EL CORAZÓN DE MI PADRE PALPITA EN EL JARRÓN DEL PATIO
Mi padre murió cuando yo tenía siete años. El mar, sin avisar, nos lo arrebató.
Desde que tengo memoria, el mar está en mi vida. Siempre sentí su irresistible llamada. En el colegio era muy aplicada. Fui lectora precoz. Solo quería cuentos y libros de aventuras de barcos y marineros. Mi padre decía que mis ojos, de un azul transparente, cambiaban de tono para ajustarse a las escenas del texto que leía.
En verano, mi abuelo al llegar a puerto, después de la faena, me esperaba para clasificar juntos, por especie y por talla, lo que había pescado: sardinas, boquerones, jureles, caballas...
Primero fue mi padre quien se encargó de sacarme a navegar. Desde que faltó fue mi abuelo quien —cuando la flota de La Bajadilla permanecía amarrada, y el mar se hallaba en calma— buscaba un hueco en su tiempo de descanso para subirme a su pequeña embarcación de madera, siempre como recién pintada de blanco y azul, con el nombre de mi abuela escrito en la proa con letra cursiva amarilla, Marisol —como también me llamo yo—, para mostrarme la playa desde el otro lado del espejo.
—¡Abuelito, llévame más lejos! —le pedía. Bernardo, mi abuelo, hombre de pocas palabras, serio como un Viernes Santo, al oírme, sonreía más por dentro que por fuera y, complacido, se adentraba solo un poco más, para mi felicidad y la suya. Se sentía el hombre más afortunado de uno al otro confín. Su figura, encorvada en tierra, se tornaba erguida al salir su barca por la bocana del puerto. Le gustaba alardear, entre sus compañeros de la cofradía de pescadores, que pilotaba la nave mejor engalanada de la flota pesquera de Marbella. Presumía de poseer el más bello mascarón de proa tallado en carne y hueso, ornamentado con su propia sangre.
A nuestro regreso tenía que soportar las mismas reprimendas tras cada travesía. Mi abuela y mi madre —ambas costureras, sirenas de luto varadas en tierra, prisioneras de su dolor— aguardaban intranquilas en casa nuestra vuelta. Se negaban a reconocer, como él, la irresistible llamada del mar que yo también sentía. Le tachaban de temerario y de un montón de cosas más. Siempre alertas ante el peligro. Para ellas, el mar nunca estaba en calma, era una perpetua amenaza. Llovía sobre mojado, desde que ocurrió el aciago accidente, mientras faenaba en La Sirena, que me dejó huérfana de padre con tan solo siete años.
Mi abuelo, formaba parte de la tripulación de la misma traíña. Por entonces, ya había cumplido los cincuenta y dos años. A partir de aquella terrible pérdida, decidió continuar en la cofradía de pescadores siendo su propio patrón, al mando de su longeva barca. No sabía ni quería hacer otra cosa. Salía al mar a pescar solo o con su compadre, con su gastada gorra de marinero y su medalla de plata de la Virgen del Carmen, colgada del cuello de una cadena de cordón gruesa.
Conseguía lo suficiente para subsistir y saciar la necesidad de sentir las salpicaduras saladas en la piel cincelada de su cara. Sin esperar a que terminaran de regañarle, sacaba su silla a la puerta de la humilde casa, limpia como un jaspe. Aspiraba el olor a mar y la mirada se le perdía, extrañando, como cada día, a su hijo.
Entre el verde brillante de las macetas de pilistras que adornaban la fachada, se sentaba a esperarme junto al pesado portón repintado de azul, tras el que las mujeres de la casa cosían y charlaban. Yo aprovechaba un despiste de estas. Aguardaba que estuvieran atentas a su labor, para sacar del escondite —que las tres conocíamos—, en el hueco del enorme jarrón del patio, su tabaco. Sentada en una silla más pequeña, con mi nombre pintado, le escuchaba contar historias repetidas de faenas que realizaron juntos, con el pitillo entre los labios y la ceniza cayéndole sobre el pantalón —más de una quemadura tenía—, mientras apuraba su cigarro antes de la cena.
