CON TUS LATIDOS

 

Una lanza y una espadilla dorada recorren certeras su esfera cuadrada. Su vibración guía mis pasos. Dispuestas como rayos alrededor del sol, doce estancias con tus huellas marcadas asoman colmadas: de recetas, de labores, de abrazos, de canciones, de poemas sin rima, de odas épicas, de bienvenidas, de partidas, de celebraciones, de comienzos, de finales… por la pequeña ventana bañada en oro y plata que encuadra su diminuta llanura.

Llevo puesto en mi muñeca izquierda tu testigo como escudo para no perderme mientras transito puntual por las doce estancias. Percibo el calor de tu piel, al comienzo de mi mano, rodeando mi muñeca. Con él siento que tu ritmo me acompaña. Es el guardián que dejaste para marcar con regularidad mis andanzas. El escudero que cabalga junto a mí soportando mis dichas y mis penas.

Dos damas distintas servidas por el mismo escudero. Palpitando sincronizadas, le cargo con mis propias batallas mientras espumo tu misma receta del caldo.

Ante la mirada de nuestro buen Sancho, mi piel como le ocurrió a la tuya se va volviendo ajada, pero tú y yo sabemos que él no tiene prisa. Me enseñaste que su acompañamiento es pausado, armonioso, no se altera. Por eso, me contabas que tu alma no encanecía.

—Lo entenderás —me asegurabas paciente. Ahora lo entiendo. Igual le pasa a la mía.

Le seguirá pasando, mientras pueda sentir como cuando era niña apoyada en tu pecho, el mullido abrazo de tu respiración serena. Dos latidos distintos conversando armonizados, piel con piel. Con la compañía de tu perseverante escudero marcándome el ritmo de forma acompasada, «¿qué puedo temer?». 

Me gusta sentir como me lleva contigo y me acuna con tu pulso, recordándome como disfrutabas tú de chiquilla aquietándote largos ratos en la mecedora de tu madre. «Hazme un hueco en tu butaca».

 

Hoy, no sabía que ponerme y me puse tus latidos, madre. 

 

 

María José Aguayo

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