DIAPOSITIVA

 

Siento la soledad aplastante de la tarde de domingo, plomiza y lenta.  Como la gota de agua del grifo viejo que, desganada, se hace de rogar con su tedioso goteo.

Tendida en el sofá de plumas. Desmadejado. Sin mullir, después del uso de todo el fin de semana. Apelmazado como mi ánimo.

Después del atracón del breve encuentro. La familia reunida en torno a la mesa, engalanada de forma ligera y fresca para restar grados a un junio que comienza vehemente. Dando cuenta de copiosas comidas, jaspeadas de conversaciones alegres y alborotadas.

Después del bullicio, los abrazos por la separación se confunden con los de llegada, en tan corto espacio de tiempo.

Vago por la casa a cámara lenta. Hago una parada en la cocina. Busco consuelo rápido en la nevera, un par de onzas de chocolate con almendras. Vuelvo al deslucido sofá, tan arrugada como él. Con restos de chocolate aún en la boca, regreso a la cocina. Abro el armario de la merienda y pillo una galletita manchega rellena de crema de limón. Atraída, como la tinta fresca por el papel, vuelvo al sofá. Leo tres columnas de Teoría de la gravedad. Me dirijo a mi escritorio. Saco del cajón el cuaderno, del estuche el bolígrafo, y escribo. Escribo para no olvidarte. No siento tristeza por los que se han ido. Ellos volverán. Siento tristeza porque te fuiste y tú, no volverás.

 

María José Aguayo

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