CANIJA

Al menos hoy tienes un alivio, no pensar “¿qué me pongo?”. La camiseta blanca de algodón de cuello azul a la caja con rayas azules en los hombros, el picajoso chándal de espuma, el negativo de la camiseta, azul con las rayas laterales blancas y los tenis, te esperan a los pies de la cama. Tú misma, la noche anterior, los dejaste allí preparados. 

                  Aunque la clase y la profesora te gustan, este mes estás asustada. Te encantaría estar enferma los días de gimnasia. 

                  Sabes que no te saldrá, te caerás, te harás daño y, por si fuera poco serás el hazmerreír de tus compañeros fisgones, arracimados clandestinamente en las pequeñas ventanas, espiando el gimnasio de las niñas. 

                  Con escasa biografía, trece para catorce años a finales del frío enero, e irrisoria corporeidad:

    —¡Niña!, ¿vendes pantalón o compras carne? —como te grita el soldado de guardia desde su garita en el cuartel por el que pasas cada mañana, estás por primera vez en un grupo mixto de un instituto público, como querías, después de cursar Primaria en un colegio de niñas de monjas. Un saco menudo de complejos, inseguridad y timidez, en un planeta revoltoso de risas sin filtros ni empatía.

 

Por la noche, te acuestas inquieta. Mañana otra vez, inmóvil, estaréis frente a frente. No podrás esconderte ni ir retrocediendo con disimulo hasta el último lugar de la fila como otras veces has hecho. Cuando oigas tu nombre, deberás ir corriendo hacia él para superarlo en dos saltos —interior-exterior—. Esta vez, además, pondrá nota al ejercicio.

 

Junto a tus compañeras, sentadas alrededor del gimnasio, pegadas a las espalderas, observas el movimiento de tu camiseta a la altura de tu pecho incipiente impulsado por el tan tan de tu corazón.

                  La profesora, lista alfabética en mano y silbato en los labios, marca los tiempos del camino hacia el tormento. Con temblor de piernas y las palmas de las manos húmedas por el sudor, te levantas cuando oyes tu nombre con gran esfuerzo, como si unos grilletes te anclaran por los tobillos al suelo.

                  Esto no se parece en nada al juego de salto a piola del recreo, ni al churre media mosque, que tanto te divertía en el colegio, en el que subías de un salto encima de las compañeras amochadas en fila como un largo dragón chino, tantas veces prohibido por las monjas. 

 

Con movimientos a cámara lenta, inútilmente retrasas el momento, pero te toca saltar. Emprendes una carrera insegura que anticipa el fracaso. Muy cerca del aparato, el ruido del trampolín de madera al chocar con el plinto piramidal, armado con los seis cajones, te paraliza en tu primer intento fallido.

                  Con sus gafas de sol de piloto de monturas doradas y cristales marrones, la profesora sentada en un lateral del gimnasio, mascando chicle, te indica que realices el segundo intento. Caminando lentamente te diriges al punto de inicio, te das la vuelta y armándote de valor, en volumen extremadamente bajo, pero audible dices:

                  —No lo hago… —El silencio inunda la sala. —No eres conocida por comportarte con desfachatez ni insolencia, todo lo contrario. La profesora insiste, pero tú repites:

                  —No —cabizbaja te sientas contra la espaldera. Enseñando con sonrisa sardónica su prominente dentadura, la profesora se muestra sorprendida por tu inusual arranque de personalidad y determinación en una actitud hasta entonces nunca manifiesta.

                  —Menuda sorpresa… —y anota algo en su bloc. Por fin, suena el silbato para el siguiente de la lista.

Estás deseando salir de allí, perder de vista la odiosa pirámide truncada y volver a los ejercicios de gimnasia que si disfrutas.

 

En esa clase un miedo te ha vencido, pero le has ganado a otro. Lo leíste en la mirada oculta tras los cristales de pera de las gafas de sol de la profesora cuando te negaste a saltar. Después de todo, no está nada mal para una tímida canija. 

 

María José Aguayo

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