RELLENO DE PLUMAS
Tumbada en mi sofá, oigo decir a una beguina de la serie que estoy viendo en televisión, que pocas cosas consuelan más que un colchón relleno de plumas. Sabe bien de lo que habla teniendo en cuenta el camastro que usa para dormir en 1559 en el beguinato de Segovia.
En cambio, en el año 2024, yo resoplo cada día tratando de evitar la tarea de mullir mi sofá de plumas. Comprado hace treinta y cuatro años en Abolengo, una tienda que desapareció al poco de nuestra visita, pasto de las llamas, de la que conservo también un pequeño árbol de navidad, que continúo poniendo desde entonces cuando llegan las fechas.
Una amiga viene a visitarnos con mi hijo recién llegado al mundo a la vez que los muebles, incluidos los dos sofás, uno de tres plazas y otro de dos, ambos con medidas extraordinarias de eslora y manga. Pesan como un par de embarcaciones robustas de roble. Ostentan un diseño lujoso de formas ondeantes. Llegaron para quedarse. Al entrar al salón exclama:
—¡Esto parece un palacio! —Al principio, tapizados en color pelusa de durazno, a juego con las cortinas que escogimos mi marido y yo, jóvenes e inexpertos, por el revés de la tela. Pudimos comprobarlo cuando llegamos del hospital con el salón montado y las cortinas puestas mientras estaba de parto:
—¡Estas no son las cortinas que hemos comprado! —El error quedó en evidencia pronto. Yo sostenía a mi hijo recién nacido en brazos cuando su padre le dio la vuelta a la tela mostrándome la celosía en relieve color crudo que tejía el hilo por el reverso, «adorno» por el que la elegimos.
Nadie me advirtió de que el consuelo del relleno de plumas de los asientos de palacio encerraba una trampa. Deben ser mullidos casi después de cada uso, de lo contrario, las plumas se aplastan, se compactan, se apelmazan llegando a quedar duros como una tabla de teca, con su elegancia desfigurada. Por fortuna, uso habitualmente solo el de dos plazas. Sus dos asientos enormes, pesados, difíciles de abarcar para mi estatura y peso esperan impacientes ser ahuecados. Les gusta esponjarse, hincharse como un pez globo, convertirse en una especie de bola de trapo gigante que dobla su tamaño; igual que los dos respaldos y dos brazos, en su caso, con la complejidad añadida de sus formas sinuosas. De las maniobras que se necesitan para que recobre su distinción, protestan mi cintura y mis brazos delgados, a pesar de las dos sesiones de Pilates por semana. En frente, la nave de tres plazas, tapizada actualmente en tonos caldera, pero con rayas anchas, unas oscuras otras más claras, me observa erguida, inflada de orgullo. _«¡Menos mal!».
Adoro el abrazo cálido que recibiré cuando llegue el momento de usarlo una vez ahuecado. Solo comparable a otro instante bien guardado en un rincón de mi memoria, el abrigo mullido de la hondonada de mi colchón de lana, donde de niña coleccionaba cromos y sueños. Tratándose de un colchón y con mi estatura infantil no recuerdo que me pesara ni me costara tanto darle la vuelta y modelarlo. Entonces, el único inconveniente que existía era para mi madre. Ante algún fortuito escape nocturno de pipí, le tocaba lavarlo y subir con él las empinadas escaleras hasta la azotea soleada para orearlo. Problema superado con alguna que otra empapadera crujiente de hule y fieltro y con sucesivas tartas de galletas de cumpleaños.
A distancia, lo miro reticente, convenciéndome de que todavía presenta cierta elevación desigual. ¡Decidido! Lo usaré una vez más sin mullirlo. Retrasaré volver a sentir el consuelo de su relleno de plumas.
María José Aguayo
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