Nunca sentí que me faltara nada en mi sencilla casa del barrio de pescadores, siempre recién enjalbegada. Tuve por mascota una tortuga que andaba suelta por el soleado patio, mi espacio favorito. Me costaba encontrarla muchas veces porque Alga —así se llamaba— se escondía dentro del jarrón o se confundía entre los arriates adosados a las paredes, donde convivían en armonía lirios de agua, pacíficos rojos, gitanillas rosas y un crecido jazmín moteado de flores blancas, que mi abuela mimaba con esmero.
Entre ellos, a la caída del sol, se sentaba con mi madre en su mecedora rondeña de madera de pino y asiento de anea sobre sus cojines floreados. Allí daban las últimas puntadas del día al fresco y descansaban de sus faenas y pesares, intentando, entre suspiros, hilvanar el tiempo que se fugaba entre sus afanosos dedos. Cada noche, mi madre recogía jazmines en tres platillos blancos de tazas de café para dejarlos en las mesillas de los dormitorios al dar las buenas noches.
A mí me gustaba esconderme a escucharlas. Mientras fui más pequeña, me ocultaba dentro del jarrón como Alga, ensamblada como una pieza más dentro de la joya de la casa; cuando crecí me camuflaba detrás, abrazada a él. Era un jarrón de terracota, imitación de antigua ánfora romana, cuyo tamaño nos sorprendió, al quedar restaurado. Sobrepasaba en estatura a mi padre, que era un hombre alto, quien lo encontró roto y abandonado sobre las piedras de la playa de Guadalmina, una tarde de junio que volvíamos los tres de navegar. Pasado el faro de Marbella, —como siempre, les pedí seguir un poco más, accedieron, y por eso dimos con el hallazgo— en la barca de mi abuelo. Con su ayuda, consiguió subir al bote, como si se tratara de un tesoro, los pesados fragmentos. Mientras los metía en casa, mi madre los observaba entre enfadada e intrigada:
—¿Qué basura es esa que traes, Cristóbal? ¿Dónde crees que la vas a poner? —preguntó con los brazos en jarras, sosteniendo el paño húmedo de cocina en una mano.
—¡Una joya para el jardín de palacio de mi reina! —le contestó mi padre con tono zalamero.
En ese momento, el leve enfado de mi madre desapareció como por encanto. Se acercó hasta él, le apartó con delicadeza los rizos de la frente y le dio un beso rápido en los labios, que mi padre correspondió, con torpe disimulo, rozándole el trasero con la mano. Sintiéndose observada, —tenía clavados mis ojos en sus movimientos— mi madre desapareció rápidamente hacia el refugio de la cocina, secándose nerviosa por el camino las manos en el trapo.
Con paciencia, bajo mi atenta mirada —en sus ratos libres—, mi padre fue uniendo las piezas. Selló con destreza las fracturas con cemento. Por suerte la pesada base solo estaba desportillada por las esquinas. Esta parte era fundamental, tendría que soportar en pie el jarrón de gran tamaño cuando estuviera acabado.
Por más que rebuscó los fragmentos, paseando una y otra vez por las piedras —conmigo y con mi abuelo siguiéndolo por la playa—, los trozos que encontró no fueron suficientes. Al encajar todas las piezas, quedó un hueco grande que colocó hacia la pared para que no se viera. Yo cabía dentro. Lo usé mientras pude como madriguera. Por las noches cogía a Alga, mi tortuga, mi libro y, con mi linterna, leía sentada en el interior. Mi abuela me hizo un cojín redondo de flores, con un retal de tela de los cojines de su butaca, que usaba como asiento.
Afanada, junto a nosotros, mi madre nos miraba por el rabillo del ojo. Disimulaba su alegría disfrazada mientras, día tras día, cosía, tendía las sábanas blancas o barría las hojas secas de las macetas y la arena gris de la playa que cada jornada invadía el patio. Se hacía la distraída para ver, orgullosa —cada vez desde más cerca— como progresaban las firmes manos de su marido en su nuevo oficio de alfarero, e intentaba separarme con reproches blandos del barreño de cemento para que no me ensuciara.
