UNA MAÑANA DE SÁBADO DE PRIMAVERA, EN EL INTERIOR DE MI MENTE RELATORA

 

Soy de plantas, no de mascotas, pero de niña tuve gusanos de seda. También los tuvieron mis hijos. No hay mejor libro de texto que observar el ciclo de la metamorfosis de las orugas en vivo y en directo. Aunque, a mí, siempre me repugnaron tanto los gusanos como el olor desagradable que se desplegaba al levantar la tapa de la caja de cartón de zapatos usados, perforada como un queso gruyer, con un lápiz de colegio. No tengo que hacer un esfuerzo para recordar la mezcla del olor acre de los zapatos usados, untados de betún durante años, con el olor dulce y fresco de las hojas de morera y el concentrado tufo terroso, húmedo y ácido de los gusanos y sus excrementos.

            Recuerdo el episodio años después, cuando al regresar del colegio donde enseñaba a mi alumnado con una secuencia de imágenes impresas en tarjetas de cartón las etapas de este ciclo, encontré esparcidos por el césped del jardín de casa, a los habitantes de la caja que, el viento tenaz de primavera, debió volar de la mesa del porche donde decidí colocarla para que permaneciera aireada y fuera más soportable el olor al abrirla para alimentarlos.

            Ante la ausencia de disposición del aprendiz del portentoso ciclo, mi hijo, quien rehusó categórico a recogerlos marchándose al punto al lugar más alejado posible del suceso, quedé sola ante el peligro. Con unos guantes de goma de los de fregar enfundados a conciencia en mis manos, con el estómago encogido por el asco, los fui recogiendo uno a uno —al menos los que vi— para devolverlos al interior de su caja, asegurándome esta vez de colocar en su interior una piedra pesada que evitara otro posible vuelo no autorizado.

            El tiempo pasó y nos llevó a vivir frente a una gran morera situada en una alfombrada plaza de la urbanización. Cada primavera, luce su vaporoso vestido de eventos adornada de verdes y frescas hojas con multitud de pequeños racimos de moras violáceas que se precipitan en el asfalto en un espectáculo negruzco y pegajoso, lo que nos obliga a buscar aparcamiento en zonas más retiradas de la casa. Los mirlos, tenaces pilotos de caza, se encargan con sus excrementos, lanzados desde sus bombarderos, de hacer blanco por todos los rincones del exterior: la fachada, la terraza, los enlosados de barro, la pérgola, los muebles del jardín.

            Estacionados en doble fila, esperamos en el interior del coche al compañero de mi marido, vuelan por viaje de trabajo. Los llevo al aeropuerto. A través del parabrisas observo la fachada anodina de un edificio con su aspecto de caja de cartón agujereada por un lápiz de colegio para ventilar a los gusanos que en su interior se atiborran a la espera de su mágica transformación. 

            Pienso al escribir esta historia entre trinos matutinos de pájaros, bajo la pérgola de madera, en Leizu, aquella antigua emperatriz que según la leyenda estaba tomando una taza de té cuando un capullo de seda cayó en el interior de su taza de fina porcelana china. El calor desenvolvió la seda, que se extendió por su jardín. Decidida siguió el recorrido hasta descubrir cual era la fuente de origen del desconocido hilo. 

            Yo no soy tan delicada como Leizu. Es cansado interrumpir de manera intermitente la mala caligrafía con que emborrono las hojas del cuaderno a toda prisa, intentado atrapar las ideas antes de que se esfumen, mientras espanto a los mirlos, que con sus morados excrementos se empeñan en manchar la historia que pasa este sábado por mi mente relatora.

 

María José Aguayo

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