Este verano he vuelto a colorear como cuando era niña.
Sobre la mesa de madera, en la terraza de la que siento como si fuera mi casa, en Elviria, tengo desplegados los lápices de colores de dos cajas de 48 tonos y algún estuche. Una caja la he traído en mi cartera de vacaciones, otra es nueva, la compré en una papelería aquí, en la playa.
Mientras pinto mi cuento de Isabel Allende, La ninfa de porcelana, tengo una revelación fulminante que se convierte en certeza. Comprendo por qué eres tan casero. Por qué te sientes tan a gusto sin salir de casa, entretenido haciendo lo que te gusta, en tu espacio seguro.
A punto de cumplir los tres años, nos mudamos. Dejamos atrás Ronda para vivir en Tomares. Ahora sé que, para ti, con tan poca experiencia de vida, aquello tuvo que ser parecido a sentirte perdido en el bosque, como los protagonistas de los cuentos.
Como madre primeriza, y con lo poco que sabía entonces —a pesar de mi formación en Pedagogía—, no recuerdo haberte preparado para los cambios que se avecinaban. No fui consciente. Ahora, cuando miro hacia atrás con otros ojos, dudo incluso que yo misma estuviera del todo preparada.
De pronto, tu nueva casa —tu casa— tenía escaleras y una puerta de seguridad que te impedía acceder de forma autónoma a tu cuarto, a tus juguetes, a tu pequeño refugio. Un sofá de mimbre, pequeño, con asiento abatible y cajón de almacenaje, contenía algunos de tus enseres. Ibas moviendo los juguetes de una habitación a otra, según dónde estuviéramos desde el lugar asignado, el hueco de la escalera. Algo bueno y a tu medida tenía aquella barrera.
Con nosotros se vinieron tu radiocasete de colores donde sonaban canciones infantiles interpretadas por famosos, la lámina enmarcada de los números que miramos cuando cantaba Mocedades, y tus soldaditos de plomo, los del edredón y las cortinas. Firmes continuaban vistiendo de rojo, azul y blanco tu habitación. No sé a ti, pero a mí me encantaban.
En tu nueva habitación, por la noche, reanudé la lectura de tus cuentos favoritos antes de dormir; uno, y otro, y otro más:
—Mamá, por fa, quédate un poquito más…—Hasta que poco a poco, fuiste encontrando el camino de regreso a casa.
Ahora tenías un césped para jugar al fútbol, pero en él ya no estaba tu inagotable y cariñoso rival: “Rafa Paz”, el centrocampista escogido por su frente despejada, en quien se convertía tu abuelo Luis cuando te chutaba una y otra vez la pequeña pelota de espuma naranja en el pasillo de su casa. Tú, “Suker”, se la devolvías con tu pequeña zurda y la abrazabas, inclinado hacia delante contra tu pecho, simulando una parada extraordinaria.
Ese mismo abuelo que te recogía de la guardería y que, incluso antes de que fueras a ella, te bronceaba cara y manos en invierno con sus paseos al sol por la Alameda, en cochecito, mientras la abuela Manolita se reunía con vosotros después de terminar la faena de la casa.
Hace cinco días celebramos de nuevo tu cumpleaños. 35 años. Junto al mar, en Marbella, como hicimos tantas veces, cada verano, cuando eras niño.
—35 Años —repite despacio y bajito, interrumpiendo las sílabas, tu abuela Marisa cuando vamos a visitarla, a pesar de las lagunas de su memoria. Quizás su mente, ahora secuestrada —todo un misterio—, recuerde mejor las cifras que las palabras.
El trabajo te ha llevado de nuevo a vivir en Ronda.
Por el suelo de madera de tu piso alquilado se pasea “Manolito”, como has bautizado al robot aspirador que te regalamos. Manolito mantendrá libre de pelusas —esas pequeñas bolas ‘rodamundos’ arrastradas por el viento, como salidas de una película del oeste— tu nuevo espacio seguro.
María José Aguayo
Comentarios
Publicar un comentario