UN SACO DE COMPLEJOS

 

Soy rara, extraña. No sé montar en bicicleta. Nunca aprendí. 

            Durante años, solo pensar que alguien descubriera mi inexistente habilidad o que yo misma tuviera que reconocerla en voz alta, me llenaba el rostro de calor y rubor. Bajaba la mirada mientras una oleada de vergüenza subía a lo largo de mi delgado cuerpo. Me acomplejaba. Uno más para echar en el interior de ese pequeño saco de confusiones. Un trenzado de nudos difíciles de deshacer y aún más difíciles de entender para mi mente infantil, siendo entonces todo lo que yo era. Terreno abonado para mis tempranas cicatrices causadas por el impulso de pellizcar de manera continuada las postillas que generaban las caídas de la infancia. Todo un patito feo.  

Esa sensación me duró hasta hace poco. Estamos hechos de la suma de muchas capas, como las muñecas rusas. Somos el conjunto de secretos y sueños que hemos ido cobijando dentro de cada una ellas, a lo largo de nuestra vida. Este era uno de mis secretos. Uno de esos que me hacía esconderme, sentirme insegura, tímida, con miedo a no ser suficiente y que me dieran de lado. Lo que, supongo, dificultaba mi relación con algunas niñas de mi edad, que, ante mis ojos, poseían habilidades como esta —y otras— que las hacían mejores que yo. Ellas no cargaban con esta vergüenza.

Sin embargo, cuando a mi hijo y a mi hija les llegó el momento de tener su primera bicicleta —con doce años de diferencia entre ellos— y, a pesar de que su padre sí sabía montar, fui yo quien les enseñó a manejarla. 

A mi hijo, en la plazoleta de atrás del piso de mis padres en Marbella y por el paseo marítimo, con una bici roja y blanca, parecida a aquella de la que me caí, en la orilla de la carretera del Puente de la Ventilla, cuando mi hermano Luis intentó enseñarme. Ante su mirada, a la vez de: «¿Te has hecho daño? Y, ¡Oh, oh, parece que mi hermanita está enfadada…!». Decidí que con una caída tenía bastante. Conteniendo más el orgullo herido que otra cosa, ya no era tan pequeña. Le expresé, rotunda, mi valoración inmediata, sin posibilidad de vuelta atrás. El coste-beneficio no me compensaba. En definitiva, el título, Las bicicletas son para el verano, no se creó pensando en mí. Para mi hermano, sí. Recogió la bici del arcén y se marchó pedaleando. 

Pero volvamos a mi hijo. Su bici viajaba cargaba en el interior del Fiat 1 gris metalizado, convertido en furgoneta improvisada, junto al casco, el radiocasete, las cintas, los Magos del Humor de Mortadelo y Filemón, juguetes, ropa, calzado, bolsos y complementos, el mobiliario completo para el campamento de playa, y un sinfín de cosas más para pasar todo el verano con los abuelos. Íbamos cargados como transportistas en plena mudanza.

Hoy en día, mis equipajes de verano continúan rellenando el coche hasta la bandera, como el pavo trufado de Navidad —«rico, rico»—, que preparó primero mi suegra durante años, y, después, mi cuñada Paloma, igual de bueno.  En el apartamento que ahora alquilo —desde que faltan los abuelos y los hermanos vendimos el piso—, siempre pido más perchas a la anfitriona, o directamente las llevo de casa, para colgar ropa que muchas veces vuelve sin salir del armario. Con estos antecedentes, tengo serios problemas para resumir la trama de mi equipaje cuando vuelo en aerolínea con limitación de ajuares.

Entonces, íbamos los tres, en dos coches. Mi marido, al terminar julio, regresaba solo, de —«Rodríguez»— para reincorporarse al trabajo. Según él, al llegar a Marbella, el alcalde me daba la llave de la playa que devolvía —a regañadientes— al final de agosto, cuando el timbre del colegio sonaba y me obligaba, de nuevo, a entrar como maestra en el aula. 

A mi hija la enseñé, los domingos, cuando el establecimiento estaba cerrado, en la explanada de acceso a esa conocida empresa sueca que casi siempre nos obliga a montar lo que compramos. Instrucciones de ensamblaje en mano, cabeza torcida primero hacia un lado, luego hacia el otro —como una mascota que observa con cautela a su amo intentando descifrarlo—, piezas que no encajan, ajuste erróneo, desmontar para volver a montar y la eterna sensación de que falta algún tornillo. 

Cuando Julia aprendió era invierno. Lo hizo en una mountain bike gris marengo con formas geométricas de colores en el asiento, cuadro y el plato, más grande que ella, que también le trajeron los Reyes 

Ahora que conocéis mi secreto, sabéis que no fui —ni por edad, ni por habilidad— la niña que iba en bicicleta. La que Serrat vio por la ventana. Con la que se fugó mientras esperaba a las musas.

Al pensar en aquella niña veo como han ido quedando, por el camino, suspendidas en el aire, algunas de las plumas del patito feo que fui, ese que se sacudía con fuerza en su atracción favorita de la feria, el carrillo de las patadas. Allí, girando a toda velocidad, con las piernas colgando, solo disfrutaba. No había nudos que deshacer. 

Puntada a puntada, realizo pespuntes de palabras, voy tirando del hilo que me reconcilia con el reflejo que, en la actualidad, me devuelve el lago. Apuntes, pespuntes, puntadas… Jugar con las palabras tiene un efecto sedante para mí. Al menos, ellos no se oxidan como la aguja sudada por mis manos párvulas, que al enmohecer la labor conseguían que hasta madre Paz —una de las pocas monjas cariñosas del parvulario—, perdiera la paciencia al comprobar el atasco de mi saeta ennegrecida transfiriendo el óxido a la tela de cuadritos vichy rojos y blancos. ¿Qué hacíamos a aquella edad tan temprana cosiendo? ¿Qué actividad realizaban los niños en sus aulas mientras las niñas hacíamos labores? 

Aquel que por delante en la fila al subir la escalera asomaba su cabeza rubia alborotada clavando su mirada en la mía repitiendo con soniquete para que todos lo oyeran:

—Aguayo, que pareces un caballo.

    Que yo, jugando, ahora cambio por:

—Aguayo, que pareces…agua de mayo. 

El compositor de ripios que terminó ejerciendo de profesor en el mismo colegio, no sabía que también jugaba con las palabras, pero apuntando hacia la diana de manera distinta. 

 

Recuerdo con ternura a aquel patito feo. Hago un viaje en el tiempo y, le susurro, haciéndole cosquillas en el oído, que esté tranquila, que en el futuro todo saldrá bien. 

El levante me ha devuelto su penacho al ver la imagen que acompaña el texto.  

 

 

María José Aguayo


Crédito de imagen:  Le cyclist por Mohsin Amghar 

 

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog