FIN DE SEMANA DE LLUVIA

Faltan catorce días para el ritual del cambio de hora. Con él, el horario cambiará el armario, se vestirá de invierno. Queda poco para la hora de la merienda, sobre las seis y media. Por detrás del cristal del lavadero, ya se adivina el destello del velo violeta que cubrirá el cielo para despedir el día. La apariencia es de ser más tarde por la tenacidad de las nubes grises que ni dejan de llorar ni se retiran. Sin encender la luz, te resulta acogedora esta tenue intensidad, recoges la cocina con aroma a canela en rama, azúcar y limón. El arroz con leche que has preparado se enfría humeante en la fuente rectangular para horno, sobre la secadora. 

En el ambiente ondean las notas acompasadas de una melodía intimista de piano, violín y chelo, reproducidas por el dispositivo oculto tras el televisor de la cocina, en perfecta armonía con el sonido metálico de cacerolas, sartenes y cubiertos. De cristales de copas y vasos que entrechocan. De lozas y cerámicas de fuentes, ensaladeras, platos hondos, llanos y de postre, marrones lisos y turquesas labrados, envejecidos con marrón, que tanto te gustan. De cuencos de fruta de vidrio tallado. De cazos de aluminio y espátulas de madera, que, en apacible soledad, vas depositando con mimo, con precisión de directora de orquesta, sobre el mantel hogareño que cubre la mesa de madera desplegada para la ocasión. Ahí te aguardan. Precisan ser colocados en las baldas de la alacena de puertas correderas, ordenados por colores, tamaños y utilidad. Al finalizar, tomas distancia y contemplas con deleite como todo ha quedado limpio y dispuesto para la siguiente función.

            Mañana a la hora del almuerzo darás el último pase. Montarás la mesa en el salón. Mantel y servilletas de lino, vajilla actual rosa lisa combinada con la blanca de la cenefa de flores rosas y tallos verdes clásica de la Cartuja que os regalaron por vuestra boda, copas verdes de cristal grueso labradas con picas, bajo platos de madera veteada, que todavía no has barnizado, y sumarán nuevas manchas al guardarlos, "de esta vez no pasa que los pinte."

 

Fin de semana lluvioso. En el suelo se entrecruzan huellas de calzados diversos mezcladas con fibras de coco sueltas desprendidas del felpudo de la entrada. En el aire permanecen suspendidas las voces que envuelven las historias que cada uno narra. Las puertas de los baños se cierran y se abren por turnos para la ducha desprendiendo almizcles florales combinados con lociones refrescantes con toque de menta para después del afeitado. Las habitaciones cambian de huéspedes. La casa se llena. Estamos todos. Los habituales y los que amamos que han llegado de fuera. La lluvia nos congrega, nos acerca, nos invita a rozarnos para que el cariño crezca. 

 

El domingo cuando la casa se vuelva más grande, silenciosa y vacía, rebuscarás en los rincones de la mente como si fuera un conjuro tu voz cantarina de niña —“Que llueva, que llueva…”— Aguardando que el tiempo vuele, esperas ilusionada volver a dirigir pronto, bajo la lluvia, el trajín del programa de fiesta en tu cocina. 

 

María José Aguayo

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