CUANDO MENOS TE LO ESPERAS

 

Cada vez que entro al salón, lo busco con la mirada. Reposa en el vientre de un cuenco hecho a mano, elaborado con fragmentos de cáscara de nácar, procedente de Bali. 

No sé si debo contar esto, pero he tenido una relación con una mujer y, fruto de ella, sin apenas conocernos, tuvimos un huevo, un huevo de madera. Ambas somos mujeres de edad madura.

         Ella lo trajo a su nido desde Armenia. Le gusta viajar. Con el tiempo, olvidó dónde lo guardó. Entremedias vivió una mudanza. En enero, se sumó al taller de escritura al que yo asistía desde octubre. Cuando escuchó la lectura de mi ejercicio de navidad, supo que tenía que encontrarlo. 

         He comprobado que a ella —como me dijo—, se le da bien hacer el regalo adecuado a la persona precisa, aunque esta acabe de cruzarse en su camino. Fui afortunada. Conmigo, se presentó la oportunidad y no la dejó pasar. De manera espontánea, generosa y cercana —como si me conociera de toda la vida—, unas semanas después de saber por mi lectura que nunca había tenido un huevo de los de zurcir medias y, que deseaba uno, decidió buscar el suyo. 

         Una tarde de clase, me preguntó si podía sentarse a mi lado. ¡Claro! Entonces me anunció que tenía algo para mí, pero antes tenía que encontrarlo. Sorprendida y halagada, intuí que no sería un regalo cualquiera. 

Era un lunes de marzo, cercano al comienzo de la primavera. En el centro cultural, rodeado de casas de pueblo, al terminar el taller, me dijo:

         —Espera, no te vayas. Te he traído el regalo.  

Al tomarlo entre mis manos, sentí la tremenda fragilidad que contenía, a pesar de su aparente consistencia y, la responsabilidad de aceptar el testigo que me pasaba. Ahora, lo custodiaba yo. Pero desde entonces, la trama es cosa de dos. Dos nidos conectados, a través un alegre huevo, pintado a mano con colores brillantes. 

La vida es caprichosa y quiso que, de no tener ninguno, pasara a poseer dos. La semana anterior a su regalo, viajé a Oporto. Entré en un antiguo bazar que vendía todo tipo de cachivaches. El lugar era una mezcla de mercería, ferretería y recuerdos para turistas. Lo escogí de entre un montón de huevos exhibidos en un cajón, como si estuvieran recién puestos allí por las gallinas del gallinero. El mío muestra en su piel los anillos concéntricos y pajizos  de la madera que le dio el ser. Para remendar calcetines, está claro, usaré este. El otro es otra historia, que apenas comienza. Si es un huevo huero o lleva una gema dentro, lo descubriremos y escribiremos juntas, May.

 

María José Aguayo



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