CON OTRA MIRADA
Ahí viene. Me gusta verla llegar. La puedo ver de frente. Casi siempre la veo de espaldas.
Hoy se ha cambiado. Ha dejado el pijama y se ha puesto ropa cómoda de andar por casa. Esos pantalones a media pierna, color arena, recogidos con un pequeño lazo de ajuste a cada lado y otro para ceñir la cintura. En el interior de los bolsillos de parche, con abertura lateral, lleva más de un pañuelo de papel para secarse los ojos acuosos por los bostezos de la mañana, y para sofocar los estornudos de la alergia. Por arriba, camiseta de algodón de tirantes. Sin sujetador. Elige la comodidad y la libertad en el hogar.
Acude a mi encuentro. Contemplo cómo desplaza la cesta de mimbre blanca, cogiéndola por el asa, con cuidado de no tronchar la lengua de fuego de la maceta que la contiene. Hace hueco para no tener que pasar por encima de la hilera de plantas, ni rodear por la puerta lateral de la entrada.
Deja en la mesa de madera la bandeja turquesa con asas —la que usa cada mañana, en primavera, para salir a desayunar al jardín—. Sobre el muro de ladrillos blanqueados de hormigón, el sol proyecta un cuchillo estrecho que se hunde en la sombra. Le indica que aún puede dejar descorrido el toldo.
Me eligió. Soy su asiento. Un sillón de madera con brazos, vestido con un cojín colonial de hojas verdes de palma en el respaldo y otro marrón, con dos botones en el asiento, que tiene que esquivar al sentarse para que no se le claven en los glúteos.
Hay otro igual al otro extremo de la mesa. Yo soy el que está colocado a la derecha, mirando de frente hacia la pérgola. Ella hace que respeten su sitio, nuestro sitio. Como un binomio inseparable, compartimos este ritual del día.
Sé cuándo está a gusto. Deja resbalar sus chanclas por el suelo de terracota extendiendo las piernas. Estira el cuello hacia atrás hasta reposar la cabeza en el respaldo. No dura mucho. No estoy diseñado para mantener esta postura mucho tiempo.
Me gusta contemplarla mientras la sostengo. Adivino el recorrido de su mirada. Observa al detalle el estado de sus plantas. Se complace y se siente orgullosa con la recompensa en forma de flores que vienen de vuelta de las atenciones y cuidados que les dedica. Las blancas y fragantes del jazmín de Madagascar, las más próximas a nosotros, junto al seto. Las de mayor tamaño, de color rosa y forma de trompeta —más alejadas—, las del jazmín brasileño, en un ánfora de barro, cuelgan junto a la puerta de entrada. Las cintas, repartidas dentro y fuera de la casa, la hacen levantarse y volverse a sentar, cada vez que descubre un hijuelo colgante, que corta con facilidad con los dedos para colocar sobre la bandeja.
Reconozco la presión del peso de su cuerpo sobre mi asiento. Distingo la inquietud, la rigidez, la intranquilidad, por decidir el momento oportuno de recoger, de dar paso a la parte de ella que atiende a diario la lista de quehaceres que hacen que el mundo funcione, a las que se suman interrupciones inventadas de todo tipo, antes de que decida dirigirse a su escritorio para intentar dar salida a la voz que tal vez —como en otras ocasiones— le dicte una historia, si consigue permanecer atenta.
María José Aguayo
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