Desde que el ánfora decoró el patio, en los días buenos suplicaba a mi madre, si me tocaba lavarme el pelo, que lo hiciera sobre la pila. Me gustaba sentir el agua templada cuando la vertía con cuidado, con el cacillo de calentar la leche, para que no entrara en mis ojos. Al abrir el tapón del bote de champú, el ambiente se impregnaba con una fresca fragancia a fresa. El contacto del gel frío con mi cuero cabelludo provocaba un repentino temblor que recorría mi espalda, erizándome el vello fino de todo el cuerpo, hasta que la presión suave de las yemas de sus dedos comenzaba a masajear mi cabeza, sumiéndome en un letargo cálido.
Ante su advertencia, arrugaba fuerte mi cara. De nuevo cogía el cacillo, tocaba aclarar mi pelo. Entonces, me susurraba con cariño:
—Cierra bien los ojos mi niña, no te vaya a entrar jabón dentro.
En el último enjuague, con el chorreón de vinagre, el agua tibia y clara se teñía con vetas rojizas que decoraban la pila blanca. Su olor salado apagaba el aroma fresco. Ahora tocaba esperar unos minutos con el cabello sumergido por completo. De reojo, aprovechaba para mirar el jarrón que le regaló mi padre a mi madre. Las lágrimas que se me escapaban se confundían con el agua.
Al sol, junto a él, me sentaba en el suelo sobre el cojín de mi abuela, para secarme el pelo, con el libro Veinte mil leguas de viaje submarino abierto sobre mis piernas cruzadas. En dos ocasiones le leí unos párrafos a mi padre por la noche, antes de que se quedara dormido sobre mi cama, con el murmullo de mi voz como una nana. Las dos veces, mi madre pasó al rato para despertarlo y recogerlo. Atesoro esos momentos. Sus siluetas de espaldas, cogidas por la cintura, camino de su dormitorio.
Fui cumpliendo años y me hice mayor casi sin que se dieran cuenta, entre las flores de aquel patio. Ya casi alcanzo, con mi estatura, la altura del jarrón de mi padre. Continúo tan enamorada del mar como ellos a mi edad, veinte años. Estudio tercer curso de Oceanografía en la Universidad de Málaga. Decidí conocer a fondo la fauna, la flora, las mareas en las que viven los peces entre los que me crie, a los que ambos me enseñaron a amar, en mi playa de La Bajadilla. Continuaré la saga a mi manera. Estoy decidida a ayudar a conservar el mar, ese entorno cada vez más degradado, sustento y vida de mi familia y de los antepasados que no conocí.
Mi abuelo Bernardo no disimula su satisfacción en las escasas ocasiones en que ahora puedo subirme a su barca, siempre a punto de pintura. Le consuela, saber que su legado, y el de su hijo, continuará en buenas manos. Cuando mis estudios me lo permiten, me deja pilotarla. Se le hincha el pecho de orgullo si soy yo la patrona. Con los caracoles dorados de mi pelo agitados por el viento, sobre la piel bronceada de mi cara, anticipa si voy a fondear. Entonces me dice:
—¡Marisol, llévame más lejos!
Para mi felicidad y la suya sonrío, y me adentro hacia el horizonte, igual que hacía él cuando yo era niña, solo un poco más.
Al regresar a casa, mi abuela y mi madre ya no le riñen; solo suspiran. Antes de cenar, saca su silla a la puerta. En la fachada, limpia como un jaspe, sentado junto al portón repintado de azul, entre las hojas verdes de las pilistras, me espera. Entro a buscar su tabaco escondido en el jarrón de mi padre. Saco una silla grande como la suya, y como una niña, me siento a escucharle. Al anochecer, me hago la dormida cuando mi madre entra en mi habitación y deja sobre mi mesilla, un platillo blanco lleno de jazmines.
María José Aguayo
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