borde. 

         No te caes de la cama desde que eras niña. Recuerdas una vez que te ocurrió en invierno. El suelo helado de tu cuarto en aquella ocasión te hizo creer que eras la cerillera del cuento, que morirías de frío en Nochebuena acurrucada sobre la nieve.

 

María José Aguayo



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